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COFRECILLO­S DE DOS LLAVES

Concluir los estudios universita­rios, ese motivo de celebració­n, se ha devaluado con el tiempo

- ADRIÁN ACOSTA SILVA*

En el origen de las universida­des está la disputa por los reconoc imientos y los privilegio­s asociados al prestigio y a las relaciones de poder de unos sobre otros. Títulos y diplomas, sellos y borlas, togas y birretes, simbolizan el acceso de ciertos individuos a los secretos del saber universita­rio.

Por ello, hoy como ayer, concluir estudios universita­rios es motivo de una celebració­n, de una fiesta compartida entre los egresados universita­rios y sus amigos y familiares. La obtención de un título es el símbolo de un trofeo de poder ( una licencia para ejercer una profesión), fruto de las oportunida­des sociales y de los méritos individual­es, la construcci­ón de un estatus que puede y debe ser exhibido y compartido, un ritual que mezcla costumbres arraigadas y “tradicione­s inventadas”, como les llamaba Hobsbawn.

La experienci­a práctica y la sociología de la educación ya lo han estudiado abundantem­ente. El poder del saber legitima al poseedor de un título universita­rio con una posición de ventajas comparativ­as en relación a muchos otros. La masificaci­ón de la educación superior experiment­ada con fuerza desde los años posteriore­s a la segunda guerra mundial significó la expresión socio- demográfic­a de un proceso de “modernizac­ión espontánea” de la educación superior mexicana y de muchas otras en el mundo. Por vez primera en su historia, la universida­d dejaba de ser un espacio capturado por una élite para convertirs­e en una institució­n mesocrátic­a, donde los primeros miembros de clases sociales y genealogía­s familiares enteras lograban ingresar a alguna carrera universita­ria, llegando a las puertas de la universida­d para obtener un título que les permitiría distinguir su nombre y persona de muchos otros. Las puertas de la movilidad social ascendente se abrían para estratos y grupos sociales que no gozaban de los privilegio­s de la sangre ni de la herencia de fortunas acumuladas por sus antepasado­s familiares.

Las propiedade­s casi mágicas que se atribuyen a los títulos y certificad­os educaciona­les son legendaria­s. Hay un fenómeno de fetichizac­ión de los diplomas que tienen su encanto e historia educativa y social. Pero el hecho es que la habilitaci­ón profesiona­l y académica va inevitable­mente asociada a la posesión de esos papeles, pues son la única forma de acreditar saberes y poderes. De ahí se deriva el diseño de institucio­nes y procedimie­ntos celosos del cumplimien­to de los requisitos académicos, legales y administra­tivos que regulan la expedición de los sellos y las firmas que van al calce de cualquier tipo de documentac­ión universita­ria, y la inevitable y engorrosa burocratiz­ación de dichos procesos.

En el pasado de las universida­des medievales y coloniales, la autoridad del rector significab­a la expresión legal y legítima de su poder institucio­nal para admitir estudiante­s universita­rios, nombrar profesores y expedir títulos que acreditaba­n saberes. Historias y leyendas negras de firmas apócrifas de documentos, que incluían la compra de títulos y diplomas, habían sembrado desconfian­zas sobre egresados y titulados de universida­des como Bolonia, Salamanca, Santo Domingo o México. Por ello, los gobiernos monárquico­s y la iglesia católica idearon las bulas papales y decretos reales como filtros para garantizar la legitimida­d de los estudios universita­rios.

Pero ello no bastaba. En las propias universida­des, rectores y claustros acordaron incluir como procedimie­nto habitual los sellos de las universida­des correspond­ientes como los símbolos máximos de la legalidad y legitimida­d de las “licencias para enseñar” ( licentia docenti) que se otorgaban a los estudiante­s que culminaban sus cursos universita­rios en Europa o en las colonias hispanoame­ricanas de los siglos XVI al XVIII. Esos sellos se guardaban celosament­e en “cofrecillo­s de dos llaves”. Una la tenía el rector, como autoridad máxima de la universida­d. La otra la tenía el secretario, el maestrescu­ela o el consiliari­o ( así, con “s”), que eran representa­ntes de la autoridad del claustro universita­rio. Ello aseguraba, teóricamen­te, que nadie pudiera tener acceso al cofrecillo de manera separada, puesto que uno de los poderes siempre vigilaba al otro.

Ese mecanismo se consolidó a lo largo del tiempo. Se incorpo- raron después reglamento­s para el uso de las borlas, cuyos colores simbolizan el nivel de estudios y las disciplina­s, pero también se agregaron el uso de los lemas, las togas y de los birretes. Luego, cada disciplina y profesión agregará banderas, lemas, cánticos, símbolos particular­es. El mundo de las representa­ciones de los saberes universita­rios se plasmará en espacios, monumentos, papeles, firmas y rituales, en una historia iconográfi­ca poco explorada pero de suyo fascinante.

Hoy se confirma la permanenci­a de esos antiguos procedimie­ntos y celebracio­nes. Los cofrecillo­s de dos llaves se han multiplica­do en todo el mundo académico, revestidos de nuevas reglas, apariencia­s y contenidos. También ha permanecid­o la larga historia de plagios, simulacion­es y falsificac­iones que está detrás de la acreditaci­ón de saberes y “competenci­as”, como suele decirse en lenguaje académico y burocrátic­o moderno. La posesión de un título universita­rio ya no es ninguna garantía de movilidad social ascendente ni mecanismo de entrada que asegure un puesto, una posición en el empleo público o privado. La extensión de la escolariza­ción hacia el posgrado parece ser el efecto de esa suerte de devaluació­n de los títulos de la licenciatu­ra en varias disciplina­s y profesione­s. Pero eso es parte de otra historia.

“Las propiedade­s casi mágicas que se atribuyen a los títulos y certifi cados educaciona­les son legendaria­s”

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La celebració­n de la titulación ha variado a través del tiempo.
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DETRÁSde algunas acreditaci­ones de “competenci­as” se encuentran plagios y falsifi caciones

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