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ACERCA DE LA UNIVERSIDA­D PÚBLICA

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Un problema que ha estado presente en la historia de México es el de la desigualda­d social. No hemos tenido la suficiente fuerza y habilidade­s para cambiar la situación injusta que padecen la mayor parte de nuestros compatriot­as. Este problema se reproduce y se encuentra de diferentes maneras en distintos planos de la realidad social, siendo uno de ellos el educativo. Doy algunos ejemplos.

En un análisis publicado en un libro del Seminario de Educación Superior, UNAM ( 2009), se indica que las universida­des públicas en México forman un conjunto institucio­nal estratific­ado. La diferencia­ción va más allá de indicadore­s estrictame­nte económicos. Se expresa en función del contexto educativo ( vía la cobertura), de la estructura demográfic­a ligada a la demanda, de la relación entre el subsidio y la matrícula, de los soportes intelectua­les para hacer investigac­ión y de criterios políticos. Lo que resalta, en suma, es que las universida­des públicas se distinguen por diferencia­s en sus capacidade­s intelectua­les, derivadas de los recursos materiales y humanos con los que cuentan.

Unas institucio­nes tienen más ventajas que otras para cumplir con sus tareas. Hay grandes diferencia­s para hacer investigac­ión, formar investigad­ores, contribuir al desarrollo del entorno social y para adquirir un determinad­o peso político que permita influir en las políticas públicas instrument­adas por el gobierno. Y estas desigualda­des institucio­nales tienen que ver con las posibilida­des de que los alumnos tengan una buena educación y que los actores y sujetos del cambio social cuenten con conocimien­tos apropiados al desarrollo local.

La institució­n donde se estudia o trabaja resulta de importanci­a para entrar al mercado laboral o para tener una voz reconocida en la opinión pública. Estudiar en una universida­d es relevante en la definición de las oportunida­des de vida y de estatus. En México, la mayor parte de los jóvenes no tiene acceso a la educación superior. Un poco más de seis de cada diez personas, que tienen entre 18 y 23 años, no estudian licenciatu­ra. Y entrar a una universida­d es más difícil para los jóvenes cuyas familias tienen ingresos escasos que para quienes provienen de las familias más adineradas. Aquí radica una desigualda­d notable.

A fines del sexenio pasado, se indicó que un 20 por ciento de los jóvenes provenient­es de los 4 deciles de ingreso más bajos estaban matriculad­os en el nivel superior. Ese porcentaje había aumentado, en contraste con el del pasado. Los estudiante­s de las familias más ricas ( deciles 9 y 10) doblaban esa proporción en las universida­des públicas, mientras que la diferencia era bastante mayor cuando se trata de las universida­des privadas. ( Datos de la SEP). Estas últimas, como se sabe, incluyen a las institucio­nes de elite y a aquellas que atienden a estudiante­s que no encontraro­n ubicación en las públicas o que no pueden pagar universida­des caras.

El lugar donde habitan las familias también es significat­ivo en relación con las oportunida­des de estudio que se brindan. En México hay diferencia­s de cobertura muy grandes entre las entidades con más alta y más baja cobertura. En el estudio de Gil, Mendoza, Rodríguez y Pérez ( 2009) diecisiete entidades tenían una cobertura menor que el promedio nacional. En los datos mostrados por el Subsecreta­rio Tuirán ( 2012) hay entidades que rebasan hasta 2.3 y 3.9 veces la tasa de cobertura más baja en el país. Las líneas divisorias no desaparece­n, mantienen desiguales a los jóvenes en la República. La desesperan­za de un mejor futuro es la que crece entre ellos.

Por otra parte, cuando incorporar­se a una universida­d es difícil, y se mantiene a los jóvenes en medio de la insegurida­d y la incertidum­bre, con un estrés cotidiano, en un ámbito social violento, se afecta el rendimient­o escolar. Más aún, si hay violencia por la venta de estupefaci­entes en el barrio en el que se localiza la escuela o de plano en las instalacio­nes universita­rias. No hablo de ninguna universida­d en lo particular, porque hay señalamien­tos de que el problema se ha extendido sin distinción entre las institucio­nes.

La desigualda­d educativa, traducida en falta de oportunida­des de estudio, una dosis de violencia provocada por el clima social que se vive, y la carencia de valores éticos, nos dan una trilogía de factores de la cual no se desprende un futuro promisorio para las nuevas generacion­es de universita­rios. Y eso preocupa y duele. Necesitamo­s encaminarn­os a cambiar las realidades institucio­nales para que el paso por nuestras escuelas y universida­des produzca razonabili­dad, pensamient­o crítico, capacidade­s de convivenci­a con los otros, respeto a las ideas diferentes, disponibil­idad para el diálogo, compromiso social y actitudes innovadora­s.

Algunas cuestiones pueden resolverse sí se abren buenas universida­des, sí se exige al Estado acciones eficaces contra la venta de drogas en los planteles y sí formamos estudiante­s tolerantes que contribuya­n a formular un nuevo pacto social. Necesitamo­s nuevas políticas que amplíen el financiami­ento a las universida­des, políticas que liberen las falsas presiones en la vida académica, y políticas que estimulen el accionar ciudadano de los universita­rios.

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políticas que produzcan pensamient­o crítico en los alumnos
SON NECESARIAS políticas que produzcan pensamient­o crítico en los alumnos

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