LUCHA DE CLASES
Me entró una furia después de fin de año y empecé a buscar en La Habana una casa para comprar. La ciudad se divide en gente que quiere comprar casas y gente que quiere vender. La gente que quiere vender está huyendo de algo, y la gente que quiere comprar está pagando esa huida.
Yo creo que siempre pertenecí, en los siete años bíblicos que viví aquí de corrido, al grupo de la gente que quería vender. Pero pertenecí, por estirpe, y si se quiere, incluso, por destino, pues yo no tenía nada que venderle a nadie, salvo una fuga que nadie quiso comprar, ya que cada quien tenía la suya, y que luego terminé utilizando yo mismo.
Me fui a la Ciudad de México, escribí un libro de crónicas y una novela, publiqué en periódicos. No es que actualmente gane mucho dinero, desde luego. Es que en Cuba ganaba tan poco (y dentro de los estándares de Cuba, ganaba bien) que un artículo de hoy equivale al salario de dos meses de entonces.
Cambio de bando. Ahora se dicen cosas distintas alrededor mío cuando visito el país, como que hay que comprarse ya mismo una casa en La Habana. Antes de irme lo único que escuchaba era que había que venderlo todo a la menor oportunidad y largarse para donde fuera.
La gente que vende está intentando enterrar su pasado, la gente que compra busca posicionarse barato para un momento hasta ahora improbable: la hora en que la balanza capitalista ponga el precio estándar occidental a propiedades que, por lo pronto, cuestan 20 o 30,000 dólares, y que, sin el peso crepuscular del castrismo cayéndoles encima, deberían subir a 80 o a 100,000 mil cómodamente.
Entre ese fuego cruzado visité un apartamento en Centro Habana, específicamente, en Águila y Concordia, pero el inmueble estaba inclinado y húmedo y parecía recortado por una tijera nerviosa, es decir, geométricamente ningún espacio se entendía bien, como una ecuación mal calculada.
Recién graduado de la universidad, yo había vivido muy cerca de allí, en un edificio de Neptuno y Escobar. Tenía en el balcón de arriba una vieja loca que cantaba boleros de María Teresa Vera y también ratones pendencieros que salían de noche a comerse el pan de las bolsas que colgaban detrás del refrigerador.
También pasé por delante de un apartamento en F y 3ra, Vedado, justo frente a la residencia estudiantil donde viví cinco años. Pero ahí no entré. Me conocía ese barrio de me- moria. La calle es oscura, tiene mala vibra y en verdad le pertenece al mar. La cuadra colapsa con cada inundación de frente frío.
Luego fui a dos casas más, pero ésas ya costaban mucho y ni de cerca podía entrar en lidia, no digamos, comprarlas. Inmediatamente, sin ningún malestar secundario, la furia se me pasó. ¿Por qué creía yo que pertenecía al bando de la gente que podía comprar casas, cuando, evidentemente, seguía perteneciendo al bando de la gente que quiere vender, o al bando de la gente que quiere comprar y no puede, o al bando de la gente que apenas podría comprar lo que nadie quiere comprar y lo que nadie puede nunca vender?
Te van a hacer los mil cuentos luminosos o terribles de La Habana de la fiesta y el hambre, pero ese querer y no poder de su gente, que se acercan cordiales, se tocan animosamente, se hablan con afecto y, anhelándolo tanto ambas partes, no pueden finalmente completar ninguna transacción; ese nudo apretado, la desesperada trabazón de aspiraciones viscosas que nadan en un mar que, más que mar, es un charco, un caldo sucio de brazos y piernas que patalean con coraje, pero que no tienen ya cuerpo que salvar del naufragio ni ninguna orilla tampoco en la que depositarlo; esa, en fin, imposibilidad de ponerse materialmente de acuerdo entre gente que quisiera entenderse desde el corazón, es la lluvia de desgracia que sigue cayendo sobre las cabezas inermes de los habaneros. Y es estrictamente eso, lo que explica la parálisis muscular del tiempo en la ciudad.
De hecho, la propietaria del apartamento de Águila y Concordia ni siquiera fue demasiado elocuente mientras recorríamos los espacios de su antro, como si supiera que no había posibilidad de que algún día su casa se pudiera vender, aun cuando su deber fuera intentar venderla a toda costa, hasta que apareciera algún despistado. Y tenía razón, ésa es una de las leyes primeras de la supervivencia en La Habana: si se tiene paciencia, algún despistado siempre aparece.
Algo baja del cielo, alguien toca a tu puerta. El pájaro canta desde la jaula para que otro caiga junto con él.
Con menos de 30 años de edad, Carlos es una de las voces que definen el panorama de la literatura latinoamericana contemporánea. Recientemente publicó su primera novela Los caídos (Sexto Piso).
¿POR QUÉ CREÍA YO QUE PERTENECÍA AL BANDO DE LA GENTE QUE PODÍA COMPRAR CASAS?