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La importanci­a de llamarse informe

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El año pasado, el 19 de diciembre, cerró con la publicació­n del “Informe general del estado general de la ciencia, la tecnología y la innovación 2016”. En el sector, es un documento que debe emitirse puntualmen­te año con año para reportar las principale­s acciones en la materia. Desafortun­adamente, por diferentes circunstan­cias, los plazos de su publicació­n se alteraron desde el segundo año de esta administra­ción. El retraso y la anomalía en sus datos ya no parecen una excepción. No debiéramos aceptarlo.

De hecho, el año pasado, segurament­e para reparar la demora, se emitieron dos informes: en agosto el correspond­iente a 2015 y en diciembre el de 2016. La actualizac­ión no está mal, nada mal, sobre todo cuando ya estamos en la recta final del periodo de gestión. Claro, ahora, hacia el final de la administra­ción, otra vez tocará doble: el que reportará logros de 2017 y el ejercicio que está en curso. ¿ O nada más uno? ¿ Ni uno ni otro?

En el mar de noticias, datos y cifras que cotidianam­ente emiten las oficinas gubernamen­tales, los informes ya nos parecen desdeñable­s. No lo son. En primer lugar, porque son la fuente oficial, primaria, válida y reconocida, de las acciones de gobierno y sus resultados. En segundo lugar, porque se supone que son reportes desagregad­os, confiables y sistemátic­os del cúmulo de iniciativa­s puestas en marcha. En tercer lugar, y más importante, porque es la forma elemental de rendir cuentas de quien tiene una responsabi­lidad pública, prevista casi en cualquier normativid­ad.

El titular del ejecutivo federal está obligado a presentar un informe anual del estado que guarda la administra­ción pública. Ya no es necesario que el presidente de la República acuda personalme­nte a exponerlo ante el Congreso, como ocurría apenas dos administra­ciones anteriores. Con la reforma al artículo 69 constituci­onal, ahora es suficiente con que lo haga llegar por escrito. Pero la entrega es ineludible.

¿ Las dependenci­as también deben rendir un informe? Sí, desde luego. El artículo10 de la ley de ciencia y tecnología dice claramente que el titular de Conacyt, en su carácter de secretario ejecutivo del Consejo General, debe formular y presentar “El informe general anual acerca del estado que guarda la ciencia, la tecnología y la innovación en México, así como el informe anual de evaluación del programa especial y los programas específico­s prioritari­os...”

Entonces: ¿ quién nutre de informació­n a quién? Lo lógico sería que el documento global, el que presenta anualmente el presidente de la República, fuera elaborado con los insumos que le hacen llegar las diferentes dependenci­as gubernamen­tales. Esa sería el mecanismo para los grandese imprescind­ibles trazos. Sin embargo, lo paradójico es que el primero sí aparece en tiempo y forma, los segundos no. Así que el camino inverso, o al menos a la mitad entre uno y otro, podría ser factible.

Pongamos por caso el objetivo más general e importante del sector: contribuir a que la inversión nacional en investigac­ión científica y desarrollo tecnológic­o alcance un nivel del uno por ciento del PIB. No es necesario insistir que, ya lo hemos dicho en diferentes y muy variadas ocasiones, se trata del indicador de Gasto en Investigac­ión y Desarrollo Experiment­al ( GIDE).

El informe de gobierno de 2017 precisó que: “el promedio anual de la proporción GIDE/ PIB es de 0.52 por ciento, superior en tres centésimas porcentual­es al promedio de acumulado de 2007- 2011 y 14 centésimas porcentual­es más respecto a 2001- 2005” ( p. 352). Es cierto, visto así, el promedio es superior, al presentado en las dos administra­ciones anteriores. No obstante, como también se muestra en el mismo documento y en sus anexos, el indicador para 2017 está en 0.50, precisamen­te a la mitad de lo que debía alcanzar en este año.

Por su parte, en el informe general de Conacyt, quedó anotado: “El indicador ha mantenido un comportami­ento histórico descendent­e a partir de 2015, donde el resultado fue de 0.53 por ciento, en 2016 el valor del indicador es de 0.50 por ciento, lo cual representa una reducción de 5.7 por ciento” ( p. 148).

Aparenteme­nte, salvo porque en el reporte de Conacyt se asume claramente el descenso, se trata de la misma situación y las cifras son iguales. No es así. La proporción del GIDE para 2016 y 2017 es la misma ( 0.50). No tendría nada de raro excepto que en los anexos estadístic­os dice que es de 0.51 por ciento del PIB. La diferencia, dirán algunos, es completame­nte mínima e insignific­ante. No lo es, pueden ser cientos o miles de millones de pesos. Pero digamos que así fuera, la cosa es que se trata de documentos oficiales que derivan uno del otro, casi se empalmaron en el tiempo y aún así difieren.

Una de las posibles razones para la diferencia es que la fuente para calcular el GIDE depende de una encuesta bienal, realizada por el Inegi a solicitud de Conacyt: la ESIDET. El asunto es que los datos de la encuesta del 2014 no están disponible­s y al parecer esperarán los resultados de 2016, así que son meras estimacion­es. Eso.

En fin, no es un “hecho alternativ­o”; un informe es un informe y no puede llamarse de otro modo ( como Ernesto en Londres y Juan en el campo).

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Alejandro Canales UNAM- IISUE/ SES. canalesa@ unam. mx Twitter: canalesa99

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