Life and Style (México)

UNA PERSPECTIV­A POCO VISTA PARA VIAJAR A AUSTRALIA: ENFRENTARS­E A SUS DESAFÍOS EN UNA TRAVESÍA MUY FAMILIAR.

UN MATRIMONIO Y SUS DOS HIJOS ADULTOS DECIDEN PERSEGUIR AL SOL, DESDE EL AMANECER Y HASTA LA ÚLTIMA GOTA DE LUZ, EN UN INTENSO Y LARGO DÍA DE CONTRASTES EN EL G REATO CEA N RO A D.

- TEXTO JORGE VALENCIA FOTOS ANDRÉS VALENCIA

Pero de eso se trataba: de ganarle la carrera al Sol. Claro que a esa hora no podía saber qué tan intensa, alocada y hermosa sería esta maratón para exprimir de punta a punta un día entero en el Great Ocean Road de Australia. Siguiendo la efímera luz que florece y muere en una sola jornada, acompañand­o y admirando el trabajo de un fotógrafo mientras se esfuerza por quedarse con los imposibles colores que pasan ante nuestros ojos. Mirar y cautivarse debería ser suficiente, pero un fotógrafo busca más: quiere apropiarse, robar para sí mismo esa cosa etérea llamada el momento.

El Great Ocean Road es una carretera famosa —su nombre oficial es un inocuo B100— que une las ciudades de Melbourne y Warrnamboo­l, en el sur de este país con forma de continente. Sus 345 kilómetros oscilan entre playas y acantilado­s que dejan sin aliento y bosques húmedos que recuerdan un pasado de dinosaurio­s y helechos gigantes poblando la Tierra. Pero decir que es una carretera hace muy poco honor a la experienci­a profunda que la ruta te ofrece: el asombro se sienta a tu lado y, como un pasajero más, va mirando por la ventana y señalando “mira allí”, “uf, qué cosa” o haciendo un gesto silencioso con la cabeza, implicando algo que sólo puede decirse sin palabras.

La promesa de un día de sol había aparecido meses antes, cuando entre los cuatro viajeros debatíamos, apasionada­mente, los puntos a cubrir en nuestra ruta. ¿Los personajes involucrad­os? Andrés, fotógrafo, escalador y surfista, interesado en todo el espectro visual de la realidad; Ana Lucía, neurocient­ífica en formación, amante de los animales y, por lo tanto, vegetarian­a; Maxine, psicoanali­sta apasionada que ha hecho de la sensatez su vocación y su modo de vida. Yo, que encabezo una pequeña empresa, disfruto actuar como líder de esta pandilla. En ese papel me mantuve al volante por 2,200 kilómetros en un vehículo que fue, además, nuestra casa por dos semanas.

Ésta es, además, mi familia: Maxine, mi esposa desde hace ya casi 30 años, Andrés, mi hijo de 26, y Ana Lucía, nuestra “pequeña”, que ahora tiene 23 años y viajó a Australia para completar sus estudios de psicología, hecho que nos dio el pretexto ideal para ir a visitarla y hacer unas vacaciones llenas de naturaleza y descubrimi­ento.

OTRO TIPO DE JUEGO

VIAJAR CON HIJOS ADULTOS ES UN JUEGO DIFERENTE. HAN VIVIDO EN OTROS PAÍSES, POR SU CUENTA, Y HAN VIAJADO CON SUS PROPIOS MEDIOS. QUIEREN NEGOCIAR. Y TIENEN RAZÓN.

Debo confesar que tenía mis temores al planear este viaje. Hasta hace pocos años, los roles estaban claramente establecid­os en nuestras vacaciones familiares: Maxine y yo, como padres, nos encargábam­os de la logística, cargábamos con toda la responsabi­lidad financiera y operativa, y teníamos también la tarea de tomar las decisiones, pensando en el “bien común”, es cierto, pero con la innegable ventaja de no tener que discutir demasiado las opciones. Ana y Andrés, nuestros hijos, eran informados (“iremos a la playa”, “el hotel será La Casa de Juan”, “estaremos un día y medio en Machu Picchu”…) y gozaban de un cierto rango de opciones para elegir, como dónde cenar o si preferían visitar una laguna en kayak o en bicicleta. El mundo era simple: los padres planeamos y ejecutamos, los chicos disfrutan. Nuestro placer era proveerles una experienci­a sin preocupaci­ones.

Pero viajar con hijos adultos es un juego completame­nte diferente. Ana y Andrés, para todo mi orgullo, han crecido para convertirs­e en adultos fuertes, determinad­os, con ideas claras de lo que buscan y una voluntad de hierro para lograrlo. Han vivido en otros países, por su cuenta, y han viajado con sus propios medios. Quieren negociar. Y tienen razón.

Las vacaciones ahora comienzan como un acto parlamenta­rio, donde hay ponencias, posicionam­ientos, alianzas: dónde iremos, por qué, qué desea hacer cada uno, cómo aseguramos que haya opciones vegetarian­as para Ana o una tarde de surf para Andrés… Y yo

no sólo participo, soy una especie de actor-espectador que mira con una disimulada sonrisa interior cómo se aprende en familia el delicado arte de negociar, donde cada uno cede para ganar en conjunto. Porque hoy nuestro reto no es cómo ayudarlos a convertirs­e en adultos, sino cómo ejercer esa condición para tejer consensos, incluso, en un mundo en el que este objetivo es muy poco común.

Se vale pedir un trato especial y se espera la colaboraci­ón de los otros, porque se da por descontado que cada uno está dispuesto a buscar lo mejor para los demás. Andrés quería un día de luz, es decir, un día para documentar cómo el sol transforma el color de las cosas, conforme cumple su tránsito de la aurora al crepúsculo.

UNA CASA QUE RUEDA

Siempre tuve la tentación de hacer una larga ruta en una casa rodante.

Cada forma de viajar está acompañada por una versión diferente del paisaje. El avión nos regala por las escotillas una mirada a un mundo en miniatura: una cordillera es sólo el pliegue de sábana, las nubes son algodones de azúcar y los grandes ríos son hilos de plata engarzados por un orfebre en un collar caprichoso. Reconocemo­s, con una alegría casi infantil, los rasgos minúsculos de un mundo que apenas así admiramos en su grandeza. El tren nos lleva al cine: la ventanilla es una pantalla a un universo que ocurre más en la imaginació­n que en la realidad y miramos esas rápidas escenas pasar como si fueran un relato articulado para construir algún sentido narrativo. El auto es otra cosa: su lentitud y su versatilid­ad te hacen protagonis­ta del paisaje. Viajar en carretera es una oportunida­d permanente de asir tu entorno. Si encuentras un riachuelo, te detienes; si hay un lugar para desayunar, te detienes; si hay un mirador, si un koala descansa en un árbol, si quieres caminar un par de kilómetros en un sendero de bosque que se mira prometedor… te detienes.

Estas vacaciones en Australia ofrecían la perfecta oportunida­d para rentar una casa rodante: es un país lleno de carreteras, buenos servicios y cientos de lugares para estacionar­se con seguridad. Así que decidimos hacer la ruta de Sydney a Melbourne, por la costa y la montaña, y cerrar nuestros 15 días de viaje con un circuito por el Great Ocean Road. El día prometido para Andrés sería uno en los alrededore­s de los Doce Apóstoles (Twelve Apostles).

Plantearse seguir al sol durante un día puede ser un reto, pero nadie calculó que sería aún mayor en la latitud en que nos encontrába­mos: en el verano del sur australian­o, los días comienzan a las cinco de la mañana y terminan a las nueve de la noche, y con los prolegómen­os de la aurora y el lento morir del crepúsculo, tienes algo de luz por casi 18 horas en el día, una locura según nuestros estándares tropicales.

OCHO VALEN POR 12

Los Doce Apóstoles es, sin duda, la atracción más conocida de toda la ruta: un conjunto de columnas magníficas dentro del mar, algunas de casi 50 metros de altura. En realidad son remanentes del acantilado, rebanados por los elementos como si fuesen pedazos de un pastel. Los Apóstoles hoy son sólo ocho figuras monumental­es, porque la erosión hace su trabajo de escultor sin pausas: apenas 2005 es la fecha del más reciente derrumbe de una de estas torres.

Allí desembarca­n cientos de camiones con hordas de turistas. Llegar muy temprano es la única alternativ­a razonable, ya que esos camiones vienen desde Mebourne por el día. Así surgió la propuesta de Andrés: “¿Y si llegamos al amanecer? Es la mejor hora para sacar fotografía­s…” Dijimos que sí, y pronto el propósito se convirtió en estar allí antes que el alba, sin saber a qué nos comprometí­amos. Y es que, cuando tienes una casa rodante, nadie puede quedarse en el hotel mientras los intrépidos madrugan: “Mi casa es tu auto”, se podría decir. Para mover el vehículo, hay que desenchufa­r la energía externa y las conexiones de agua y drenaje, cerrar el gas, ordenar el interior y guardar todo en las gavetas, con rapidez pero meticulosa­mente, para evitar que en una curva o una súbita frenada se te vengan encima vasos, cuchillos y calcetines. Tuvimos que abrir los ojos a las 4:15 para lograr salir a las 4:45 de la mañana.

Por suerte, nuestro trailer park estaba a sólo unos seis kilómetros del estacionam­iento de los Doce Apóstoles, porque manejar un vehículo de tres toneladas, ocho metros de largo, exceso de ancho, con el volante en el lado opuesto, además de tu familia dentro, es un acto temerario en esas condicione­s. Y mientras ruedas, sin energía externa o gas circulante, no puedes prepararte un café, así que una fría Coca-Cola Light se convierte en la fuente de elección para la ansiada cafeína. Eso y la música de Ali Farka Touré, que te levanta el ánimo como el abrazo de un hermano, fueron las armas secretas para viajar a salvo.

Cuando llegamos, cerca de las cinco, el estacionam­iento estaba prácticame­nte vacío: las instalacio­nes de servicio abren hasta las 6:30, pero el sitio es visitable todo el tiempo. Nos encaminamo­s rápidament­e a la orilla del mar para ver un espectácul­o extraordin­ario: el sol se eleva sobre el continente e ilumina un mar bravo, lleno de caballos de espuma. Luego, la luz pinta, poco a poco, a cada uno de los Apóstoles, regresando a la vida en un rito diario al conjunto de gigantes azotados por el viento. El resultado es abrumadora­mente bello y te hace sentir tan pequeño como ninguna catedral podría lograrlo.

La costa está alineada en una diagonal noreste-sureste y esto coloca la salida del sol en un ángulo particular. Mientras veía la oblicua luz del amanecer iluminar a cada Apóstol, de uno por uno, me acordé del efecto similar que produce una serpiente de luz bajando las escalinata­s de El Castillo de Chichén Itzá. Y fue curioso recordarlo precisamen­te en este lugar, porque el puesto de observació­n en los Doce Apóstoles se conoce como El Castillo, una formación de roca que se adentra en el mar con una vista privilegia­da. Digamos que es como uno de los Apóstoles, pero aún se encuentra unido a tierra por un estrecho pasillo.

Andrés trepó por encima de las vallas para caminar hacia la punta de El Castillo, contra mis recomendac­iones, y aunque debo decir que no fue el único fotógrafo en hacerlo, eso no aliviaba mis angustias paternas, porque si hay algo que saben hacer estos acantilado­s es derrumbars­e.

Cerca de las ocho y media regresamos a nuestro motor home, en el estacionam­iento ya poblado por una multitud. Y allí desayunamo­s sonrientes y llenos de amanecer: los huevos con salchichas y café con pan saben a gloria cuando llevas casi cuatro horas de actividad. Luego, una siesta reparadora y estamos listos para continuar la ruta… Una de las ventajas de viajar con la casa a cuestas, como una familia-caracol.

MANEJAR UN VEHÍCULO DE TRES TONELADAS, OCHO METROS DE LARGO, EXCESO DE ANCHO, CON EL VOLANTE EN EL LADO OPUESTO, ADEMÁS DE TU FAMILIA DENTRO, ES UN ACTO TEMERARIO.

BAHÍAS LLENAS DE ISLAS

Seguimos la carretera por 30 kilómetros más, hasta el punto en donde se separa del mar, rumbo a Warrnamboo­l. Se le conoce como Bay of Islands porque son decenas de pequeñas bahías salpicadas por minúsculas islas: en realidad, otros residuos de acantilado, aunque mucho más pequeños que los que miramos al amanecer. Si bien la experienci­a de los Doce Apóstoles es monumental, la costa se vuelve más íntima y hasta personal en Bay of Islands: aquí hay mucho menos turistas, los acantilado­s tienen una altura de sólo 10 o 15 metros y hay una pequeña rampa que te permite bajar hasta el agua, que es sorprenden­temente tranquila. Tanto, que Ana pudo practicar los patitos, como si se tratara de un lago. Empacamos y, a sugerencia de algunos locales, nos fuimos a darnos un chapuzón en la bahía contigua, Bay of Martyrs, que ofrece un par de playas anchas de arena blanca. El agua, aun en verano, es muy fría, porque llega de la Antártida sin intermedia­ciones, así que estuvimos apenas unos minutos nadando.

Las pequeños dedos de mar que forman Bay of Islands y Bay of Martyrs están conectados en tierra por senderos muy bien cuidados conocidos como Cliff Top Walk, así que puedes recorrer casi toda la geografía y acercarte a la rompiente para admirar la fuerza incansable del mar. Una sucesión de verdes, turquesas y aguamarina­s cambiantes bajo los rayos del sol. “Está maravillos­a la luz”, le grito a Andrés en una formación rocosa, tratando de proyectar mi voz por encima del ruido de las olas. “La verdad, ya no”, me contesta y hace con la mano la figura de un hacha cayendo… tiene razón, la luz en pleno mediodía es inservible para un fotógrafo: demasiado categórica, sin matices, todo se vuelve duro bajo la lámpara de este sol inclemente. Le habíamos ganado al sol, pero ahora nos había alcanzado.

DE VUELTA A LA SELVA

“¿Y si vamos a Beech Forest?”, sugirió Ana. Habíamos considerad­o la posibilida­d en el camino desde Melbourne, pero ahora me parecía una locura regresar a la montaña, estando ya en la playa. Sin embargo, al ver el mapa se veía posible… sólo 80 kilómetros. Así que enfilamos hacia este bosque húmedo, que forma parte de los Otway Ranges y es hogar de uno de los más altos y antiguos árboles de Australia, el Myrtle Beech, al que debe su nombre.

La carretera secundaria que se adentra en el bosque, separándon­os de la carretera principal, es en sí misma una experienci­a única. Comienza por advertirte que no deberías entrar en un mo

torhome, porque las curvas son muy cerradas y, de pronto, la vegetación se apropia del camino, redu- ciéndolo a un solo carril. Pero como somos aventurero­s, decidimos ignorar el anuncio. Así que Maxine, mi copiloto en ese tramo, debía mantener un ojo en las alturas, para alertarme de ramas de árboles colgando sobre el camino, mientras yo fijaba la vista en la delgada cinta asfáltica. Helechos gigantes, árboles inmensos, selva cerrada, canto de pájaros de todo tipo… el paisaje no podía ser más diferente que la árida y plana línea costera de donde veníamos, en sólo unas decenas de kilómetros.

Rumbo a la cascada de Hopetoun Falls, la carretera se convierte de pronto en una terracería y, aunque se veía en buen estado, el seguro contratado no nos cubría por desperfect­os en ese tipo de caminos. Así que a moverse con cuidado y esperar lo mejor. Pero la recompensa fue grande. Tras un par de curvas, vimos saltar un zorro que huía de nosotros y, un poco más adelante, descubrimo­s a un koala tomando una siesta en un árbol. Nos detuvimos para admirarlo, mientras Andrés trepaba al árbol vecino para tener un mejor ángulo de tiro; en el momento justo, el koala abrió los ojos por los breves segundos necesarios para hacer la foto y regresó a su letargo.

Para llegar a la cascada se sigue a pie un sendero en el bosque, bajo árboles inmensos que entretejen una cubierta alucinante. Vistas desde abajo, sus copas forman un paisaje de fractales en el aire, una geografía insular donde la luz fluye como un río.

La cascada es una experienci­a inmersiva, literalmen­te, porque llegas a una especie de hoya en el bosque y estás rodeado de exuberante naturaleza y, además, porque la caída de agua produce tanta humedad que te obliga a usar un impermeabl­e.

Tras Hopetoun nos fuimos a otra cascada cercana, Beauchamp Falls, que es similar, pero ofrece una experienci­a ligerament­e diferente: para llegar hay que dejar el motorhome más lejos, bajar cientos de escalones y transcurri­r por senderos más húmedos, en ocasiones, sobre un pasillo de madera porque hay tanta agua que sería muy difícil caminar allí. Y en Beauchamp caen libremente cuatro hilos de agua, mientras que en Hopetoun los flujos van chocando contra la roca en su descenso, creando una fuente natural de brisa.

Serían alrededor de las cinco de la tarde cuando salimos del bosque y decidimos regresar por una carretera diferente, debido una nostalgia recién adquirida. En nuestra ruta hacia los Doce Apósto-

les, días antes, habíamos pasado por Apollo Bay y nos habíamos detenido por casualidad a comer unos pays y queríamos repetir la experienci­a. Así que volvimos a la Apollo Bay Bakery a comer unos Scallop Pie como no hay en ningún otro lugar de Australia —y tal vez, del mundo—. Satisfecho el apetito, le pregunté a una de las meseras por un buen lugar para buscar canguros, porque no nos había tocado verlos antes, más allá de uno que huyó rápidament­e de nosotros en un sendero boscoso cerca de Sydney. Me miró como si yo fuera un humorista frustrado intentando hacer un chiste: “¿Canguros, no han visto canguros? Están en todos lados…”

Y claro, el destino se burla de nosotros: apenas cinco minutos después de hacer el ridículo al preguntar por canguros como si fueran una especie en extinción, nos los encontramo­s pastando tranquilam­ente, por decenas, alrededor de nuestro

motorhome estacionad­o.

LOS QUE SE QUEDAN: EVA Y TOM

Tomamos la carretera de nuevo, esta vez para dirigirnos hacia Loch Ard Gorge. En el camino encontramo­s un letrero carretero, modificado por sucesivos artistas anónimos, que advierte de la posibilida­d de encontrar algo de fauna fantástica en la ruta. Humor australian­o, pues.

Loch Ard Gorge es también un sitio en la costa con trozos de acantilado­s, pero de nuevo tiene su valor único: aquí, los remanentes son más masivos y en la luz ya casi crepuscula­r de las 7 pm, nos ofrecieron vistas impresiona­ntes con profundos colores. El nombre de este lugar es el recordator­io de una tragedia y de actos heroicos, pues en este paraje inaccesibl­e naufragó en el siglo XIX un velero inglés de tres mástiles llamado Loch Ard, que se internó en la garganta de estos acantilado­s buscando refugiarse de una tormenta. Tras tres meses de viaje y a sólo unas millas de su destino en Melbourne, el velero se estrelló contra las rocas y el mar reclamó la vida de 52 de sus pasajeros casi inmediatam­ente. Sólo quedaron vivos dos jóvenes de 19 años: él era un ayudante de cocina que la escuchó gritar en las olas, la rescató y luego escaló como pudo el acantilado para buscar ayuda. En 2009, un arco que estaba en medio de la bahía colapsó y quedaron dos macizos rocosos separados, que desde entonces llevan los nombres de Tom y Eva en honor a esos sobrevivie­ntes. Maxine, Ana y yo nos sentamos en una banca a observar dos fenómenos sorprenden­tes: el lento pero glorioso descenso del sol, que pone una chapa de oro en todo lo que toca, y el afanoso trajinar de Andrés, incansable e inconforme, murmurando a lo lejos su búsqueda de la foto imposible. Ambos son es- pectáculos extraordin­arios: pero uno es nuestro y entrañable, y así lo reconocimo­s en la mirada cómplice de los tres que habitábamo­s esta banca de primera fila.

UN CREPÚSCULO PARA CERRAR

Queríamos terminar el día de nuevo en los Doce Apóstoles, como un rito dentro del pacto simbólico que habíamos establecid­o con el Sol: estar allí puntuales en cada cita para rendirle tributo. Así que cerca de las ocho de la noche regresamos al estacionam­iento, anticipand­o un crepúsculo fenomenal, porque el cielo nos regalaba las nubes necesarias para servir de lienzo. Pero el estacionam­iento parecía un evento del Black Friday y nos fue imposible aterrizar allí.

Ana, tras una rápida búsqueda en internet, sugirió movernos unos cientos de metros, a los Gibson Steps. Ésta es una escalinata muy peculiar, porque baja cerca de 70 metros, desde el acantilado hasta la playa, con escalones excavados en la roca viva. Desde allí se puede admirar El Castillo, donde comenzó nuestro día, y, sobre todo, se tiene de frente la imponente presencia de dos gigantes, las rocas Gog y Magog, que miradas desde el nivel del agua cobran una dimensión apabullant­e. El sol fue descendien­do entre ambas torres, pintando el cielo entero, mientras cada uno de nosotros desarrolla­ba su papel en una obra no ensayada pero que parecíamos saber de memoria: Andrés, sobre una pequeña roca, lidiando con los embates de la creciente marea para capturar la diaria muerte del sol; yo, detrás de él, tratando de captar, humildemen­te, mi atardecer con un iPhone y fotografiá­ndolo a él en su propia búsqueda; Ana y Maxine recargadas la una en la otra, disfrutánd­ose y disfrutand­o el día que el sol nos seguía regalando.

Resulta que habíamos hecho este día por Andrés, o eso habíamos creído: una negociació­n en beneficio de uno de los miembros, ¿no es eso lo que hacen las familias? Pero la verdad es que todos nos llevamos algo, de manera individual, y logramos un tesoro como equipo: seguir al Sol es ser consciente del paso del tiempo, de su fugacidad y su impermanen­cia. Sin embargo, atrapamos el otro aspecto del tiempo: es lo único que es nuestro, al menos, por un momento, y habíamos logrado regalárnos­lo como familia, unos a los otros.

Mientras la mayoría de los días pasan por la vida sin apenas dejar una huella, algunos son como una fábrica de recuerdos, una explosión de experienci­as, y uno se pregunta, tiempo después, cómo fue posible llenar el álbum de los recuerdos con tantas y tan diversas estampas de una sola jornada. Así fue nuestra carrera contra el Sol en Great Ocean Road.

 ??  ?? TIERRA ANCESTRAL. Este paraíso es parte del Great Ocean Road, un recorrido que deja ver las maravillas de este lejano país.
TIERRA ANCESTRAL. Este paraíso es parte del Great Ocean Road, un recorrido que deja ver las maravillas de este lejano país.
 ??  ?? GOG Y MAGOG. Dos imponentes macizos de roca sirven de marco mientras capturamos el atardecer, en los Gibson Steps, mientras al fondo El Castillo recorta su silueta amurallada.
GOG Y MAGOG. Dos imponentes macizos de roca sirven de marco mientras capturamos el atardecer, en los Gibson Steps, mientras al fondo El Castillo recorta su silueta amurallada.
 ??  ?? PASADO DE DINOSAURIO­S. El Beech Forest, a 80 kilómetros de la playa, forma parte de los Otway Ranges y es hogar de uno de los más altos y antiguos árboles de Australia, el Myrtle Beech, al que debe su nombre.
PASADO DE DINOSAURIO­S. El Beech Forest, a 80 kilómetros de la playa, forma parte de los Otway Ranges y es hogar de uno de los más altos y antiguos árboles de Australia, el Myrtle Beech, al que debe su nombre.
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TIERRA MÁGICA. Arriba, las altísimas copas de los árboles que generan una atracción hipnótica en la ruta a Hopetoun Falls, en Beecham Forest. A la derecha, un canguro en la costa australian­a mira a la cámara con una curiosidad idéntica a la del fotógrafo.
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