1863: origen del latifundismo y peonaje en México (II)
A mediados
de 1800, la política privatizadora de las tierras comunales promovida por los liberales reformistas se consolida. Para entonces, la mitad de la población asentada en la República Mexicana era indígena y en su mayoría vivía congregada en pueblos. Sin embargo, con la promulgación del presidente Ignacio Comonfort de la "Ley de Desamortización de Bienes de Manos Muertas" en 1856, la cantidad de tierras comunales que potencialmente quedaron libres en el mercado agrario fue enorme.
Además de la venta forzosa del fundo legal y de las tierras de común repartimiento, fueron violentados propios, ejidos y aún propiedades indígenas de naturaleza privada, para beneficio de terratenientes y especuladores. Uno de sus grandes críticos fue Ignacio Ramírez, el Nigromante, quien advertía que sólo se favorecería a un pequeño sector. En 1858, fue abolida por Félix Zuloaga, pero los liberales insistieron. Su meta era integrar un nuevo grupo de propietarios. En 1859, estando Benito Juárez al frente de la presidencia interina de la República ordena la subdivisión de la propiedad territorial al decretar la nacionalización de los bienes eclesiásticos y disponer que entrarían bajo el dominio de la Nación sin importar el tipo de predios, derechos, acciones, nombre y aplicación que hubieran tenido.
No obstante, es en 1863 cuando Juárez, ya como titular del ejecutivo federal, decreta la "Ley sobre Ocupación y Enajenación de Terrenos Baldíos". Ordenamiento que habría de producir el mayor impacto del proceso privatizador liberal de transformación agraria. ¿Qué comprendía la categoría de terrenos baldíos? A finales de la época colonial, este concepto denominaba a las tierras no otorgadas por merced de la corona española. La ley de 1863, en cambio, declaró que por baldíos habrían de ser comprendidos todos los
terrenos que no hubieran sido "destinados a un uso público por la autoridad facultada para ello por la ley, ni cedidos por la misma, a título oneroso o lucrativo, a individuo o corporación autorizada para adquirirlos" (art. 1o). Derivado de ello, todo habitante de la República tendría el "derecho de denunciar" ante un juez de primera instancia (art. 14) hasta 2,500 hectáreas (art. 2o), no pudiendo nadie oponerse a la orden de la autoridad que pretendiera medir, deslindar o realizar algún acto para averiguar la verdad o legalidad de un denuncio en terrenos que no fueran baldíos (art. 9). A su vez, quienes fueran ya usufructuarios de ellos, gozarían de rebajas para su adquisición y a quienes se les adjudicaran en posesión obtendrían la propiedad por prescripción.
Con ello, la nueva ley haría nugatoria la naturaleza imprescriptible que había caracterizado a los baldíos (art. 27), al tiempo que declaraba nulas todas las disposiciones de las leyes antiguas que establecían dicha imprescriptibilidad, así como todo contrato o disposición distintos a lo establecido por ella (art. 28). Finalmente, como su complemento sería publicada una tarifa de precios a que deberían sujetarse para su venta los baldíos en el bienio 1863-1864, cuyo rango de precios en pesos por hectárea fue de los 0.12 en el territorio de Baja California hasta 3.50 en Toluca, los tres distritos del Estado de México, Cuernavaca, Guanajuato, Distrito