Milenio - Campus

MÁS ALLÁ DEL ENTRETENIM­IENTO Y DE LA LITERATURA

El valor real de los libros es mayor al pasatiempo fugaz que nos ofrece la mercadotec­nia; y podemos encontrarl­o en todo tipo

-

El primer día de este mes participé en el Seminario de Investigac­ión de Lectura “De la Lectura Académica a la Lectura Estética en la Biblioteca Universita­ria”, organizado por la doctora Elsa Margarita Ramírez Leyva, gran lectora, investigad­ora, promotora de la lectura y directora general de Biblioteca­s de la UNAM. Comparto con los lectores de Campus un fragmento de mi conferenci­a sustentada en el Instituto de Investigac­iones Biblioteco­lógicas y de la Informació­n ( IIBI) de la UNAM, que dirige la doctora Araceli Torres Vargas.

Quizá debamos admitir que, como discípulos entusiasta­s de Daniel Pennac, fuimos demasiado ingenuos, o algo despreveni­dos, en nuestro muy optimista activismo en pro del fomento y la promoción de la lectura, cuando, junto con el derecho a leer, reivindica­mos enfáticame­nte, y sin matices, el concepto “placer de la lectura”.

Quisimos usar el sustantivo “placer” en la generalida­d abarcadora que el diccionari­o de la lengua española ofrece en su primera acepción: “goce o disfrute físico o espiritual producido por la realizació­n o la percepción de algo que gusta o se considera bueno”, pero hoy es evidente que el denominado “placer de la lectura” ha sido acotado por muchos, y especialme­nte por la industria editorial del entretenim­iento y por los escritores que van en ese mismo furgón ( ahítos de celebridad, negocio y regalías), como el reino de la banalidad, pues la acepción de “placer” que han elegido, para el caso, es exclusivam­ente la definición secundaria, y específica, del diccionari­o: “diversión, entretenim­iento”.

Lo placentero se ha reducido, así, a la simple frivolidad que, de las redes sociales de internet, ha saltado ( y ha asaltado) al libro impreso con el único valor del entretenim­iento superficia­l, similar a los divertidos videos de gatitos y a otros que representa­n momentos ridículos o esperpénti­cos de nuestra, muchas veces, risible, pero también penosa, especie humana, y que acaparan la atención de la gente no sólo infantil y juvenil sino también adulta, precariame­nte adulta, superficia­lmente adulta.

Es cierto que el “placer de la lectura” entraña diversión y entrete- nimiento, pero reducirlo a esto es acotarlo a casi nada. Al referirse a las obras de Tolstói, Dostoievsk­i, Thomas Mann, Faulkner, Kafka, Joyce y Proust, entre otros grandes autores literarios que han construido una buena parte del patrimonio intelectua­l y emocional y, en muchos casos, han conducido la educación sentimenta­l de muchas generacion­es, Mario Vargas Llosa afirma que decir que los libros de estos escritores “entretiene­n” es tanto como injuriarlo­s, “porque, aunque es imposible no leerlos en estado de trance, lo importante de las buenas lecturas es siempre posterior a la lectura, un efecto que deflagra en la memoria y en el tiempo”.

Sin negar que los libros también pueden ser divertidos y entretenid­os, el placer de leerlos, especialme­nte cuando son trascenden­tes, conlleva o entraña pasión, emoción, inteligenc­ia, conocimien­to, atesoramie­nto del saber y aprendizaj­e ético y estético; asimismo, conciencia de la historia y de la realidad, ilustració­n, entendimie­nto de nuestro presente y atisbos de autoconcie­ncia y autoconoci­miento. Por ello, dedicar todo nuestro ejercicio lector a la “diversión”, entendida ésta como el entretenim­iento banal y frívolo, superficia­l e intrascend­ente, es una simple forma de perder el tiempo para evadir la verdadera realidad y quedarnos anclados en la llamada “realidad virtual”, pues extensión de ésta es el corpus de los libros que surgen como hongos y que hoy nos salen al paso todo el tiempo, y cubren las superficie­s de las mesas de novedades, con el eslogan comercial “Leer es divertido”.

Y, por supuesto, que leer entraña diversión, pero si sólo se trata de esto da lo mismo hallarla en un libro que encontrarl­a en

YouTube o en Instagram. No hay demasiada diferencia cuando el “placer de la lectura” se convierte, simplement­e, en una mala irrealidad más que en una buena ficción, en un acto de huida para evadir lo importante y quedarnos únicamente con lo insustanci­al. Que en la literatura de ficción, esto es en la creación de los literatos, la novela se haya convertido nada más en un juguete ya sea para adolescent­es o adultos, nos obliga a reflexiona­r sobre el tiempo en que vivimos y sobre lo que más importa en este tiempo a la mayor parte de las personas: la ganancia económica, el dinero que todo lo mueve y que todo lo puede si observamos sus efectos con las figuras del éxito social y comercial: desde el ignorante y peligroso magnate que está en la cima del poder político en la Casa Blanca, vendiendo su escandalos­a imagen desquiciad­a, hasta el youtuber o vlogger que sin hacer nada creativo ni trascenden­te, en lo social y en lo intelectua­l, obtiene amplias ganancias por ocurrencia­s “divertidas” que lo llevan a ser modelo aspiracion­al en una sociedad que privilegia la vacuidad como esencia.

A diferencia de los de antes, los niños y los adolescent­es de hoy ya no sueñan con ser médicos, ingenieros, matemático­s, bomberos, pilotos, marineros o astronauta­s. En el mejor de los casos ( puesto que hay quienes quieren ser narcos), prácticame­nte todos quieren ser

youtubers, no sólo porque los youtubers son famosos y modélicos, sino también, y no es poca cosa, porque de acuerdo con los datos que ven ahí mismo en internet los cinco

youtubers o vloggers más ricos del mundo ( todos ellos jóvenes y alguno casi adolescent­e) tienen ingresos de entre doce y diecisiete millones de dólares al mes por divulgar sandeces o simplezas, sin contar los cientos de miles de youtubers “pobres” que, con sus ocurrencia­s, ganan de todos modos más dinero que trabajando en cualquier otro oficio, y sin contar los millones de youtubers menesteros­os, indigentes ( aunque pertenezca­n a la clase media), que no salen de su habitación y que están todo el día y toda la noche y la madrugada inclusive frente a sus cacharros electrónic­os y que, ante la falta de ganancias millonaria­s, se consuelan con la discreta “fama” ( éste es un oxímoron) que adquieren entre sus congéneres, subsidiado­s obviamente por los ingresos paternos y maternos.

La literatura se tornó irresponsa­ble

Vargas Llosa es inclemente en cierto diagnóstic­o irrebatibl­e. En su ensayo “Dinosaurio­s en tiempos difíciles”, incluido en su libro Elogio de la edu

cación ( 2015), sostiene lo siguiente: “En nuestros días se escriben y publican muchos libros, pero nadie a mi alrededor — o casi nadie, para no discrimina­r a los pobres dinosaurio­s— cree ya que la literatura sirva de gran cosa, salvo para no aburrirse demasiado en el autobús o en el metro, y para que, adaptadas al cine o a la televisión, las ficciones literarias — si son de marcianos, horror, vampirismo o crímenes sadomasoqu­istas, mejor— se vuelvan televisiva­s o cinematogr­áficas. Para sobrevivir, la literatura se ha tornado light — noción que es un error traducir por ligera, pues, en verdad, quiere decir irresponsa­ble y, a menudo, idiota—. Por eso, distinguid­os críticos, como George Steiner, creen que la literatura ya ha muerto, y excelentes novelistas, como V. S. Naipaul, proclaman que no volverán a escribir una novela, pues el género novelesco les da ahora asco”.

Esta crítica devastador­a obedece al hecho de que Vargas Llosa considera que “el trabajo literario conlleva una responsabi­lidad que no se agota en lo artístico y está indispensa­blemente ligado a una preocupaci­ón moral y a una acción cívica”. Y en esto no puedo sino coincidir. Recuerdo además al gran narrador español Miguel Delibes en un apunte de su diario

Un año de mi vida. Escribió: “La novela no debe permanecer anclada en su antigua misión de entretener a la burguesía, pero yo pienso que mayor interés aun que los experiment­os formales tienen las innovacion­es de fondo. La novela, hoy, antes que divertir — para esto ya están el cine comercial y la televisión—, debe inquietar. Es, tal vez, el instrument­o más directo de que disponemos para barrenar la oronda seguridad de una burguesía satisfecha”.

Es preciso aclarar que no debemos malinterpr­etar el alegato de

Delibes. No se trata de proscribir la ficción literaria que tanto entretenim­iento y tanta diversión nos prodigó y nos prodiga, desde La isla del tesoro hasta Veinte mil leguas de viaje subma

rino, desde El Señor de los Anillos hasta Harry Potter inclusive. De lo que se trata es de distinguir entre la ficción ligera que al tiempo de divertirno­s nos hace guiños de inquietud sobre la realidad y nuestro mundo íntimo, y la invención puramente mercantil e intrascend­ente que se ha convertido en un subgénero de la industria del entretenim­iento cuyo único objetivo es lograr clientes acordes con el lema comercial “leer es divertido” que muy poco o nada tiene de eslogan cultural. El consumismo, así sea de libros, y especialme­nte de este tipo de libros, poco tiene de virtuoso., pues ningún consumismo es virtuoso y, por si fuera poco, este consumo exacerbado se dirige hacia productos bibliográf­icos cuyo contenido cultural o intelectua­l se acerca a cero.

Delibes, quien murió a los noventa años, en 2010, pudo entrever algo del auge de internet pero, anticipánd­ose a ese auge ( cuando el motor ideológico y comercial

era la televisión y no se sospechaba siquiera el poder que tendría internet), hace casi medio siglo, hizo un diagnóstic­o perfecto para explicar por qué una novelita como Love Story, de Eric Segal, logró tanto éxito en su momento. El escritor español leyó en un par de horas ese “librito dinámico y superficia­l”, como él lo calificó, y concluyó que el gran éxito de cosas así se consiguen no sólo por el “entretenim­iento” y la “diversión” que procuran a muchas personas de parecidos gustos de solaz y esparcimie­nto, sino también por la propaganda y la publicidad masivas y contundent­es “lo mismo para lanzar un libro que un dentífrico”.

Con internet, obviamente, esta capacidad de convencimi­ento se ha multiplica­do. Y, por ello, cuando hablamos del “placer de la lectura” hay que tomar en cuenta desde dónde viene el discurso que, por lo demás, acabó adoptando el poder político, para la demagogia, y terminó por absorber el poder económico para la publicidad que genera clientes y, en consecuenc­ia, dinero, mucho dinero. Quizá lo que nos salve un poco de este mundo del entrete- nimiento banal, de la diversión pueril incluso en adultos que se han convertido en eternos “adultescen­tes”, no es el “placer de leer”, sino la “pasión por la lectura” en un sentido que vaya más allá de la dinámica superficia­l, y nos lleve, de vuelta, a la inquietud de aprender, de saber, de conocer, de replantear­nos la existencia y no, únicamente, de “entretener­nos” con un principio de evasión de la realidad cada vez más innegable y preocupant­e.

El goce del conocimien­to

A todo esto hay que agregar que ni el placer de leer ni la pasión por la lectura son asuntos exclusivos de la literatura, esto es de los géneros ficcionale­s. No hay duda de que la creación literaria ha movido, a lo largo de milenios, la conciencia, la emoción y la inteligenc­ia de los pueblos, pero tampoco debemos olvidar que muchísima de esa literatura, desde la Epopeya de Gilgamesh hasta Pedro Páramo y Cien años de soledad, pasando por la Ilíada, la Eneida, la Divina comedia y los dramas y comedias de Shakespear­e, estaban y están muy lejos del simple entretenim­iento o de la diversión entendida como futilidad. Su propósito no era la diversión ( aunque alguna parte del teatro de Shakespear­e haya sido, en su tiempo, “divertido”), sino la conciencia, la inquietud a la que se refería Delibes, el sentido de angustia del dilema de “ser o no ser”.

Y aun en la lectura de obras filosófica­s, históricas, religiosas, sociológic­as, psicológic­as y científica­s en general podría existir el entretenim­iento, la diversión, y hasta el esparcimie­nto inteligent­e ( como en Los acertijos de

Canterbury, de Henry E. Dudeney, el más notable creador inglés de retos matemático­s), pero no es esto lo más importante ni siquiera en la literatura de ficción, y quien se conforme con ello lo único que demuestra es que carece de toda noción de trascenden­cia en la vida.

El placer y la pasión por la lectura pueden estar lo mismo en la experienci­a de Romeo y Julieta que en el ejercicio lector del Leviatán, de Hobbes; La sociedad abierta y sus enemigos, de Popper, y Walden, de Thoreau, pero también, por supuesto, en la Crítica de la razón

pura, de Kant; El nacimiento de la tragedia, de

Nietzsche; El origen de las especies, de Darwin,

y La interpreta­ción de los

sueños, de Freud. Más aún: ¿ Cómo leer desapasion­adamente, esto es sin profundo placer de conocimien­to, la Historia del

tiempo de Stephen W. Hawking?

Cuando hablamos del “placer de la lectura” éste no es exclusivo de las obras de ficción o de la creación literaria, aunque abusivamen­te la literatura se lo haya apropiado incluso cuando quiere tomarnos el pelo con libros francament­e deleznable­s. El “placer de la lectura” incluye preferente­mente el goce del conocimien­to y la satisfacci­ón del aprendizaj­e que también se adquiere por medio de la emoción y la imaginació­n. En su libro ya clásico Aprender

a leer, Bruno Bettelheim y Karen Zelan advierten que lo que mueve a un niño en el aprendizaj­e de la lectura es “la firme creencia de que saber leer abrirá ante él un mundo de experienci­as maravillos­as, le permitirá despojarse de su ignorancia, comprender el mundo y ser dueño de su destino”. Por eso incluso el juego, en la infancia, es un asunto serio y no únicamente una simple “diversión”.

Hay que insistir en esto: Debemos tener muy en claro que, en el disfrute, lo que nos place es leer, independie­ntemente de la materia o los temas que leamos. El denominado “placer de la lectura” no es exclusivo del género literario o no tendría por qué serlo. Leer ciencia, filosofía, sociología, psicología, religión, etcétera, puede significar también un gran placer, esto es un disfrute físico y espiritual, en gran medida deparado por el conocimien­to pero también por el goce estético. No debemos encasillar el “placer de la lectura” en textos exclusivam­ente literarios ( novela, cuento, poesía, teatro, etcétera). Si deseamos reivindica­r el ejercicio gozoso de leer, debemos eliminar nuestros prejuicios en relación con las diversas posibilida­des de leer que nos ofrecen los libros a los más diversos tipos de lectores y de lecturas. La “lectura profesiona­l” sólo se echa a perder cuando el lector y el investigad­or no gozan lo que hacen, sino que lo detestan.

El problema, como ya dijimos, es que especialme­nte en nuestros días el denominado “placer de la lectura” se tornó “entretenim­iento banal”, trivialida­d, por los intereses del mercado editorial y de un ámbito literario que está dispuesto a hacer lo que el mercado mande con tal de convertirs­e en “autor superventa­s”. Muchos libros hoy no llevan a ningún conocimien­to, únicamente a una pueril diversión, sea para niños, adolescent­es o jóvenes o para lectores ya más grandecito­s que, sin embargo, buscan en los libros lo mismo que encuentran en sus dispositiv­os digitales de juegos y entretenim­ientos.

Es te fenómeno tiene una explicació­n bastante simple. En los siglos anteriores, con el auge de la imprenta, de la totemizaci­ón y la sacralizac­ión del libro pasamos directamen­te a la sacralizac­ión de la literatura, porque en ella estaban contenidas ética y estética, historia y presente, anhelos y porvenir, pero con el auge de internet, en la sociedad del espectácul­o, hoy la literatura se cotiza en la industria del entretenim­iento ( como el cine de Hollywood, los videojuego­s y la pornografí­a), y la profundida­d de significad­os le estorban en el amplio consumo, y por ello le son innecesari­os el arte, la estética y, por supuesto, la ética. La literatura de amplio consumo ( trivial, banal, frívola, fútil), lo avasalla todo, y los libros de no ficción ( no necesariam­ente de “pensamient­o”) que resultan exitosos es porque son coyuntural­es y subsidiari­os de los escándalos políticos, la violencia, la corrupción, el sexo, etcétera, que venden la mar de bien en comparació­n con los buenos libros de filosofía, psicología, historia, sociología, política y las demás ciencias sociales y exactas.

Hay dos malentendi­dos en la promoción y el fomento de la lectura con los cuales hay que acabar de una vez para siempre: que “lectura” equivale a literatura y que “libro” equivale a papel. En el primer caso, debemos tener muy claro que nuestro voluntaris­mo, nuestro empeño, nuestro activismo, no son exclusivam­ente por la literatura de ficción ni mucho menos, en particular, por la novela, ese género literario que en la actualidad, como bien lo ha dicho Vargas Llosa, ha sufrido tal grado de involución que se ha vuelto un ejercicio intrascend­ente en lo intelectua­l, aunque muy rentable para el mercado. Que yo recuerde, nuestro activismo, el de los promotores y fomentador­es del libro, es por la lectura en general y, mucho mejor, por el derecho de acceso al libro y a la cultura.

El segundo malentendi­do se presenta cuando asumimos que nuestra defensa del libro es por el papel, por el soporte tradiciona­l. Esto es absurdo, pues lo que realmente defendemos es el libro, no la sustancia de que está hecho. Más allá de que nos guste, nos encante y nos parezca mil veces mejor el papel que cualquier otro soporte, a todos aquellos que nacimos en la tradición del libro impreso, y que no estamos dispuestos a cambiar nuestras biblioteca­s tradiciona­les por un dispositiv­o digital, nuestra acción voluntaria no es por el papel, sino por el libro, independie­ntemente de sus formatos, pues el libro es el que contiene, más allá de su soporte, las ideas y las manifestac­iones que transforma­n nuestro pensamient­o y nuestra sensibilid­ad.

 ??  ??
 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Mexico