ATRÁS DE LA HISTORIA
EN EL NUEVO MILENIO, VEMOS A MUJERES PREPARADAS AL LADO DEL PRESIDENTE EN TURNO. EL CAMBIO VIENE DESDE ABAJO, POR QUIENES SE LEVANTAN A ECHAR A ANDAR LA VIDA DIARIA.
En el archivo de Alfonso Carrillo Vázquez —fotógrafo del periódico El Nacional por casi 40 años— existe una imagen en la que se ve a Soledad Orozco enfundada en traje de tehuana, posando para la cámara junto a un grupo de mujeres con el mismo atuendo. No sonríe. Si se mira la foto con atención, se puede apreciar a su marido, Manuel Ávila Camacho, sentado en un sillón al fondo mientras atestigua la escena con indolencia.
Al googlear el nombre de Soledad Orozco, Wikipedia arroja esta descripción: “La Primera Dama se dedicó por entero a atender su hogar y a su marido, a quien cariñosamente llamaba ‘Manolo’. Doña Soledad asistía a casi todos los actos oficiales, acompañaba al presidente en las giras por los estados de la República y aparecía con frecuencia en la sección de sociales de los periódicos, vestida con finos trajes y cubierta de pieles que mucho le gustaban”.
Por la historia nacional no sólo han desfilado héroes y caudillos, también sus esposas, a pesar de que sus nombres rara vez se recuerdan. Ahí está Margarita Maza de Juárez, que se paseaba por los rincones de una vieja casona de Saltillo, preocupada por la suerte de su esposo; la inseparable Sarita, que siguió a Francisco I. Madero en su lucha contra la dictadura de Porfirio Díaz; o Martha Sahagún de Fox, que pasó de vocera a primera dama y, luego, a villana favorita de los reflectores mediáticos.
Durante años, las mujeres de los presidentes tuvieron un papel limitado en la esfera pública, relacionado además con funciones propias del matrimonio: el cuidado de los niños y su educación, la atención del hogar, el apoyo al marido. Tareas que fueron trasladadas a la figura de la primera dama, enfocada a labores de asistencia social y cuyo precedente fue esta- blecido por Virginia Salinas, esposa de Venustiano Carranza. En su libro La suerte de la consorte, publicado originalmente en 1999, Sara Sefchovich apunta cómo Virginia inició el trabajo que después harían todas las primeras damas del país. En varias imágenes de la época se observa cómo la cieneguense reparte regalos, comida y juguetes a soldados, niños y gente pobre.
Pero en México también hay primeras damas que no se mantuvieron a la sombra del poder. Sara Pérez Romero dejó la comodidad de su hogar en San Pedro de las Colonias, Coahuila, por una vida revolucionaria al lado de Madero. De hecho, cuando el autor de La sucesión presidencial estuvo encarcelado en Monterrey, Sarita vivió con él en prisión y consiguió la fianza —10,000 pesos, una cantidad considerable para la época— para sacar a Madero de la penitenciaría de San Luis Potosí.
La llamada “Primera Dama de la Revolución” no sólo acompañó a Madero en su lucha por la democracia, ella misma arengó a las tropas, fomentó los clubes antirreeleccionistas, organizó actos proselitistas, participó en las campañas militares y trabajó con la Cruz Blanca Neutral de la Humanidad, fundada por su amiga Elena Arizmendi. Su vitalidad social terminó, en forma abrupta, con el asesinato de su marido, en febrero de 1913.
Ha pasado más de un siglo desde que Sarita puso intelecto en su labor de primera dama. En el nuevo milenio hemos visto a mujeres con una amplia trayectoria profesional al lado del presidente en turno, incluso hubo quien fue candidata a la silla que ocupó su marido en Los Pinos. Este cambio no corresponde a una líder o heroína, se ha forjado desde abajo, por las mujeres que cada mañana se levantan para echar a andar la vida cotidiana, que está ahí, inamovible, atrás de la historia.