Life and Style (México)

ARATA ISOZAKI

El ganador del Premio Pritzker 2019 es pionero de una arquitectu­ra multicultu­ral, llamada a derribar fronteras con el poder de su sensibilid­ad.

- Texto: Doménica Díaz

Su visión va más allá de la arquitectu­ra para plantear interrogan­tes que trasciende­n épocas y fronteras, sentenció el jurado del Pritzker cuando anunció, este año, a Arata Isozaki como el ganador del máximo galardón de esta disciplina en el mundo. Es un reconocimi­ento apropiado para el constructo­r que, a medio camino entre Oriente y Occidente, ha proyectado una obra de estética global.

Isozaki nació en 1931 en Õita, situada cerca de las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, que en 1945 fueron destruidas por el impacto de dos bombas atómicas. Desde los primeros esfuerzos para reconstrui­r el país, el arquitecto comprendió que en el diálogo entre las tradicione­s locales y la inminente identidad cosmopolit­a de sus grandes ciudades, se escondía la fórmula para reinventar a toda una nación.

Sus primeros proyectos transforma­ron el paisaje de su ciudad natal —en donde creó el Colegio de Médicos de Õita, en 1960, y la Biblioteca de Õita, en 1972— y rápidament­e se convirtió en uno de los primeros arquitecto­s japoneses en construir fuera de su país, enriquecie­ndo los códigos occidental­es con su identidad nipona.

Desde el principio, su carrera estuvo inspirada en los viajes que emprendió alrededor del mundo, con el objetivo de empaparse de cánones, ideas y paisajes para erigir una narrativa propia, basada en el entendimie­nto profundo

de la historia, la cultura y las necesidade­s de cada país. Por eso, el trabajo de Arata Isozaki pasa por distintos estilos. Más que anclar el total de su obra a los mismos tópicos identitari­os, el arquitecto ha procurado dar con el enfoque adecuado para cada sitio. “Sus edificios podrían parecer simples, pero están cargados de teoría y sentido”, continúa el jurado del Pritzker. “Sus soluciones integrales reflejan una profunda sensibilid­ad frente a las necesidade­s ambientale­s y sociales específica­s”.

Ejemplo de su curiosidad multicultu­ral, el Palau Sant Jordi, erigido en Barcelona entre 1983 y 1990 con motivo de los Juegos Olímpicos de 1992, demuestra su capacidad de adaptación. El espacio que se extiende, parcialmen­te, bajo el suelo para no robar la atención de la montaña de Montjuic, presume una distintiva cúpula inspirada en las técnicas tradiciona­les de construcci­ón catalanas, sostenida sobre una fascia ondulada que hace referencia a los templos budistas.

Uno de sus proyectos más recientes, el Centro Nacional de Convencion­es de Catar, construido en 2011, soporta su techo con dos enormes columnas que adoptan la forma del árbol de sidra y se entrelazan entre sí. Además de su innegable valor estético, todo en este lugar es simbólico: el árbol, que desde hace miles de años ha sido lugar de reunión y refugio para los beduinos que cruzan el desierto, ha recuperado, en las calles del norte de Doha, su vocación como punto de encuentro.

En 2019, el Pritzker otorgó su reconocimi­ento número 46 al optimismo de quien —con más de una centena de proyectos a lo largo de América, Europa, Asia y Oceanía— ha demostrado que la arquitectu­ra sirve para unir.

Nacido en Õita, Japón, en 1931, es el octavo japonés en recibir el Premio Pritzker de Arquitectu­ra. Abajo, izq.: Nara Centennial Hall, en Nara, Japón. Abajo, der.: Auditorio del Centro Nacional de Convencion­es de Catar en Doha, Catar.

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