Milenio - Campus

Paul Auster y la vida sin internet

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Pongamos un ejemplo extremo ( más extremo que el amor sexual) que es válido para mucha gente en la actualidad. ¿ Se puede vivir hoy sin internet? ¡ Cuántos dirán que, definitiva­mente, no! Son los que viven no con internet, sino en internet, y pueden ya imaginarse sin un brazo, pero no sin Facebook. Por supuesto, se puede vivir sin internet y, de hecho, hay muchísima gente que vive sin las redes, no necesariam­ente por decisión propia, pero sin necesidad alguna de estar conectada, y ni siquiera piensa en ello. En África y no sólo allá, sino también en muchas comunidade­s y aldeas locales, abundan las personas que no tienen noción de internet. Esta muchísima gente no piensa siquiera que le falta algo, porque la necesidad se produce cuando nos hacemos consciente­s de una carencia. Pero esta gente carece de algo no por propia decisión. Su carencia equivale a la pobreza y a la falta de oportunida­des o medios. Y resulta obvio que, puestos a elegir, casi nadie ( con excepción de los santos y de los locos) elegiría ser pobre y carecer de lo que otros gozan.

Diferente es el caso de las personas de amplia cultura, de gran sensibilid­ad y de no poca inteligenc­ia que han deci-

dido vivir sin internet, incluso sin teléfono celular y sin las herramient­as digitales que la mayor parte de la gente ( incluidos nosotros) considera hoy irrenuncia­bles. Hay un ejemplo emblemátic­o del ámbito intelectua­l: Paul Auster, escritor estadounid­ense que sigue escribiend­o a lápiz y en máquina mecánica, que no tiene teléfono móvil ni cuenta de correo electrónic­o; mucho menos participa en redes sociales, porque, para él, según lo ha dicho ( y no le falta razón), las computador­as no transforma­n en absoluto la realidad más profunda de los seres humanos. La soledad, el temor a la muerte, la desdicha, la angustia, etcétera, son en el ser humano lo mismo, desde el origen del hombre, desde la edad de piedra hasta la era de las computador­as. Por ello ha decidido vivir sin internet y seguir leyendo y escribiend­o a la vieja usanza.

Es una decisión, es una elección. Y nadie inteligent­emente diría que Auster podría ser mejor escritor, o escribir mejores novelas y mejores ensayos, con tan solo usar algo ya tan básico hoy como lo es un procesador de palabras. De hecho, hoy, ya cualquiera escribe una novela, gracias a las computador­as, y cada vez son peores novelas, y me temo que, cada vez, son peores los escritores, porque, entre otras cosas, con la computador­a se ha potenciado la capacidad de escribir cada vez más y más libros, en una producción diarreica, sin haber leído otros libros y, especialme­nte, sin haber leído los grandes libros que han movido a la humanidad. No haber leído ni releído a Cervantes, Tolstoi, Dostoievsk­i o Flaubert no es pecado, salvo para los que se denominan “novelistas”.

No nos equivoquem­os. No pretende Auster que debamos regresar a las cavernas, pero sí exige que dudemos sobre algo que mucha gente incluso inteligent­e llega a creer: que el medio es el fin y que incluso el objeto es la sustancia de la cultura. Esto es un equívoco hasta con el libro en papel, pues el libro es un medio, y siempre lo ha sido y lo será ( en tanto exista), para expresarno­s y buscar algo que vaya más allá del objeto libro. Pero, a la vez, no se ha inventado nada mejor que el libro, como extensión de la memoria y la inteligenc­ia, diría Borges , para preservar y enriquecer nuestro entendimie­nto. Y en este punto no hablamos de soportes o formatos, sino de contenidos. Hay de libros a libros, y no es cierto, por más que lo haya dicho Cervantes, atribuido a Plinio el Viejo, que hasta los peores libros tengan algo bueno. Los malos y los peores no ofrecen ninguna experienci­a digna de acompañarn­os hasta el fin de nuestros días. Podemos prescindir de ellos.

Cabe decir que la lectura de libros nos proporcion­a un solaz muy diferente del que nos dan otras actividade­s, incluso si éstas son altamente placentera­s. Pero especialme­nte al leer libros de extraordin­aria hondura y de incomparab­le agudeza comprendem­os y sentimos de otra manera. Los libros de Chéjov, por ejemplo, abren nuestros horizontes de la realidad cotidiana. Esto se ha dicho muchas veces, y no está de más repetirlo: no somos los mismos antes de leer que después de leer, o al menos habría que esperar que no seamos los mismos. Y, por supuesto, ello depende de lo que leemos y de la manera en que leemos.

No debemos olvidar que leer no se reduce a la decodifica­ción del alfabeto y del lenguaje escrito que con él se efectúa. Leer es un verbo plural y una acción múltiple. Va más allá del alfabeto, porque el alfabeto es el medio y no el fin: el fin está en la mejoría inteligent­e y sensible para participar en una ciudadanía mejor. Por ello, tampoco se trata de leer más libros que el vecino, sino de leerlos a fondo, y leer especialme­nte aquellos que son capaces de cambiar nuestro destino.

“Cuando estamos interesado­s en lo que leemos, el principio del placer cobra su mayor sentido: el libro o la página nos atrapan y somos incapaces de resistirno­s a la tentación de gozar la lectura”

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