La Voz de la Frontera

El destino de los embalsamad­os

- por Gabriel García Márquez

Contados personajes literarios en la historia han sido tan admirados y queridos por sus lectores como « Don Gabo», al grado de convertirs­e en un mito vivo. En 1948 García Márquez comenzó su oficio como periodista en el diario El Universal, de Cartagena. He aquí una muestra de su oficio como cronista de lo cotidiano publicada en el periódico El País el 15 de septiembre de 1982.

Como uno de los chismes periódicos que divulgan las agencias de prensa, ha surgido ahora la versión de que el cuerpo de Lenin que se exhibe en la Plaza Roja de Moscú es, en realidad, una estatua de cera. Se dice que un sobrino de Stalin llamado Budu Svakadze reveló el secreto en un libro que la kgb no permitió publicar en 1952, pero que una copia del manuscrito logró llegar a Israel por correos clandestin­os, y desde allí ha sido difundida al mundo por el Jerusalem Post. Todo esto es tan difícil de comprobar, que tal vez el método más útil sea tomarse el trabajo de viajar a Moscú, hacer la cola de tres horas bajo las nieves de enero y entrar en el glacial y denso edificio de mármoles incandesce­ntes para tratar de averiguar con ojos propios qué puede haber de cierto en este folletín trasnochad­o. Yo lo hice en las dos únicas ocasiones en que he estado en la Unión Soviética —en 1957 y en 1979—, y en ambas tuve la impresión de que el cuerpo de Lenin estaba hecho de su materia natural, aunque es fácil entender que un visitante distraído, o demasiado incrédulo, se sienta inclinado a pensar que es una estatua de cera.

Manos delgadas y sensibles

La primera vez, el cuerpo de Lenin yacía en su urna de cristal, a la derecha del cuerpo de Stalin, que todavía entonces se considerab­a digno de aquella gloria de formaldehí­do. Lenin había muerto treinta y tres años antes, y Stalin, apenas cuatro, y la diferencia se notaba. Este último parecía irradiar un aura de vida, y su bigote histórico de tigre montuno apenas si ocultaba una sonrisa indescifra­ble. Lo que más me llamó la atención —como ya lo dije en los reportajes que publiqué en aquella ocasión— fueron sus manos delgadas y sensibles, que parecían de mujer. De ningún modo se parecía al personaje sin corazón que Nikita Kruschev había denunciado con una diatriba implacable en el vigésimo congreso de su partido. Poco después, el cuerpo sería sacado de su templo glorioso y mandado a dormir un sueño sin testigos, y tal vez más justo, entre los muertos numerosos de los patios del Kremlin. Muy cerca de la tumba de John Reed, el único norteameri­cano que alimenta las rosas de aquel jardín quimérico. El cuerpo de Lenin era menos impresiona­nte, porque estaba menos conservado. En efecto, treinta y tres años son muchos, aun para los muertos, y también en ellos se notan, a través del tiempo, los artificios del embalsamam­iento. Al lado de la cabeza de Stalin, enorme y maciza, la de Lenin parecía tan frágil como si fuera de vidrio, y su semblante oriental parecía llegarnos de muy lejos.

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