La lectura como castigo o entretenimiento banal
Mircea Eliade dice lo siguiente en una de las páginas de su Fragmentarium: “Para el hombre moderno la lectura es un vicio o un castigo. Leemos para pasar los exámenes, para informarnos o sencillamente por motivos profesionales. Sin embargo, pienso que la lectura podría tener funciones más nobles”. Estas funciones más nobles a las que alude Eliade no son otras que el despertar la conciencia y el elevar nuestro entendimiento ahondando nuestra sensibilidad. Hay quienes entienden la lectura como espectáculo, cada vez más frecuente en la propaganda comercial e institucional. Pero quienes sólo quieren “divertirse” y exclusivamente “se divierten” con los libros escritos y publicados ex profeso para entretener al lector, igual podrían divertirse con otras cosas que no sean libros. Da lo mismo, en este sentido, leer libros, ver la televisión o pasarse las horas en internet. Lo que realmente hace falta, como deseaba Eliade, es que la lectura tenga funciones más nobles.
Hay, es cierto, una diversidad lectora y debemos reivindicar la bibliodiversidad y la lectodiversidad como formas totalmente válidas en la adquisición de cultura y en el ejercicio del placer. Leemos en la pintura, leemos en la pantalla, leemos, de algún modo, incluso en los sonidos de la música y no sólo en los signos de la página pautada. Todo el tiempo estamos leyendo y leyéndonos. Pero lo que tiene de más profundo el acto de leer en los grandes libros, en las obras extraordinarias, es que nos permite agudizar el espíritu incluso si ponemos en duda lo que leemos.
No dudamos o no deberíamos dudar cuando vemos una puesta de sol o cuando la lluvia nos empapa: sabemos que el sol es indudable y que la lluvia es incuestionable. Están y son más allá de lo que queramos. En cambio, al leer a Balzac, a Chéjov, a Schopenhauer, a Platón, reflexionamos sobre lo que dice la página ( ya sea en el papel o en la pantalla), discutimos con lo leído, enmendamos mentalmente lo que nos parece equivocado o inexacto, completamos el ciclo del diálogo, para no ser únicamente oyentes, y a resultas de ello creamos otro texto u otra idea a partir del texto y de la idea que leemos.
La lectura es, así, esencialmente, participativa y exige nuestra más profunda disposición. Por ello, cuando un libro o una página no nos interesan los dejamos, los abandonamos. No interesarnos por lo que no tiene atractivo para nosotros, ni satisfacción, ni seducción, es un derecho que nadie nos puede negar y al cual nosotros no debemos renunciar. No nos interesamos porque carecemos del deseo de penetrar en ese universo hecho de signos, de letras, de palabras, de ideas y emociones que no nos dicen nada porque no nos hablan a nosotros en particular.
En cambio, cuando estamos interesados en lo que leemos, el principio del placer cobra su mayor sentido: el libro o la página nos atrapan y somos incapaces de resistirnos a la tentación de gozar la lectura. Sin duda, ninguna lectura es exactamente pasiva, ni siquiera la lectura de los sonidos o de las imágenes visuales, pues incluso en estas lecturas, y a partir de ellas, meditamos, pensamos, estamos de acuerdo o disentimos, pero en el caso de la lectura textual es indispensable una colaboración que nos convierte en coautores y no únicamente en escuchas o en espectadores.
La reelaboración de las ideas y los sentimientos en el momento mismo en que leemos un texto nos demuestra que estamos teniendo un diálogo, y quizá incluso un debate, con el autor. Lo mismo en el acuerdo que en la refutación los lectores del texto somos los pares y los colaboradores del autor. No siempre se puede decir esto de quien escucha música, a menos que sea un melómano, ni de quien mira, remira y admira la pintura, a menos que sea un experto en arte. Mucho menos se puede decir de alguien que observa una gran obra arquitectónica. Lo que hace más ecuménica y universal la función del lector textual es que sólo requiere estar alfabetizado y entender lo que lee, pero aun si no entiende del todo o sólo una mínima parte, ésta es suficiente para participar en el diálogo con el autor. El código común es la lengua; el medio de expresión, esa lengua escrita.
No hace falta ser gramáticos, especialistas, académicos, eruditos o expertos en lengua o en lingüística para entablar el diálogo con el texto, es decir con el autor: basta tan sólo compartir ese código común que, más allá de técnicas narrativas, dramáticas o poéticas, más allá de formatos y estrategias, se resuelve en ideas y en emociones que no nos son ajenas. Incluso el cine requiere, a veces, para el diálogo, si no un experto en este arte, sí al menos un cinéfilo. En cambio, la lectura del texto sólo exige que alguien alfabetizado esté dispuesto a leer y a dialogar.
Por supuesto, cada lector merece lo que lee si ello le satisface, ¡ y hay gente que se satisface con casi nada! Y cada autor merece a sus lectores que en tanto menos exigentes sean, serán sin duda más fans y menos lectores: es decir, parte de esa extraña multitud que ya no quiere leer para otra cosa sino para que todos “verifiquen” que es lector porque tiene un libro en la mano autografiado por una de las cada vez más ubicuas estrellas pop de la escritura del entretenimiento, la diversión y la banalidad disfrazada de profundidad.
¿ Es la lectura de libros un vicio impune, como llegó a decir Valéry Larbaud? Lo es para quienes leen sin consecuencias o sin más consecuencias que figurar en la sociedad del espectáculo. No lo es para quienes saben que los libros indispensables cambian la vida, y la cambian a tal grado que un buen lector se negaría francamente a ser parte de ese juego trivial espectacularista en el que hoy han desembocado “la promoción y el fomento de la lectura”. Lo impune hoy no es la lectura, sino lo que están haciendo con ella en nombre de la cultura.