Life and Style (México)

QUIERO MÁS

- JULIÁN HERBERT

La vocación alterna de mi existencia es seducir chefs, bartenders y dealers. He tenido una urgencia de intoxicaci­ón ancestral, rotunda como la dura carne de una Venus neolítica; un apetito que arruinó las formas agradables de mi torso y, de paso, se cargó mi hígado y los suburbios de mi corazón. No me arrepiento: ha sido un viaje al paraíso. Aunque los placeres del exceso me son cada vez más esporádico­s (cumpliré 45 años), siempre tendré la comida. Tuve la precaución de casarme con una artista gráfica y promotora cultural cuyo hobby es la cocina vegetarian­a; al menos tres de mis mejores amigos son parrillero­s, marisquero­s o expertos en caldos; y, por si fuera poco, poseo una alhaja que me llevará a la tumba: un hijo recién titulado en gastronomí­a.

Mi labor es bombardear­los con halagos y aceptar mi condición natural de conejillo de Indias. Ellos, a cambio, me han convertido en una estatua de gozo culinario y grasa abdominal (en mis delirios de soberbia me percibo como un humilde Maquiavelo de la gula). Ser comelón y depender de la parrilla de “otro” es menos mezquino de lo que suena. No es que uno mendigue la comida sin dar a cambio nada: se trabaja por un bocado desde el éxtasis. Podría dármelas de crítico, pero eso sería como pedir a un desacomple­jado lector de bestseller­s que escribiera reseñas de novelas mexicanas. No: yo soy un diletante, un degustador anárquico incapaz de pontificar pero también de mentir. Mis cocineros, quienes me pertenecen porque los amo desde la lengua hasta las tripas, saben que puedo ser veleidoso pero jamás insincero. Estoy dispuesto a hablar horas de su nueva receta, intento convertir en palabras los misterios con que me topo en sus creaciones, mientras ellos, desde la superiorid­ad que les permite macerar un chamorro de cerdo, me apapachan.

Soy, si se quiere, el público: no tengo carácter ni para ejercer el arte ni para juzgarlo. Mis papilas gustativas, hijas de Ixca Cienfuegos, prestigian de sublimes lo mismo unos tacos de tripa de Taxqueña que el shabu-shabu de Sanjo Dori (Kioto), o las codornices al vino blanco cocinadas en privado para panzas aventurera­s por David, esposo de la decoradora Margarita Álvarez. No tengo carácter pero sí paladar: nadie podrá acusarme de ponderar platos inconsecue­ntes.

No ser un crítico no significa no entender. Es ser lúcido y malsano: renunciar a El Parnita —cuyos guisos están bien, pero no tanto como para soportar a su infumable clientela— a cambio de una exquisita fonda portuguesa de la calle Guanajuato.

Al paso de los años, un tragón aprende que los manjares no están en los restaurant­es lujosos, ni junto a la carretera en La Marquesa ni en la cuisine d’auteur: están en la mesa más cercana a la estufa de un chef que te domesticó. Haz que los cocineros que te apasionan se enamoren de ti: sé fiel; engorda a su lado. Es la única ética posible para un sibarita profundo.

Si mi vida se resumiera en un retablo gastronómi­co, éste diría: gracias al caldo de camarón con tocino de León, los rib-eyes de Nacho, la ensalada de 30 ingredient­es de Mónica, la pasta larga de Chepe y Pablo, el pozole guerrerens­e de mamá, las costillas BBQ de Carmela, el banquete de pascua de Marta, la pera en vino tinto de Claudia, el borrego al ataúd de Polito, el arroz thai de Germán, los chiles en nogada de Mabel y Nena, los ravioli della nonna de la Terraza Romana, los tacos de cachete de Los Pioneros, el machacado al estilo Coahuila de El Morillo, la birria con cerveza Estrella de Santa Tere, el perejil frito de El Tapanco, los sesos en mantequill­a negra de La Alemana, las gorditas de cuajada de Torreón, el asado de boda de Jerez, los hot dogs con crema Celemania de mi hermano y el brisket de mi hijo.

Soy autor de libros de poesía. Pero soy, sobre todo, un abuelo muchacho. Mi segundo hijo, Arturo, me convirtió en patriarca a los 42. Eso no es triste. Lo triste es que al principio no se atrevió a decírmelo. Sé que la causa fue lo que ambos sabemos: nunca he sido el mejor padre para él. Conocí a Gabo, mi nieto, hace meses. No fue un hecho gratuito: cuando mi niño me confesó que era padre me presumió que se había hecho un adulto: acababan de nombrarlo jefe de cocina del restaurant Charcol 69. Ahora es el chef más joven de la ciudad. Eso es lo que me dio la comida por quererla siempre tanto, por creerla familia y no pieza de caza. Tener un hijo chef. Ser poeta, qué.

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