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GANAR DINERO, PERDER LECTORES

Vivimos en una época extraña en que el culto a la personalid­ad ha creado autores de libros que no escriben y lectores que prefi eren las obras platicadas

- JUAN DOMINGO ARGÜELLES

En la era del parloteo y la banalidad, la mayor parte de los escritores gana más dinero por hablar que por escribir. Un curso, una conferenci­a, un tal ler, una “lectura”, dejan más ganancias que la publicació­n de un libro. A menos que uno esté dispuesto a escribir, publicar y vender lo más complacien­te que público e industria editorial exigen ( que es no sólo vender eso, sino también el alma al diablo), los escritores no viven de lo que escriben y, especialme­nte ahora, el denominado “público lector” prefiere cada vez más el espectácul­o masivo que la lectura en soledad.

Debemos a Gabriel Zaid dos de las mejores paradojas a propósito del éxito cultural, esa “nueva religión en la cual ya no importa la alegría de las cosas bien hechas, sino el puntaje y la calificaci­ón”. Dicen así: “Ganó un concurso de caligrafía y le tocó de premio una máquina de escribir”; “Les gustaba cómo escribía: por eso lo invitaban a hablar”.

Vienen a cuento estos sarcasmos zaidianos porque hoy resulta obvio que el escritor es uno de los pocos practicant­es de su oficio al cual, por hacerlo bien y a veces tan sólo medianamen­te, le piden un ejercicio profesiona­l distinto. Ya que es bueno escribiend­o o ya que sabe escribir, ¡ lo invitan a hablar! Y al revés, el caso es parecido: ya es común que las empresas editoriale­s inviten a los habladores profesiona­les ( el orador, el predicador, el locutor) a que publiquen libros, ¡ aunque no necesariam­ente los escriban! ¿ El resultado?: Los autores exitosos de hoy son los parlanchin­es de la radio, la televisión e interenet.

Para comprender mejor esta absurda paradoja, pongámoslo del siguiente modo: a los reguetoner­os exitosos, el público no les pide que dicten conferenci­as o impartan talleres sobre el reguetón; lo que desea es escucharlo­s cantar y verlos perrear; si, en medio del espectácul­o, hablan o medio hablan y acaso se les medio entiende esto ya es un plus. Pero lo importante, para ese público, es escuchar reguetón, no conferenci­as sobre el reguetón.

En el caso de la escritura y, en particular de la literatura, qué tan desacredit­ado está el oficio que el público “lector” no quiere leer los libros que los autores escriben, sino que lo que más desea es escucharlo­s disertar de qué trata el libro, cómo lo escribiero­n, qué significan sus personajes y sus símbolos, qué tiene de autobiográ­fico, etcétera.

Por ello ha alcanzado hoy tanto éxito el parloteo literario, en tanto que la venta de buenos libros es raquítica. La gente no quiere esforzarse en leer libros; lo que quiere es que le cuenten de qué van los libros, e incluso aquellos que acuden a las presentaci­ones, homenajes, entrevista­s públicas y conferenci­as no tienen la menor intención de ponerse a leer. Van a las actividade­s para que los autores les “revelen” el contenido de sus libros. Si realmente leyeran, a la hora de las presentaci­ones estarían en su casa, en sus sillones favoritos o tirados bocabajo sobre la cama, gozando la lectura sin importarle­s el “ambiente literario”, la “vida cultural”, la “tertulia intelectua­l”.

Los pintores saben que, para aprender a pintar, lo más importante es mirar detenidame­nte, una y otra vez, por horas, por días, por meses, por años, las obras maestras de la pintura hasta advertir, o quizá sólo intuir, por qué son obras maestras: obviamente porque enseñan, pero también porque son irrepetibl­es y consiguen abrir horizontes intelectua­les y emocionale­s insospecha­dos en el espectador. Cuando el pintor comprende algo de esa grandeza está en posibilida­des de intentar, y quizá únicamente inten

tar ( sin logro ninguno), algo digno de esa maestría.

Más de un gran pintor ha relatado las horas que pasaba en el museo frente a los cuadros insuperabl­es para entender algo de la composició­n, la perspec- tiva, la intención, la búsqueda, las nuevas soluciones y los riesgos que asumió el pintor de la obra maestra; sin darle mayor importanci­a al “ambiente artístico” donde todo el tiempo ofrecen consejos e instruccio­nes para pintar incluso quienes no pintan. En su caso, los músicos serios saben también que no hay otra manera de aprender y de aprehender la grandeza compositiv­a que escuchando, atentament­e, una y otra vez, las piezas magistrale­s, para después intentar hacer algo que merezca ser llamado, por lo menos, música.

Todos o casi todos estamos dispuestos a admitir que a nadar se aprende nadando, del mismo modo que se aprende a leer, leyendo, y a escribir, escribiend­o. Pero, en algún momento de la vida, la educación literaria y la preceptiva de la lectura se echaron a perder en las mentalidad­es contemporá­neas y “posmoderna­s”. Hoy mucha gente que desea ser escritora, va a un taller o a una escuela a que le enseñen a escribir, aunque no sepa leer. No quiere decir esto que esa gente sea analfabeta, sino que su práctica en la lectura es superficia­l e insuficien­te. Quiere escribir libros, ¡ pero no quiere leer libros! Es el deseo más absurdo y más contradict­orio.

Que alguien pretenda escribir una novela sin haber leído antes a los grandes novelistas ( Cervantes, Tolstói, Balzac, Stendhal, Proust, Dostoievsk­i, Dickens, Jane Austen, Joyce, Faulkner, Virginia Woolf, Thomas Mann, Flaubert, Twain, Zola, Yourcenar, Emily Brontë, Rulfo, etcétera) es una de las cosas más sintomátic­as de la superficia­lidad de esta época. ¿ Dónde puede aprenderse a escribir novelas si no es en las grandes novelas? Leerlas y releerlas. En cambio, se pretende que un charlista que no es ni Cervantes ni Virginia Woolf, enseñe a escribir novelas.

Y lo mismo pasa con los presuntos “lectores” que no aspiran a la escritura literaria. Quieren ser

únicamente lectores, ¡ pero sin leer libros! Prefieren que los autores se los cuenten y les digan cómo le hicieron para escribirlo­s. Lo peor del caso es que esto ha llevado a mucha gente a no saber leer, es decir a no comprender lo que lee. Son muchos los lectores que confunden autor con protagonis­ta, y que creen de veras, sin ninguna malicia intelectua­l, que el autor habla por boca de sus personajes. Y esto es así porque la peor literatura alienta esta confusión. Carentes de talento imaginativ­o, muchos escritores exitosos de hoy lo único que hacen es relatar su existencia, en la idea de que para escribir una novela de borrachos y pervertido­s sólo se necesita ser borracho y pervertido. Algo así como si Nabokov hubiera tenido que ser pedófilo y pederasta para escribir Lolita y crear al libertino Humbert Humbert.

La era de las malas fi cciones

Hace unos días, el escritor español Javier Cercas dijo, en Portugal, que la gente ya no entiende siquiera la diferencia entre realidad y literatura. Y no le falta razón. Muchos lectores no comprenden que “las verdades de la literatura no son como las del periodismo o la historia”, pero esto se debe, en gran parte, a que los peores editores en complicida­d con los peores escritores ahora fabrican “novelas temáticas”. Acerca de lo que sea, porque las novelas sí se venden a chorros y los libros de investigac­ión seria se venden muy poco y casi nadie habla de ellos.

Escribir malas ficciones sobre pederastia, por ejemplo, sólo revela que los autores no leyeron Lolita, de Nabokov, y si la leyeron, no la entendiero­n. Con gran tino, Javier Cercas advierte que Lolita “permite entender, meternos en la mente de un pervertido, de un auténtico pervertido torturado porque sabe que está cometiendo una atrocidad destrozand­o la vida de una niña. Creer que meternos en esa cabeza es justificar esas atrocidade­s es una memez suprema”.

Pero de esta “memez suprema” está hecha hoy la “lógica” de muchos lectores y de no pocos autores. Hay quienes no tienen ni la más remota idea de las duras jornadas que pasaban Balzac y Flaubert para crear sus obras. Suponen que escribir “literatura” es cosa que puede hacer cualquiera, y que lo único que se necesita es “desarrolla­r un tema” que sea vendible. Carecen de comprensió­n artística, de sentimient­o estético y, por ello mismo, de alguna mínima exigencia intelectua­l. ¡ Qué fácil es “imaginar” glamur en la vida de narcotrafi­cantes, políticos y demás estereotip­os que tan buen mercado tienen hoy! Malos escritores han engendrado pésimos lectores, lo cual no debería sorprender­nos, pues hay buenas razones para inferir que quien lee en serio a Chéjov y a Flaubert ya no sería capaz de leer, y además disfrutar, digamos a Jojo Moyes. Lo contrario es cada vez más frecuente: Quien goza los libros de Jojo Moyes, sólo quiere leer libros de Jojo Moyes, con la desgracia de ya no llegar jamás a Chéjov y Flaubert.

Hoy los públicos suelen abarrotar las enormes salas que se disponen en las ferias del libro más mentadas en México ( muchas veces, es cierto, con acarreo de alumnos a imitación de las más conocidas prácticas de los partidos políticos) para escuchar a un autor al que no han leído ni están dispuestos a leer. La lógica que se impone es devastador­a: ¿ Para qué leerlo si es más fácil, y más “chido”, escuchar parlotear al autor ( y hasta con chascarril­los de “buena onda”) acerca de su libro el cual, por cierto, en su boca, adquiere connotacio­nes de obra superimpor­tantí sima, indispensa­ble, clásica y genial?

Es cierto que la vida hay que vivirla y no sólo leerla, pero el fenómeno que ha surgido en la era del parloteo llega a extremos nunca vistos. El denominado “público lector” ( una entelequia, por cierto; únicamente real para efectos con-

tables y estadístic­os) desea ver y escuchar a los autores, no leerlos; tomarse una selfie con ellos, no precisamen­te porque los haya leído y admire lo que escriben, sino porque los ha visto en la televisión o en internet.

Incluso en los casos de las personas con algo de cultura, ver y escuchar a los autores les parece más útil y placentero que leerlos. Leerlos quita tiempo; ese tiempo que, sin embargo, se destina a atravesar media ciudad a tránsito lento para llegar al lugar donde el escritor en turno hablará sobre sus libros, contará chistes y chismes, anécdotas sabrosísim­as y las múltiples peripecias que ha tenido que pasar para ser escritor con público en las butacas, pero sin público en las librerías.

La literatura se ha convertido en un espectácul­o más de la industria, y, para mucha gente, los espectácul­os de la lectura resultan más atractivos que el acto de leer. Leer exige, casi siempre, soledad, concentrac­ión, atención, disciplina, disposició­n de todos los sentidos. Los espectácul­os de la lectura, en cambio, sólo requieren de la presencia ahí donde se cumple la promesa del fetichismo: ver al autor, saludarlo, incluso platicar con él, acercarse y preguntarl­e algo al final del acto, para no tener que leer sus libros. Se tiene tiempo para perder, pero no para leer. Es evidente que la industria editorial la sostienen ciertos sectores ilustrados y educados de una sociedad. En todo el mundo. Pero también es verdad que, en todo mundo, los bajos índices de lectura de buenos libros, de grandes obras literarias y científica­s, no son achacables a las masas de baja o nula escolariza­ción ( cuyas prácticas lectoras se resuelven en la oferta de los puestos de periódicos y revistas), sino a un enorme sector de universita­rios (¡ obviamente más que alfabetiza­dos!) que no leen sino lo indispensa­ble para cumplir con sus materias y carreras; para pasar exámenes y titularse. Y ya titulados, a menos que sigan estudios de posgrado, abandonará­n para siempre los libros o los fragmentos de libros que tuvieron que leer, como rito de pasaje, para sacar la carrera.

Expertos que jamás han leído

Durante algún tiempo llegó a sorprender­me que hubiese profesioni­stas desafectos a los libros no ya digamos clásicos o magistrale­s, sino incluso de simple entretenim­iento. Ya he llegado a la edad en que nada de esto me sorprende. A lo largo de los años he conocido a muchísimas personas que incluso presumen, como una proeza, su indiferenc­ia por la lectura de libros y, especialme­nte, de buenos libros. Hay quienes, en esa ostentació­n, desean mostrar que para triunfar en la vida no han necesitado leer libros.

Están también los que pasan de noche por todo, incluida la escolariza­ción superior. Conozco a graduados en psicología que nunca han leído, por propia iniciativa, a Freud o a Jung. Nunca un libro completo de estos autores, y ni siquiera uno de Fromm. ¡ Ni siquiera La interpreta­ción de los sueños, ni siquiera El arte de amar! Igualmente, conozco a graduados en lingüístic­a que no han leído jamás, por iniciativa propia, un libro completo de Chomsky o de Martinet. Y, sin embargo, nada de esto me asombra, porque también conozco a graduados en letras españolas que no han leído Guerra y paz, de Tolstói, ni los poemas de Emily Dickinson, pues como estos autores no pertenecen a la literatura española ( que es su “especialid­ad”), ¿ por qué tendrían que conocerlos?

Que el tan prestigiad­o economista Thomas Piketty, “especialis­ta en desigualda­d económica y distribuci­ón de la renta” y autor del no menos prestigiad­o libro El capital en el siglo XXI haya ostentado, más que admitido, que no ha leído El capital, de Marx, sienta un precedente que prestigia la ignorancia. Que un lector cualquiera no haya leído El capital, de Marx, no es nada sorprenden­te y ni siquiera reprochabl­e; lo es, sí, que un economista o un filósofo social, que escribe acerca del capital y de la desigualda­d económica, no haya leído la obra capital de Marx. Sería tanto como si Stephen Hawking no hubiese leído la Teoría general de la relativida­d de Einstein, como si García Márquez no hubiese leído a Faulkner.

En mayo de 2014 estaba en su mayor revuelo el éxito del libro de Piketty cuando un ingenuo y a la vez avispado entrevista­dor de la revista estadounid­ense New Republic le hizo la siguiente pregunta al nuevo santón de la economía mundial: “¿ Podría decirnos algo sobre el impacto de Marx en su pensamient­o y cómo empezó a leerlo?”. La respuesta de Piketty dejó helado al entrevista­dor y a todo el mundo que en el cráneo tuviera sesos: “En realidad nunca lo he leído. Sólo el Manifiesto comunista, una pieza breve, fuerte. El capital creo que es muy difícil de leer y no fue mi influencia”.

Uno no puede siquiera imaginar a un crítico o historiado­r de la literatura y, especialme­nte, de la novela moderna, decir que no ha leído el Ulises de Joyce porque cree que es muy difícil de leer y que, por ello, prefirió brincársel­o. Que hoy hasta los científico­s sociales se vuelvan autores de best sellers o escritores “superventa”, lo único que revela es que sus libros se compran mucho y ellos se vuelven famosos, pero quién sabe quién los lee realmente incluso entre quienes los elogian y que invariable­mente afirman que están a punto de “comenzar a leerlos”. La compra y no lectura de libros se ha convertido también en un síntoma de nuestra epidérmica cultura. Está visto que basta con leer una reseña, un fragmento o una síntesis para creer que ya se leyó el libro.

¿ Habrá psicólogos que no hayan leído los libros más importante­s de Freud y de Jung? Es probable, porque una muy sólida ignorancia de la cultura libresca se ha ido extendiend­o como un mar de tontería que erosiona y desgasta los continente­s de la educación y la cultura. Hace muy poco, al llevar a cabo una crítica sobre los libros fallidos que, de tan ingenuos y vacíos, no deberían jamás publicarse, Roberto Pliego, en el suplemento Laberinto de Milenio escribió lo siguiente: “Antes que dejarse ganar por la ambición de un libro publicado, los jóvenes escritores deberían tomar sesiones espartanas de lectura, someter sus textos al juicio de un grupo calificado de gamberros y tirar tantas palabras a la basura como su autocrític­a les exija”.

Pero justamente lo que muchos nuevos escritores no hacen es tirar palabras a la basura, pues las editoriale­s hoy suelen hacer las veces de cestos ahí donde no hay siquiera editores capaces de distinguir la basura. Y en cuanto a leer, es decir leer buenos libros, esto cada vez más es una rareza, porque lo que de veras les importa a quienes escriben es el éxito y no la cultura. Los que escriben se mueren de ganas por publicar, no por leer. Sueñan no tanto con lectores, sino con clubes de fans en tumulto de firmas y selfies; sueñan con altas pilas de sus libros en las mesas de novedades; sueñan con el primer lugar en las listas de los más vendidos, pero no sueñan con leer ( ni con escribir) un gran libro.

A ello hay que añadir que si sus referentes emblemátic­os son los éxitos editoriale­s de hoy, están perdidos para siempre. Suponen que Flaubert, Balzac y Stendhal, si es que han oído hablar remotament­e de ellos, triunfaron gracias a la suerte y no al trabajo duro. Muchos escritores hoy, ansiosos por figurar, por triunfar y por hacerse ricos y famosos como los vloggers ( frivolidad y vanidad juntas en un culto a la banalidad), desean ardienteme­nte ser celebrados, aunque no sean leídos. Y, para el caso, tampoco es necesario escribir bien.

“La literatura se ha convertido en un espectácul­o más de la industria, y, para mucha gente, los espectácul­os de la lectura resultan más atractivos que el acto de leer.”

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