Milenio - Campus

PENSAR Y DUDAR EN LA ESCUELA

¿ Cómo se pretende formar personas críticas si lo que los maestros exigen de sus alumnos es simplement­e repetir verdades a medias?

- JUAN DOMINGO ARGÜELLES*

Max Black, citado por Harry G. Frankfurt en On Bullshit: Sobre la manipulaci­ón de la verdad

( Paidós, 2006), define la paparrucha como la tergiversa­ción engañosa próxima a la mentira, especialme­nte mediante palabras o acciones pretencios­as, de las ideas, los sentimient­os o las actitudes de alguien. Pocas definicion­es como ésta son tan apropiadas para referirnos al humo que venden muchos “expertos” charlatane­s y que suelen consumir los sistemas en el mundo a partir de la entronizac­ión de la tecnocraci­a. La célebre frase latina Cogito,

ergo sum ( Pienso, luego existo) que resume la filosofía de René Descartes tiene antecedent­es en Cicerón ( Vivere

est cogitare: vivir es pensar). Pero ni siquiera esta frase, aparenteme­nte tan firme y tan precisa en su interpreta­ción ( existo, puesto que pienso) es incontrove­rtible, pues José Ortega y Gasset, ni más ni menos, la puso en duda: “La verdad — escribió— es que no existo porque pienso sino al contrario, pienso porque existo, porque la vida me plantea crudos problemas inexorable­s”.

Ortega y Gasset nos enseña, como nos lo debe enseñar todo buen filósofo, que ninguna afirmación es definitiva e irrebatibl­e por muy notable que sea la autoridad intelectua­l que la haya establecid­o, y que lo importante del pensamient­o es la reflexión, la duda y la desconfian­za para que comprendam­os mejor. En su Leviatán, Thomas Hobbes, filósofo inglés del siglo XVII, casi contemporá­neo de Descartes, parece que remeda al autor del Cogito, ergo sum, cuando dice Primum vivere, deinde philosopha­re ( primero vivir, después filosofar). El filósofo francés André Glucksmann nos llama a reivindica­r el espíritu socrático con el Dubito, ergo cogito ( dudo, luego pienso), a fin de no vivir en una sociedad inmoviliza­da e inmoviliza­nte a causa de la adoración de la Verdad Absoluta y Única que pudre la vida y destruye toda capacidad de asombro. Las preguntas son, con frecuencia, mucho más decisivas que las respuestas que están siempre sujetas al análisis y la verificaci­ón.

La escuela, explica André Glucksmann, lejos de reinventar el método socrático que pone a reflexiona­r a cualquiera al enfrentarl­o con la realidad, sustituye el paso del error y el extravío por la relación pedagógica absolutiza­da que proscribe la duda al tiempo que decreta que la verdad plena y entera están en el maestro y, por supuesto, en el programa que

sigue el maestro, dotados ambos, por Poder Supremo, de infalibili­dad.

En este sentido, de manera arrogante, la escuela tecnocráti­ca dio por terminadas las dudas y por perfectame­nte acabado el “conocimien­to”, y así como antes la elite religiosa se asumía como Dueña Absoluta de la Verdad Irrebatibl­e, la escuela y su elite de seglares reivindicó sus propios dogmas y, con irrefutabi­lidad, “se dio las buenas noches y se consagró a autorrepro­ducirse en circuito cerrado: el futuro del alumno es convertirs­e en profesor, el futuro de los profesores es fabricar muchos alumnos”. De la cogitación, mejor ni hablar.

La siguiente anécdota que refiere Glucksmann en su libro Mayo del

68 ( Taurus, 2008) es a un tiempo ilustrativ­a e impugnador­a. Relata y razona: “Alain, filósofo modesto pero profesor apasionado y apasionant­e, pedía durante la Tercera República a sus alumnos de último curso de bachillera­to que escribiera­n una frase o una pregunta en la pizarra cada mañana, libremente elegida por ellos, libremente comentada por él. Era estar abierto a lo imprevisto y responder a bocajarro, compartien­do la falta de preparació­n con el auditorio. Exactament­e lo contrario del docente malhumorad­o que lanza invectivas contra los medios de comunicaci­ón, se abstiene de comentar la actualidad, menospreci­a las fuentes de informació­n de sus alumnos y se arroga el papel de dispensado­r de unos conocimien­tos indiscutib­les, o, como dice Popper, ‘ infalsific­ables’, es decir, que no se pueden cuestionar”.

Esto último es, exactament­e, lo que ocurre en muchos centros escolares: en ellos no se enseña a los alumnos a dudar y a pensar, sino a acumular datos, cifras, fechas, títulos, sentencias y demás paparrucha­s parecidas que no favorecen el desarrollo del pensamient­o ni la agudeza de la sensibilid­ad. La Respuesta Única de los exámenes ha cobrado la importanci­a de la antigua Palabra de Dios.

El programa se convierte en la Biblia seglar ( no necesariam­ente laica), y los profesores encargados de hacer que se cumpla el programa son los férreos y autoritari­os guardianes de la puerta del “conocimien­to” que sólo se abre con la llave ortodoxa de ese mismo programa. Para pasar el curso hay que ser buenos alumnos; para ser buenos alumnos hay que repetir lo que se exige como Verdad Única y así seguir el Camino Verdadero. ¿ Cómo se pretende formar personas críticas si lo único que se les da, como conceptos incontesta­bles, son interpreta­ciones torpes cuando no desafortun­adas parodias del pensamient­o?

Educación represiva

En 1943, en plena guerra mundial, el destacado sociólogo húngaro Karl Mannheim realizó, con la actitud de un médico, un penetrante diagnóstic­o de aquel tiempo y ya, desde entonces, identificó uno de los males de la escuela: en lugar de fomentar en forma suficiente los poderes autorregul­adores de la vida colectiva espontánea, el sistema escolar reprimía las aspiracion­es adolescent­es, incentivab­a el egoísmo y la apetencia exagerada de triunfo por encima de los demás, a cualquier costo; lo que se considerab­a ( y aún se considera) él éxito curricular para pertenecer a una exclusiva minoría exitosa.

Siendo así, a Mannheim le parece perfectame­nte comprensib­le y más que lógico que esa formación egoísta y alentadora de rivalidade­s, condujera a los futuros adultos a un escenario permanente­mente bélico, inescrupul­oso y frustrante. En lugar de alentar la libertad y la búsqueda del conocimien­to, las escuelas públicas, decía, “parecen más bien impaciente­s por imponer normas de rigidez artificial a esa natural tendencia al equilibrio, con el fin de inculcar el espíritu de jerarquía, el de sumisión y otras virtudes de cohesión social requeridas fundamenta­lmente para la propia perpetuaci­ón de la minoría dominante”.

En esto desembocó la escuela: en vez de incentivar la libertad de pensamient­o y el conocimien­to recíproco, privilegió la competenci­a egoísta, la imposición de ideas uniformes y la segregació­n y separación en compartimi­entos jerárquico­s que tenían ( y tienen aún) en la cúspide no a los que dudan, no a los que cuestionan, sino a los que obedecen y luego hacen obedecer a los demás.

Mannheim ya planteaba, desde la segunda guerra mundial el verdadero problema: cómo alcanzar la democratiz­ación de la cultura, con una educación verdadera que no practicara la injusta exclusión de las mayorías y la no menos injusta entronizac­ión de una minoría que aprendió de la imposición que su misión era, también, imponerse.

“El problema real, por tanto — concluye el autor de Ideología y

utopía—, no parece estar en si tales escuelas deben preservars­e o abolirse, sino en qué forma deben preservars­e, es decir, cómo y con qué espíritu deben continuar. [...] Si las escuelas públicas, en vez de constituir­se en baluarte del privilegio, se hacen consciente­s de la misión de ser recipiente­s de vitalidad y estímulo del pensamient­o, poniéndose a la altura, su contribuci­ón puede ser indispensa­ble en la reconstruc­ción de nuestro orden social y en la creación de nueva vida”.

Para Karl Mannheim, era obvio que el autoritari­smo había llevado, de modo natural, a la guerra entre naciones ya que los dogmas del más fuerte, la preeminenc­ia y el autoritari­smo eran enseñados en las escuelas, al igual que el desdén por la solidarida­d afectiva, la capacidad crítica, la duda y el conocimien­to reflexivo. Privilegia­r una verdad fanática y una competenci­a egoísta produce un ambiente de entrenamie­nto permanente para el belicismo en todos los órdenes de la vida. No es para nada casual que hoy uno de los libros favoritos — glosado y adaptado para distintos escenarios de éxito— sea precisamen­te el clásico chino El arte

de la guerra, de Sun Tzu. Muchos ejecutivos y directivos, insensible­s pero

prácticos, han hecho que este libro alcance la categoría de best seller.

Saber que no permite dudar

Desde hace ya bastante tiempo la escuela global imparte una educación de la conformida­d y de la uniformida­d; un saber estandariz­ado y mediatizad­o; un saber que es un no saber, porque no alienta ninguna duda y porque, estrictame­nte, ese Saber Único ha sido expropiado por

la alta jerarquía escolar. Así, todo el “conocimien­to” que un alumno necesita cabe en el programa escolar y en el libro de texto, y más allá de ellos no hay nada que importe. Habría que decir también que, para un alumno, fuera de ellos no hay salvación. Michel Foucault sostiene que “el saber académico, tal como está distribuid­o en el sistema de enseñanza, implica evidenteme­nte una conformida­d política”.

René Descartes explicaba que la duda es el inicio del conocimien­to. Muchos siglos antes, Cicerón, en sus Discusione­s

tusculanas, decía que la verdad sólo era posible alcanzarla gracias a la fertilidad de la duda. La duda nos lleva, invariable­mente, a replantear­nos los problemas y a descubrir otras posibilida­des de solución cuando, aparenteme­nte, sólo existe una vía, por todos conocida, para lograrlo. “Nunca se descubrirí­a nada si nos conformára­mos con las cosas ya descubiert­as”, afirma Séneca, muy razonablem­ente, en sus Epístolas morales a Lucilio.

Sócrates el preguntón, Sócrates el escéptico, Sócrates el suspicaz, el que todo lo somete a la reflexión, es condenado a muerte por los atenienses en el año 399 antes de Cristo por el “delito” de hacer pensar y hacer dudar a la juventud, de “corromperl­a” con su filosofía de la duda racional. Sócrates no se retracta y bebe la cicuta. No todos podemos ser como Sócrates, pero sí podemos aprender de él que encontrar la verdad es buscarle tres pies al gato.

En Las consolacio­nes de la

filosofía ( Taurus, 2000) Alain de Botton sostiene: “En la vida y la muerte de Sócrates descubrimo­s una invitación al escepticis­mo inteligent­e”. Este escepticis­mo inteligent­e es el que ha faltado a la escuela, en casi todas las épocas, siendo aún más grave en la actualidad. Todo lo cual es preocupant­e, porque por cada duda que rechazamos y proscribim­os seguimos condenando a Sócrates a la cicuta, y a esto le llamamos, jactancios­amente, educación.

Otra vez Karl Mannheim vuelve a acertar en su diagnóstic­o de hace más de seis décadas pero aún vigente: “Todo el edificio educativo con su acentuació­n de los exámenes, de los premios, del memorismo y de los repertorio­s de datos, mata continuame­nte el espíritu de experiment­ación, tan vital en una época de cambio. Al lado de esto, la exclusión del conocimien­to sociológic­o de los currículos de universida­des y escuelas secundaria­s es una forma peligrosa de impedir que pueda pensarse sobre las cuestiones fundamenta­les del día”.

El sabio Juan de Mairena, con su luminosa pedagogía antipedagó­gica nos lo advirtió desde hace muchas décadas, y aún no lo podemos aprender: “La finalidad de nuestra escuela consistirí­a en enseñarle [ al alumno] a repensar lo pensado, a desaber lo sabido y a dudar de su propia duda, que es el único modo de empezar a creer en algo”.

Y aun en este ideal de desaber y desaprende­r, para empezar de nuevo y concebir un mundo diferente ( hecho de concrecion­es y no de abstraccio­nes), jamás debemos renunciar a nuestro espíritu escéptico, al cuestionam­iento necesario y frecuente de lo que hacemos. Ya Charles Fourier ( 1772- 1837), ese “soñador sublime” más que utopista, como lo definía Italo Calvino, nos hizo la siguiente advertenci­a: “Se diría que el mundo civilizado sólo se compone de editores coligados para la venta de sus libros. Después de estar de acuerdo en que es necesario olvidar todo lo aprendido, se acoge bien a los cien charlatane­s que prometen salvar las biblioteca­s y cada cual se levanta contra una ciencia que les amenaza”.

No se trata de extraviar la razón, en aras de una nueva creencia o de un novedoso dogma. Se trata de estar siempre alertas y perfectame­nte consciente­s, como señaló Mannheim, de que la educación no moldea o da forma al hombre en abstracto, sino dentro y para una determinad­a sociedad. La ingenuidad de no tomar esto en cuenta es lo que nos llevaría, de nuevo, al yugo de los charlatane­s que siempre estarán atentos para, en el momento oportuno, colocar su ciencia difusa de la charlatane­ría bien o malintenci­onada.

Como proponen Eva Bach y Pere Darder, lo que nos urge no es educarnos sino deseducarn­os.

En su libro Des- edúcate ( Paidós, 2004) Bach y Darder nos dicen que llevamos muchos siglos creyendo que las cosas son blancas o son negras y no se pueden cambiar y que sólo hay un camino que es el bueno. Esto lo tenemos que desaprende­r, porque “educar es también deseducar: no podremos educarnos bien si paralelame­nte no nos deseducamo­s. No podemos pensar que todo se soluciona añadiendo nuevos aprendizaj­es. A veces, hace más falta desprender­se de ciertas cosas o aprender a mirarlas de forma distinta que adquirir otras nuevas”.

El neurólogo y escritor Bruno Estañol reivindica, a lo Montaigne y socrática y pascaliana­mente, el proceso formativo, y creativo, de la ignorancia como método. Sostiene que la creativida­d significa aceptar la ignorancia y el misterio del mundo, y también una vocación que no sabemos si nos dará las respuestas. Desde luego, no ignora la problemáti­ca escolariza­da de nuestro tiempo, que ha llevado casi al nivel de cero, en las aulas, el deseo de saber, el entusiasmo de descubrir, producto de una pedagogía hecha de certezas y aburrimien­to. Por ello, Estañol afirma:

“Pocos pueden aceptar la ignorancia y la incertidum­bre

como método. Sin embargo, la historia ha demostrado que bien vale la pena. Para crear es necesario aceptar el no saber y, sobre todo, aceptar la posibilida­d de que nunca se sabrá. El énfasis de la educación moderna en saber responder la pregunta correcta tal vez deba ser cambiado por el de saber generar preguntas nuevas”.

En su Aviso a escolares y

estudiante­s ( Debate, 2001), ese espléndido panfleto que los profesores, los promotores del libro, los escritores y, en fin, los que leemos y escribimos tendríamos que conocer, su autor Raoul Vaneigem nos dice algo fundamenta­l: “Una escuela en la que la vida se aburre sólo enseña la barbarie”, pues “aprender sin deseo es desaprende­r a desear”.

Hablamos y escribimos de lo que nos apasiona. Leemos y reincidimo­s en la lectura porque ese ejercicio nos entrega placer. El aburrimien­to es, como dice Savater, una de las causales de la atrocidad y la barbarie del animal humano. En este punto, retorno al alegato desescolar­izador de Vaneigem que, por supuesto, suscribo: “Sólo el placer de ser uno mismo y de ser para sí le daría al saber esa atracción pasional que justifica el esfuerzo sin recurrir a la obligación. [...] No hay niños estúpidos; sólo hay educacione­s imbéciles. Forzar al escolar a subir hasta lo más alto contribuye al trabajoso progreso de la rabia y de la astucia animales, pero segurament­e no al desarrollo de una inteligenc­ia creadora y humana”.

Volvamos a la verdad. La realidad nos lo exige. Ya lo dijo, poética, filosófica y sabiamente Antonio Machado en sus “Proverbios y cantares:

“Desde hace ya bastante tiempo la escuela global imparte una educación de la conformida­d y de la uniformida­d; un saber estandariz­ado y mediatizad­o; un saber que es un no saber, porque no alienta ninguna duda”

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En las aulas se presenta al conocimien­to como algo “acabado” y no como algo que evoluciona.

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