JOSÉ LUIS CUEVAS, EL RENACIDO
José Luis dibuja en cada hoja de cada hora una risa como un aullido desde el fondo del tiempo desde el fondo del niño cada día José Luis dibuja nuestra herida Octavio Paz, Totalidad y fragmento
Respetando el temor que dijo tenerle siempre, la muerte de José Luis Cuevas llegó en sordina, pesarosa, oculta en una quietud extraña.
La muerte respeta vidas como la de José Luis.
Lo recuerdo en Culiacán. Era un mediodía de mayo de 1984. Sentado, ocupando la mesa rectangular de mí casa, en una actitud posesiva, egoísta, como si la abrazara. Nadie de los presentes se sienta a su lado. Con el brazo izquierdo, formando un ángulo recto, soportaba su cuerpo inclinado hacia el frente, una gruesa muñequera de piel en su brazo derecho parecía darle más fuerza a su mano, que batía un pliego tras otro sin pausa ni descanso. Una viñeta, una frase, su firma, Una viñeta, una frase, su firma.
No eran movimientos suaves. Parecían los de un centurión romano en la alegría feroz del combate. En silencio, los huéspedes convertidos en espectadores vemos al Cuevas descrito por Monsiváis en
Días de Guardar: “Cuevas es una leyenda, un mito, una actitud despectiva, una conducta ofensiva, un sitio inalcanzable, una referencia común. Ya no se le descubre. Trascendió la aceptación”, escribió el recordado polígrafo.
Ahí está a sus 50 años exactos, con la pluma de tinta china en sus dedos en un performance efímero; el pelo castaño, largo cayendo en rama sobre su cuello, ya marcado con tenues manchas blancas en sus parietales; sus finos labios apretados, armonizando con el vigor de su mirada felina y la fuerza de su mano sobre el papel; Cuevas se interrumpe para hacer un comentario que provoca sonrisas en sus perplejos espectadores.
Cuevas en su tinta y su papel; es visto y admirado por una veintena de universitarios. No asisten a un acto de creación elevada; pero sí les toca observar cómo el artista generoso dibuja sus “ganchos” y sus “garfios” con rapidez y destreza fantástica.
Cuevas es difícil de describir en un momento así, dibujando, rubricando carteles y libros y de visita en una casa de Las Quintas en Culiacán, provocando el gozo de una familia de universitarios. Es como trivializar a quien ha creado monstruos, a quien “acuchilla, apuñala traspasa abrasa calcina”
con la pluma, el lápiz y el pincel, y ha creado una obra grandiosa.
Pero él tenía que saber que para nosotros era un momento único; guardaríamos para siempre en nuestra memoria aquel gesto humano, generoso, a la altura de su propia munificencia como artista.
Estamos frente al mito. Hace poco más de una década sacudió la vida cultural del país. Acuñó la frase de México, “el país de la cortina de nopal” en su irreverente actitud frente al muralismo mexicano entonces intocado, oficialmente sacralizado y bendecido. Que un artista joven desafiara al establish
ment artístico nacional no era común en el México de los 50 y 60, años en los que Cuevas se abre paso a espadazos de talento y de genio, de dibujos grotescos, temperamentales, desafiantes, obscenos, a golpes de publicidad ejecutada con maestría veterana y es un joven que apenas rebasa los 34 años.
Todo lo hace en un clima político adverso porque su reto es al sistema que detenta las estructuras culturales y artísticas y los medios de comunicación. Lo hace en la cuerda colgante del riesgo, abriéndole paso a las nuevas generaciones de artistas, incapaces de hacer lo que él hace: embestir al muralismo y señalar lo que él cree que es un arte inocuo.
Un reportero le pregunta sobre Siqueiros; él contesta: “En el caso de Siqueiros, el político ha vencido al pintor”. Además, de los muralistas ha dicho ya, “son ineptos y dogmáticos”. Tiempo después de aquel encuentro en Culiacán, José Luis Cuevas recibió de la Universidad Autónoma de Sinaloa el grado de Doctor Honoris Causa.
En los años noventa, elaboró para la portada de la revista Intermedios de RTC, una pintura que aún conservo. Nos encontramos otras veces en Xalapa en eventos de la Universidad Veracruzana; en su casa de San Ángel se conversaba con el artista y con el ser humano sensacional y polivalente que era.
No digo nada nuevo: José Luis Cuevas no sólo era un artista, un escultor y un pintor excepcional. Era una persona extraordinariamente inteligente. Creativo e imaginativo — que no son la misma cosa—; especialista en inventar historias sobre sí mismo, las contaba y las escribía de manera formidable. Muchos de sus textos aparecieron como crónicas o memorias personales, pero gran parte de ellas están salpicadas de ficción literaria.
Su sensibilidad y su buen oído le permitían imitar la voz y los gestos de todos sus amigos de la “mafia” con una perfección inaudita y, por supuesto, delataba un fino sentido del humor y una simpatía asombrosa. No resulta extraño que donde estaba atraía la atención de los que lo rodeaban. Sus movimientos eran siempre cuidadosos, lentos: todo en él podía pensarse que era actuación. Pero no, Cuevas vencía a Cuevas.
Lo escuché decir muchas veces en público que se tomaba una fotografía diaria para ver cuánto envejecía. Creo yo que era más su temor al envejecimiento que a la muerte. Lo que le angustiaba era envejecer. Le encontró tanto placer a la vida, que este placer lo transformó en sufrimiento. Nacía y moría cada día. Era un renacido. En 1985 ya lo expresaba: “Muero cada día. No hay nada nuevo en ello. He visto de cerca la muerte y me atemorizo. Si debo confesar aversión al dejar de ser, al misterio, a ese grito sin eco que es la muerte… Veo la muerte en todo, me hace señas, pero no me fija fecha. El “cuando” es lo que me desespera”. ( Gato Macho. FCE, 1994).
Cuando escribió lo anterior tenía, según su biografía, 51 años. Según su hermano, 54.