LA LECTURA DE LIBROS, ¿ UN VICIO IMPUNE?
Al realmente experimentar el placer inmersivo de un cuento, novela o poema, ser lector se convierte en una forma vida irrenunciable
Cuando ya hemos disfrutado de algo, vivir sin ello es posible, pero no recomendable. Más aún: es posible, pero nos resulta inaceptable. Es difícil vivir sin un bien que ya se ha experimentado, pues sentimos que su carencia nos torna incompletos. Es el caso de ciertos manjares, de acuerdo con nuestros particulares gustos, pero también los casos del cine, la música, el teatro, la danza, la pintura, las artes en general, y la lectura de libros en particular. Cuando ya hemos gozado la lectura de un libro, especialmente intenso, particularmente conmovedor o perturbador, no nos conformamos con ese único libro y deseamos leer otros, para volver a vivir esa experiencia. Es el caso, por ejemplo, de nuestro descubrimiento de Crimen y castigo, de Dostoievski; Guerra y paz, de Tolstoi, o Por el camino de Swann, de Proust. Todo lo cual es prueba de que las cosas que se disfrutan, que nos atrapan por su interés y por el placer que nos regalan, se vuelven vicio, en el mejor y en el peor sentido, y de ello es responsable el gozo inteligente. Únicamente los masoquistas, en un sentido patológico, desean experimentar una y otra vez las cosas que les causan dolor, pero es que incluso, en tal caso ( y esto lo explica muy bien la psicología), en el masoquismo hay una especie de recompensa placentera en el sufrimiento, una manera torcida, inversa, de “gozar”: la afición por el dolor y la repugnancia. Esto le da la razón indiscutible a Pascal cuando afirma que “todos buscamos la felicidad, incluidos los que se ahorcan”.
Por supuesto, la felicidad de un lector no se equipara con la felicidad de un suicida, aunque concluir la lectura de un libro sea, a la vez, vivir un poco más y morir otro tanto. El lector de libros lee uno tras otro, y no encuentra saciedad, porque su gozo es seguir leyendo. El suicida, en cambio, busca la felicidad que supone encontrará en la muerte para ya no seguir sufriendo. Si pudiera saber que hay vida después de la muerte, exactamente igual a la que pretende dejar al momento de matarse, probablemente lo pensaría dos veces antes de colgarse.
El auténtico lector, al igual que el amante, no tiene saciedad porque su pasión muere y se renueva a cada momento. Quizá se equivocó el escritor francés Valéry Larbaud ( 18811957) cuando acuñó su famosa frase “la lectura, ese vicio impune”. ¿ Es un vicio impune la lectura? No lo parece del todo. Al menos Unamuno rebate a Larbaud. En Cómo se hace
una novela, escribe: “Y leía los libros que me caían al azar en las manos, sin plan ni concierto, para satisfacer ese terrible vicio de la lectura, el vicio impune del que habla Valéry Larbaud. Impune. ¡ Vamos! ¡ Y qué sabroso castigo! El vicio de la lectura lleva el castigo de muerte continua”.
Razón de sobra tiene Unamuno al cuestionar a Larbaud. No hay tal impunidad en la lectura; hay una muerte continua, como bien señala el escritor español: porque con cada libro concluido, morimos, y sólo nos revive una nueva lectura. Nuestro castigo, pero castigo grato ( sin llegar al masoquismo), es no saciarnos jamás, porque el día que nos saciemos será porque hemos muerto del todo, ya que no hay otra forma de que un lector, un verdadero lector ( uno de veras picado por la avispa de la lectura), siga vivo y deje de serlo. Un lector, alguien que se ya se ha hecho lector, no tiene remisión en su ejercicio, en su obsesión. Ningún auténtico lector ha renunciado jamás a la lectura, pues quien renuncia a ella es porque jamás fue realmente lector.
Ser lector de libros ( y enfatizo la expresión “de libros”, porque hay quienes únicamente leen el WhatsApp) es asunto que corresponde a una forma de vida a la que no se renuncia. Siendo un vicio, no impune pero sí benéfico, es imposible dejarlo cuando ya se han conocido y experimentado sus efectos adictivos. Su mecanismo de propagación es similar al de los virus, con la diferencia de que para la lectura no hay antivirales. Si la televisión o internet llegan a constituirse en bloqueadores de la lectura para alguien que se considera lector, quiere esto decir que el supuesto lector jamás estuvo bajo los efectos del virus: tuvo un simple catarro que lo llevó a leer algunos libros ( sin ninguna consecuencia), pero no cayó realmente en las garras placenteras del vicio de leer. En otras palabras, como escribió Gabriel Zaid, en una frase ya célebre: al igual que el que no se hizo fumador porque nunca “le dio el golpe” al cigarrillo, nuestro falso o fallido lector nunca “les dio el golpe” a los libros.
Y es que ( cito nuevamente a Zaid) “leer no es deletrear, ni arrastrarse sobre la superficie de un mural que no se llega a ver de golpe. Más allá del alfabeto, del párrafo, del artículo breve que todavía se llega a ver como totalidad, muchos lectores no han salido del analfabetismo funcional con respecto a los libros”. Y lo peor del caso es que algunos incluso lo presumen y están orgullosísimos de ello.
Por supuesto, leer libros, al igual que realizar otras acciones, es un asunto individual, más allá de que sea también un ideal social para construir un mundo más inteligente, menos fiero; más sensato, menos necio. Y, en lo individual, habrá quien diga que podemos renunciar a lo que sea sin que necesariamente se caiga el mundo. Es cierto, pero no tan cierto. Esto lo dicen, para no dar su brazo a torcer, los amantes desengañados, cuando aceptan que deben resignarse a ya no vivir con la persona amada, sea porque ésta los ha sacado de su vida o porque, simple y sencillamente, la vida en común ya no es posible.
En su célebre bolero Total ( 1959), el compositor cubano Ricardo García Perdomo nos ofrece la fórmula de la resignación, oponiendo, ¡ asombrosamente!, la racionalidad, a la emoción, cuando dice: “Viví sin conocerte; puedo vivir sin ti”. Es declaración de “ardido” y falso consuelo de desconsolado. No puede ser lo mismo vivir sin conocer algo, es decir ignorándolo, que vivir sin lo que ya se ha conocido y luego se pierde. No es lo mismo, aunque parezca lo mismo.