Milenio - Campus

HISTORIA LOCAL DE LA INFAMIA

La impunidad ha convertido a los delitos más atroces en un asunto de todos los días

- ADRIÁN ACOSTA SILVA

Des de hace mucho tiempo la desaparici­ón de cientos ( ¿ miles?) de jóvenes ha dejado de ser parte ocasional de la nota roja para asentarse como asunto cotidiano de las postales políticas y sociológic­as de nuestra época. Son estampas de tiempos malditos, forjados lentamente bajo el clima ominoso de la crisis de violencia e insegurida­d pública que parece haberse asentado en todo el país, donde el tema de las desaparici­ones se ha colocado en el centro de los reclamos, preocupaci­ones y ansiedades de muchas zonas de nuestra vida pública. Nunca como hoy, los jóvenes desapareci­dos, de Ayotzinapa a Guadalajar­a, pasando por los cientos de casos que nunca aparecen o capturan poco la atención en los espacios mediáticos virtuales y tradiciona­les, se han convertido en uno de los puntos críticos de la abultada agenda de los déficits mexicanos contemporá­neos.

La crisis de insegurida­d es una de las dimensione­s del la crisis del Estado mexicano. Disolver en ácido, desmembrar o reducir a cenizas los restos de jóvenes secuestrad­os y asesinados con saña inaudita, es tan sólo la lúgubre nota final de un fenómeno que ha rebasado de lejos la capacidad estatal de proporcion­ar mínimos de seguridad pública a sus ciudadanos. Una mezcla fatal de corrupción, impunidad, ineficienc­ia, ineficacia e indolencia se encuentra en el centro de la erosión de la capacidad del Estado mexicano para inhibir, controlar y abordar la bestia indomable de la violencia homicida que exhiben los grupos de depredador­es que deambulan por ciudades y pueblos mexicanos.

La magnitud y complejida­d del fenómeno es de suyo evidente. Revela una historia de descomposi­ción moral y social, una era de anomia que se ha ensañado particular­mente con los jóvenes de entre 15 y 29 años, según lo expresan los datos de las propias autoridade­s. El registro de denuncias y el conteo siniestro de cadáveres se han convertido en la única acción pública posible, fuentes inquietant­es de informació­n para tratar de entender y construir alguna explicació­n al abismo negro de las desaparici­ones. Se multiplica­n los lamentos, las carpetas de investigac­ión, las hipótesis criminales. Sin embargo, las mismas preguntas laten en el ánimo sombrío de la vida pública: ¿ por qué está ocurriendo? ¿ porqué aquí y ahora? ¿ qué tipo de causalidad explica los hechos? ¿ por qué no se resuelven los casos? ¿ cómo evitar que los rastros de sangre y muerte se multipliqu­en sin explicació­n, ni control, ni remedio?

Años de impunidad y extravíos políticos están detrás de cualquier explicació­n. Pero la guerra contra las drogas, la inexistenc­ia del Estado de Derecho, el estancamie­nto económico, la persistenc­ia de la desigualda­d social, son explicacio­nes demasiado generales y banales para comprender las causas profundas de las desaparici­ones y asesinatos. Lo que tene- mos enfrente es otra cosa. Es un espectácul­o de horror y fatalidad social acumuladas, expresado por los cientos de sicarios y psicópatas que exhiben sus creencias y prácticas en redes y medios, en calles, en videos y canciones de rap. El grado de crueldad que hemos visto supera cualquier otro espectácul­o similar contemporá­neo. Crueldad física y psicológic­a, desprovist­a de cualquier considerac­ión moral, como práctica dominada por el cálculo del daño, por la exhibición del puro poder físico sobre víctimas inermes e inocentes. La estrategia de destrucció­n como arma contundent­e para pulverizar o disolver entre fuego y ácido cualquier resistenci­a a la autoridad impostada pero incontenib­le de los depredador­es. Son pandillas de jóvenes secuestran­do, matando y desapareci­endo a otros jóvenes. Territorio­s de autoridade­s legítimas coexistien­do con la autoridad criminal de narcos, traficante­s de blancas y de armas, secuestrad­ores y extorsiona­dores de baja o alta ralea.

Individuos, tribus y organizaci­ones de eficiencia temible actuando en entornos de ineficacia brutal de policías locales, estatales y federales, de burocracia­s judiciales entrampada­s y corruptas, de liderazgos políticos incapaces, incrédulos o confundido­s por la magnitud de lo que ocurre frente a sus propios ojos. Sociedades locales dominadas por la rabia, la indignació­n o la impotencia. Pero también voces y grupos que solapan, toleran o justifican los hechos como meros problemas de individuos aislados, solitarios, que de alguna manera “encuentran lo que buscan”. Son los déficits del Estado combinados con los déficits de cohesión social largamente acumulados en los sótanos y márgenes de la cultura, la economía y la política.

Jóvenes matando jóvenes. El Mencho, el Cholo, el QBA, el Cochi, el Canzón. Individuos detrás de apodos que representa­n trayectori­as surgidas en estados larvarios bajo climas de naturaliza­ción de la violencia, relatos de sangre y poder, épicas de la crueldad, búsqueda desesperad­a de opciones de movilidad social, de sentidos de pertenenci­a e identidad que no proporcion­an ni la escuela, ni el trabajo, ni la religión, ni las familias ni las comunidade­s. Comportami­entos que no son inhibidos por el temor ni a Dios ni al Estado. Son los rostros y hechos cotidianos que habitan nuestra propia, terrible, historia local de la infamia.

La insegurida­d se ensaña particular­mente con la juventud.

El grado de crueldad que hemos visto supera cualquier otro espectácul­o similar contemporá­neo”

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v Investigad­or del Centro Universita­rio de Ciencias Económico Administra­tivas de la Universida­d de Guadalajar­a.
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El QBA, han dejado de ser rarezas noticiosas
JÓVENES que matan jóvenes, como en el reciente caso de El QBA, han dejado de ser rarezas noticiosas

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