Poca gente había en sus radares con un acceso tan personal a Fidel como el que yo tenía, y llegar hasta él era parte fundamental en más de una de esas oscuras tramas.
actividades contra Castro. Nelson era también el encargado de las finanzas de Frank Fiorini, al que me reencontré en ese apartamento por primera vez tras salir de Cuba. El día en que volví a ver a Frank me recibió con un “enhorabuena, bienvenida a bordo”, me dijo que sentía lo que me había pasado y me prometió que me compensarían. Y entonces empezó a hablar entusiasta de los planes para derrocar a Fidel, proclamando orgulloso que tenían “un ejército” para llevarlos a cabo.
En paralelo a reuniones con los anticastristas, en esos días yo estaba asistiendo también a encuentros del Movimiento 26 de Julio en Nueva York, donde obtuve mi carnet y llegué a ser nombrada “secretaria de propaganda en el ramal H”. Acudí aproximadamente a 20 de esos encuentros de procastristas y prorrevolucionarios, que se celebraban en locales como el hotel Belvedere, en la calle 48, o en el club Casa Cuba, en Columbus Avenue, y también en La Barraca, un restaurante en el Midtown de Manhattan que adoraba. Allí se compartían y comentaban las últimas noticias sobre lo que estaba pasando en la Isla y en el exilio, y también en la política estadounidense, latinoamericana y mundial.
Allí se organizaban, además, campañas de información y propaganda, que se financiaban con las aportaciones de los miembros, que con nuestros 75 centavos de dólar por semana se suponía que ayudábamos también a recaudar fondos para que Fidel pudiera comprar material militar. Eran reuniones con música y comida fabulosas, y con gente que me gustaba, como Olga Blanca, a la que había conocido en uno de los cruceros, en el Berlín, en el que nos retratamos juntas con mi madre y mi papá en el camarote del capitán. Personalmente, en aquellos encuentros con cubanos que defendían la Revolución y a Fidel me sentía mucho más feliz que cuando estaba con figuras como Fiorini, Nelson, Artime o Masferrer, pero mi asistencia era también cuestión de trabajo, y a La Barraca, por ejemplo, fui el 19 de diciembre de 1959 con Yáñez Pelletier en un viaje que él hizo a Nueva York, un encuentro del que, como de todo lo que pasaba en ese grupo, di rendida cuenta a los agentes del FBI, a los que también informé cuan-