LA CULTURA POLÍTICA DE LA VIOLENCIA
n la línea del tiempo histórico, hay momentos c r í t icos que deciden, globalmente, el derrotero de una nación. Los acontecimientos de 1968 y las decisiones del poder político frente al movimiento estudiantil determinaron en muchos aspectos la ulterior evolución de México y, yo sostengo, sus secuelas se pueden rastrear hasta la actualidad. — centenas de miles o millones de personas— conocieron o experimentaron la violencia represiva en diversos grados y formas.
Lo que me pregunto es ¿ cómo esa experiencia de la violencia experimentada por víctimas y victimarios fue procesada mentalmente por cada persona y en qué medida moduló nuestra cultura política.
La represión política polariza a la sociedad y deja en quienes la sufren huellas bajo la forma de conocimientos, actitudes, emociones, sentimientos, hábitos y conductas. Es también una experiencia para los verdugos. También centenares de miles de personas ( militares, halcones, policías, agentes encubiertos y operadores políticos) fueron preparados y entrenados para golpear, espiar, perseguir y asesinar.
¿ Qué pasó con unos y otros? ¿ Cuál fue su destino? Es fácil conjeturar que unos, las víctimas, masivamente, se convirtieron en clientela preferida de los grupos de izquierda y que los otros, los verdugos, pasaron a formar parte de los ejércitos del lumpen- proletariado, probablemente de las bandas del narcotráfico.
Un elemento sociológico a tomar en cuenta: la población estudiantil y los grupos aliados de los estudiantes ( profesores, intelectuales, artistas) que vivieron la violencia de 1968 y años subse- cuentes constituyen los estratos sociales con mayor ilustración de la sociedad. Estos sectores, que experimentaron agravio, frustración, indignación y cólera, se convirtieron en contingentes políticos con posturas anti- gobierno y anti- Estado.
Se generó un abismo político entre el gobierno y los sectores medios, pero no sólo eso, la violencia no es nunca escuela democrática, es, por el contrario, una escuela muy eficaz para en la transmisión de valores y conductas anti- democráticas. En esos años de violencia, masas enteras de mexicanos se transformaron en fuerzas que, aunque se oponían al gobierno, renegaban de la ley, de las instituciones, del diálogo como recurso, de los políticos, de los fun- cionarios, etc. y justificaban el uso de recursos violentos para atacar a las autoridades.
De ese caldo de cultivo emergió una parte de la militancia de los partidos de izquierda que se incorporaron al juego político democrático a partir de 1977. Esa izquierda partidaria fue siempre consecuente con su pasado: mantuvo siempre una actitud ambivalente ante la democracia. Muchos militantes jugaban a la política democrática, pero sólo para ganar — para “conquistar el poder”, y una vez en el poder, transformar a la sociedad—, pero no participaban para perder; si ganaba el adversario, no reconocían su triunfo; la política no era para ellos una competencia legítima entre iguales: ellos, no eran iguales a los otros, ellos eran los “auténticos” representantes del pueblo.
Han pasado muchos años, pero aún hoy hay no pocos militantes y simpatizantes de la izquierda que siguen atrapados en esa ambivalencia. No han podido nunca transitar hacia una ética democrática, ni se han apropiado de un discurso racional democrático, ellos siguen luchando, pero no para cambiar al Estado, ellos quieren destruir el Estado, o derrumbar el sistema capitalista como soñaban cuando jóvenes. No son todos, por suerte, pero tampoco son una minoría irrisoria.
LOS SECTORES que experimentaron represión en 1968 se convertirían en contingentes políticos anti- gobierno y anti- Estado.