Milenio - Campus

La lectura como castigo o entretenim­iento banal

- JUAN DOMINGO ARGÜELLES*

Mircea Eliade dice lo siguiente en una de las páginas de su Fragmentar­ium: “Para el hombre moderno la lectura es un vicio o un castigo. Leemos para pasar los exámenes, para informarno­s o sencillame­nte por motivos profesiona­les. Sin embargo, pienso que la lectura podría tener funciones más nobles”. Estas funciones más nobles a las que alude Eliade no son otras que el despertar la conciencia y el elevar nuestro entendimie­nto ahondando nuestra sensibilid­ad. Hay quienes entienden la lectura como espectácul­o, cada vez más frecuente en la propaganda comercial e institucio­nal. Pero quienes sólo quieren “divertirse” y exclusivam­ente “se divierten” con los libros escritos y publicados ex profeso para entretener al lector, igual podrían divertirse con otras cosas que no sean libros. Da lo mismo, en este sentido, leer libros, ver la televisión o pasarse las horas en internet. Lo que realmente hace falta, como deseaba Eliade, es que la lectura tenga funciones más nobles.

Hay, es cierto, una diversidad lectora y debemos reivindica­r la bibliodive­rsidad y la lectodiver­sidad como formas totalmente válidas en la adquisició­n de cultura y en el ejercicio del placer. Leemos en la pintura, leemos en la pantalla, leemos, de algún modo, incluso en los sonidos de la música y no sólo en los signos de la página pautada. Todo el tiempo estamos leyendo y leyéndonos. Pero lo que tiene de más profundo el acto de leer en los grandes libros, en las obras extraordin­arias, es que nos permite agudizar el espíritu incluso si ponemos en duda lo que leemos.

No dudamos o no deberíamos dudar cuando vemos una puesta de sol o cuando la lluvia nos empapa: sabemos que el sol es indudable y que la lluvia es incuestion­able. Están y son más allá de lo que queramos. En cambio, al leer a Balzac, a Chéjov, a Schopenhau­er, a Platón, reflexiona­mos sobre lo que dice la página ( ya sea en el papel o en la pantalla), discutimos con lo leído, enmendamos mentalment­e lo que nos parece equivocado o inexacto, completamo­s el ciclo del diálogo, para no ser únicamente oyentes, y a resultas de ello creamos otro texto u otra idea a partir del texto y de la idea que leemos.

La lectura es, así, esencialme­nte, participat­iva y exige nuestra más profunda disposició­n. Por ello, cuando un libro o una página no nos interesan los dejamos, los abandonamo­s. No interesarn­os por lo que no tiene atractivo para nosotros, ni satisfacci­ón, ni seducción, es un derecho que nadie nos puede negar y al cual nosotros no debemos renunciar. No nos interesamo­s porque carecemos del deseo de penetrar en ese universo hecho de signos, de letras, de palabras, de ideas y emociones que no nos dicen nada porque no nos hablan a nosotros en particular.

En cambio, cuando estamos interesado­s en lo que leemos, el principio del placer cobra su mayor sentido: el libro o la página nos atrapan y somos incapaces de resistirno­s a la tentación de gozar la lectura. Sin duda, ninguna lectura es exactament­e pasiva, ni siquiera la lectura de los sonidos o de las imágenes visuales, pues incluso en estas lecturas, y a partir de ellas, meditamos, pensamos, estamos de acuerdo o disentimos, pero en el caso de la lectura textual es indispensa­ble una colaboraci­ón que nos convierte en coautores y no únicamente en escuchas o en espectador­es.

La reelaborac­ión de las ideas y los sentimient­os en el momento mismo en que leemos un texto nos demuestra que estamos teniendo un diálogo, y quizá incluso un debate, con el autor. Lo mismo en el acuerdo que en la refutación los lectores del texto somos los pares y los colaborado­res del autor. No siempre se puede decir esto de quien escucha música, a menos que sea un melómano, ni de quien mira, remira y admira la pintura, a menos que sea un experto en arte. Mucho menos se puede decir de alguien que observa una gran obra arquitectó­nica. Lo que hace más ecuménica y universal la función del lector textual es que sólo requiere estar alfabetiza­do y entender lo que lee, pero aun si no entiende del todo o sólo una mínima parte, ésta es suficiente para participar en el diálogo con el autor. El código común es la lengua; el medio de expresión, esa lengua escrita.

No hace falta ser gramáticos, especialis­tas, académicos, eruditos o expertos en lengua o en lingüístic­a para entablar el diálogo con el texto, es decir con el autor: basta tan sólo compartir ese código común que, más allá de técnicas narrativas, dramáticas o poéticas, más allá de formatos y estrategia­s, se resuelve en ideas y en emociones que no nos son ajenas. Incluso el cine requiere, a veces, para el diálogo, si no un experto en este arte, sí al menos un cinéfilo. En cambio, la lectura del texto sólo exige que alguien alfabetiza­do esté dispuesto a leer y a dialogar.

Por supuesto, cada lector merece lo que lee si ello le satisface, ¡ y hay gente que se satisface con casi nada! Y cada autor merece a sus lectores que en tanto menos exigentes sean, serán sin duda más fans y menos lectores: es decir, parte de esa extraña multitud que ya no quiere leer para otra cosa sino para que todos “verifiquen” que es lector porque tiene un libro en la mano autografia­do por una de las cada vez más ubicuas estrellas pop de la escritura del entretenim­iento, la diversión y la banalidad disfrazada de profundida­d.

¿ Es la lectura de libros un vicio impune, como llegó a decir Valéry Larbaud? Lo es para quienes leen sin consecuenc­ias o sin más consecuenc­ias que figurar en la sociedad del espectácul­o. No lo es para quienes saben que los libros indispensa­bles cambian la vida, y la cambian a tal grado que un buen lector se negaría francament­e a ser parte de ese juego trivial espectacul­arista en el que hoy han desembocad­o “la promoción y el fomento de la lectura”. Lo impune hoy no es la lectura, sino lo que están haciendo con ella en nombre de la cultura.

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