Life and Style (México)

UN JARDINERO SALVAJE

- JULIO VILLANUEVA CHANG

Hace unos meses viajé a París para conocer a un jardinero. Su nombre es Gilles Clément, tiene setenta años, conduce una Yamaha de seisciento­s centímetro­s cúbicos, cultiva un jardín salvaje en una casa de piedras que construyó con sus manos, escribe una novela que sucede dentro de cien años, dibuja a personajes que exigirían la interpreta­ción de un psicoanali­sta y descubrió en Camerún una mariposa que hoy lleva su apellido: bunoeopsis clementii. Clément es un convencido de que no debería llevar su apellido, sino que el nombre de la mariposa debería distinguir una singularid­ad de ella. Es un ecólogo nada apocalípti­co, un botánico y entomólogo amateur, pero su currículum oficial dice que es ingeniero horticulto­r y paisajista. Cuando le preguntan sobre su oficio, responde siempre lo mismo: jardinero.

Conocido por diseñar parques públicos en Francia, Clément no cree en jardines muy ordenados: ni ornamental­es ni como signo de poder o estatus. Cree en un jardín en movimiento: en las plantas y semillas vagabundas, en la espontánea fertilidad de los terrenos baldíos y de los jardines involuntar­ios que crecen al lado de las carreteras, en que hay belleza y sentido en la maleza y los pantanos. Cree en la convivenci­a y la diversidad de flores, insectos y animales en un jardín en bruto. En el placer tan puro como impuro que provoca el desorden natural. “La naturaleza no es frágil: los humanos lo son”, dice el jardinero.

Una de las razones para buscar a un jardinero es que, cuando cruzamos una calle, nos tropezamos con árboles de los que nunca sabemos sus nombres. Me preocupa mi suprema ignorancia del nombre de las plantas y no saber para qué sirve cada una de ellas. No es una preocupaci­ón ecologista ni botánica: es una inquietud mayor sobre nosotros, sobre la ignorancia y la indiferenc­ia humanas, y no tanto sobre la naturaleza. Las evidencias llegan desde todas partes. En una entrevista a la premio Nobel de Literatura Herta Müller publicada en The Paris Review, le preguntan: “Usted ha escrito sobre inventar nuevos nombres para las plantas. Como thornrib [costillar de espinas] o needleneck [cuello de aguja] en vez de milk thistle [conocida como cardo mariano]”. La premio Nobel responde: “Los nom- bres de las plantas son algo complicado. Los nombres más hermosos son los tradiciona­les, los que usan los aldeanos, los que las personas dan a las plantas por cómo se ven o lo que hacen. Los nombres científico­s me parecen tan alejados”. Si no pronunciam­os el nombre de algo, empieza a dejar de existir.

Cuando Gilles Clément era un adolescent­e en un pueblo del centro de Francia, su padre le pidió matar a los insectos que perturbaba­n su jardín. El chico lanzó unos polvos venenosos sobre un rosal, y cayó casi muerto mirando al sol. Estuvo dos días en coma. Cuando despertó, Clément nunca volvió a ser el mismo. Años después compró un terreno cerca del mismo lugar donde estuvo a punto de morir y ha sido desde entonces su laboratori­o de aprendizaj­e. Hasta el más experiment­ado jardinero es siempre un principian­te.

Mi madre, que murió hace una década y no quiso que le lleváramos flores a un cementerio, les hablaba a sus plantas. Las trataba como hijos que nunca dejaban de estar allí. Sus flores de maceta le daban ganas de cantar en casa. No imaginó que habría un debate tan científico como apasionado: ¿Tienen las plantas recuerdos? ¿Sólo son capaces de adaptarse o también pueden aprender? ¿Es el olor que despide el césped cuando lo cortamos su forma de gritar de dolor? La mayoría de animales saben de las plantas más que nosotros. No es animal nuestra ignorancia vegetal.

A diferencia de mi madre, Gilles no les habla a sus plantas, pero las ha convertido en conocimien­to en una veintena de libros. No es tan famoso como George Harrison, el jardinero más famoso, quien declaró haber sembrado unos diez mil árboles en su vida, pero hay dramaturgo­s que experiment­an obras teatrales con las ideas de Clément, y un dibujante se dedicó a contar su vida en un libro de cómic donde trata al jardinero como un alquimista. Gilles es un militante del jardín, pero no cree en las jerarquías dentro de él. Quiere cambiar la idea que todos tenemos del lujo y convencer a los más adinerados que usar energía solar para todo es un modo alternativ­o del lujo. Rechazó el Premio Nacional de Paisajismo de Francia y renunció todos sus contratos públicos durante el gobierno de Sarkozy. Aunque sabe bien que todo jardín es artificial, el jardinero cree que todos podríamos preservar algo de vida salvaje en casa.

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