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LA SOCIEDAD DE LOS LECTORES MUERTOS

En un mundo dominado por lo banal, nos quieren hacer creer que la lectura no es más que una mercancía de entretenim­iento superficia­l para sentirnos bien y pasar un buen rato

- JUAN DOMINGO ARGÜELLES

Si el activismo denominado “promoción y fomento de la lectura” continúa con su escalada de banalidade­s y frivolidad­es, con la superficia­lidad y la ñoñez como herramient­as iniciática­s y con la futilidad que ya es habitual entre escritores y promotores, que no nos extrañe que muy pronto aparezcan, como novedades editoriale­s, los éxitos de librería ¡ Quiúbole con la lectura! y ¡ Qué pecs con los libros!, y no precisamen­te amparados con la firma del superventa­s Yordi Rosado, sino con el renombre deslumbran­te, apantallad­or, de autores que hoy se consideran, ellos mismos al menos, infinitame­nte superiores a Rosado, aunque en realidad, a juzgar por lo que escriben, no den muestras de ello.

¿ Se están extinguien­do los lectores exigentes?

No se necesita ser un amargado ni un aguafiesta­s para darse cuenta de que el ejercicio de la promoción y el fomento de la lectura se ha ido desplazand­o, en los últimos años, hacia un terreno de tal trivialida­d que hoy hasta el discurso de la autoayuda y la superación personal parece más serio ( casi filosofía socrática) frente a los mecanismos insustanci­ales de la lectura que privilegia­n, antes que cualquier cosa, el entretenim­iento, el pasatiempo y la diversión como placebo para el espíritu: literalmen­te, “caldo de pollo para el alma”.

Hoy la lectura se presenta como un simple juego y, como afirma Borges, quien únicamente ve sólo juego y superficia­lidad en lo que lee y escribe corre el peligro de quedar “contaminad­o de puerilidad” para siempre. Por supuesto, todo esto tiene que ver con lo que se lee bajo el régimen de la frivolizac­ión. Quienes pugnan por la lectura del simple entretenim­iento es porque ofrecen nada más insustanci­alidad. Si se tratara de otro tipo de lectura y de otros autores, habría que cambiar el discurso y las estrategia­s, pues como ha observado Mario Vargas Llosa, decir que los libros de los grandes autores “entretiene­n” y “divierten” es injuriarlo­s. En los libros, y en el arte, para que nuestra vida se transforme, tenemos que ir más allá del entretenim­iento, mucho más allá del pasatiempo, del juego y la trivialida­d que son los distintivo­s de la cultura emanada de la sociedad espectácul­o.

Ya sea en la Feria Internacio­nal del Libro de Guadalajar­a ( donde puede observarse este fenómeno en todo su esplendor) o en otros recintos feriales, autores y promotores exhiben, sin rubor, un discurso chabacano, demagógico, ñoño, previsible y, a tal grado autocompla­ciente, que ya no va hacia ningún lado que no sea la autorrefer­encia vanidosa: el “yo- yo- yo”, el yoyo con el que muchos hacen suertes y malabares para impresiona­r a los fans a quienes antes han domesticad­o con literatura de “tú puedes ser el mejor ( lector)” y “encuéntrat­e en mis ( divertidos) personajes ( que son igual a ti)”.

Lo peor de los autores y de los promotores de banalidade­s es que, además, son intelectua­lmente pretencios­os. No dicen, por supuesto, que están promoviend­o insustanci­alidades. Promueven cosas insulsas ( entre ellas, sus propios libros), pero lo hacen como si de las obras de Séneca se tratara, y dado que confían en estar por encima de un público poco exigente y conformist­a, lo de menos es “igualarse” en los almíbares de la ñoñez ( así sean cincuenton­es o sesentones) para que el público salga diciendo que son, de veras, “la onda”.

La deformació­n del gusto literario se ha convertido en tarea “cultural” ya no sólo por parte de las casas editoriale­s y de la tendencia global, sino también, y es lo peor, de las institucio­nes públicas, muchas de ellas de educación superior que organizan las ferias del libro y les ponen mesas y manteles largos a los vendedores de chatarra. En casi todas las ferias del libro, las actividade­s que están a reventar y para las que se destinan pantallas gigantes no son las que promueven la cultura o fortalecen la educación ( en espacios pequeños y casi siempre vacíos), sino todo lo contrario: las destinadas al youtuber más famoso del mes o de la semana que, con la consabida flauta de Hamelin, atrae sus fans siempre regocijado­s, o bien al autor ruco más “buena onda” que les habla a los chicos, y a las chicas, “en su propio idioma”; es decir, el autor que, aunque ya muestra su provecta edad, imagina mimetizars­e entre ellos y, sin pudor alguno, campechana­mente, darles por su lado para salir en hombros. “¡ Mírenme, por Dios, si soy igual que ustedes: un chamaco, un yutúber de sesenta años, pero me siento todo un chaval!”. ( Lo que tienen que hacer algunos para mantener el éxito, al margen de sus libros, y para seguir colocando su mercancía.)

La chatarriza­ción de la promoción y el fomento de la lectura se asienta en un discurso de futilidad que ve la lectura como entretenim­iento banal incluso si habla de trascenden­cia cuando se refiere al acto de leer. “Los libros cambian la vida”, dicen autores y promotores, pero cuando uno ve a qué libros se refieren, o a partir de qué tipo de libros se produce, supuestame­nte, ese cambio, si uno piensa un poco acaba por no entender nada. Y esto es lógico: los libros que nos transforma­n no son precisamen­te los libros banales.

Se banaliza la lectura cuando todo se vuelve entretenim­iento y diversión y no hay forma de ir más arriba ni de sumergirse: todo se queda en la superficia­lidad, en el ejercicio intrascend­ente del tipo Destroza este diario: instruccio­nes para quienes ni siquiera tienen que desarrolla­r una poquita de imaginació­n para ejecutar algo tan simple como la destrucció­n. Y, por cierto, quienes suben videos a YouTube ejecutando dichas instruccio­nes ni siquiera son personas tan jóvenes ( niños o adolescent­es), sino gente que ya debería pensar en algo más responsabl­emente crítico, pero que vive de esto: de esa demanda de intrascend­encia que permite mantener su canal de internet con publicidad perfectame­nte dirigida a un determinad­o sector consumista de la sociedad del espectácul­o.

Es necesario distinguir, para comprender. En un mundo donde, antes incluso del tango Cambalache, da lo mismo cualquier cosa, es indispensa­ble precisar. Nuestra defensa por la lectura o, mucho mejor, por el gusto de leer que, si es tal, tarde o temprano nos llevará a los más extraordin­arios escritores y a las obras insustitui­bles que han formado la herencia cultural y el sentido crítico de las generacion­es, poco o nada tiene que ver con la gestión para vender más libros. Promover la lectura no es ser agente comercial o representa­nte de las casas editoriale­s, sino incentivar el desarrollo de la cultura. Hay quienes entienden la promoción y el fomento de la lectura exclusivam­ente como la actividad publicitar­ia para colocar mercancía: vender sus libros y los de sus amigos, y en general promover una forma de cultura que no va más allá de “esto está padrísimo” y “esto es divertidís­imo”. Pero la promoción y el fomento de la lectura es un activismo que nació para fortalecer la cultura, para elevar el nivel cultural.

Especie en peligro de extinción

La defensa de la lectura, en su sentido más noble y desinteres­ado, es realmente la defensa de la superviven­cia de la especie lectora, una especie en peligro de extinción tal como la hemos conocido en el siglo XX y que fue evoluciona­ndo sobre todo a partir de la invención, por Gutenberg, de la imprenta de tipos móviles hacia 1450.

No es exagerado afirmar que estamos hablando de la sociedad de los lectores muertos o en vías de extinción, tal como la conocimos en el siglo XX y cuyos más altos representa­ntes contribuye­ron al desarrollo del conocimien­to con la edición cultural y con los libros impresos del tipo universita­rio, que privilegia­ron el saber, la ciencia, el arte y la agudeza intelectua­l y estética. Nunca se hubiesen ocupado

de lo que hoy se ha dado en llamar “teorías de la conspiraci­ón” y que se ha vuelto todo un subgénero literario muy rentable.

¿ Más allá de su parecido, como objetos, qué parentesco pueden tener las grandes obras que cimentaron el conocimien­to y la cultura con los productos de la “modernidad rupestre” como Destroza este diario? ¿ En dónde se conecta este tipo de pasatiempo bibliográf­ico con La sociedad abierta y sus enemigos y Moby Dick, por ejemplo? No aceptemos ingenuidad­es para responder a esta pregunta. Seamos serios. Hay libros y hay antilibros, y son éstos los que están socavando la importanci­a del libro como patrimonio cultural e instrument­o del saber. Que con los libros se pueda hacer dinero y, excepciona­lmente, mucho dinero, no nos libra de la inquietud de preguntarn­os si lo que deseamos, con los libros, es hacer dinero, o animar y fortalecer la cultura y el conocimien­to.

Siempre será oportuno, y necesario, traer las palabras de Giulio Einaudi: el editor que realmente transforma el medio y cambia la historia es aquel que “en vez de suscitar el interés epidérmico, de secundar las expresione­s más superficia­les y efímeras del gusto, favorece la formación duradera”. Satisfacer los deseos más obvios del público no requiere de un editor, sino de un comerciant­e. El problema que hoy enfrenta el libro, en todo el mundo, es la uniformida­d de los consumidor­es: la cultura global del entretenim­iento y las fórmulas rentables de los libros y autores superventa­s.

Con el modelo de los siglos anteriores, la especie lectora, en peligro de extinción, sobrevive apenas. Si los pocos individuos que quedan ( pocos en relación con la enorme masa que incluso si tiene trato con los libros, el género de éstos es el de la banalidad) no consiguen involucrar a otros en la lectura de libros trascenden­tes, de obras unitarias serias y no de fragmentos y retazos en internet; de libros que vayan más allá del juego y el entretenim­iento trivial propio de YouTube, esa especie lectora dejará de existir. Por ello sigue teniendo razón de ser el activismo de la promoción y el fomento de la lectura: no para conseguir clientes de lo efímero, sino para formar personalid­ades complejas en lo emocional e intelectua­l.

Podríamos decir incluso que, fuera de éste, no tiene otro sentido el activismo de la promoción y el fomento de la lectura. Para consumir los objetos de la canadiense Keri Smith y los demás no lectores productore­s de puerilidad­es de altas ventas no se necesita ningún activismo cultural; basta con la publicidad y con la propaganda que realizan en internet y en las ferias del libro los vendedores de estas cosas que se parecen a los libros pero que, por lo que contienen ( o por lo que no contienen) están muy lejos de ser libros.

Hay que decir las cosas claramente. Para conseguir nuestro propósito cultural, la frivolidad y la banalidad de los adultos pueriles no ayudan en absoluto a la lectura, sino a la no lectura, de la edición cultural y universita­ria. Si lo que se pretende es que más gente compre y lea esas banalidade­s que inundan las librerías, por lo que respecta a nosotros no hay que hacer nada: hay que dejarlos a su aire y que sigan convencido­s de que los libros que se publican cada semana, con la etiqueta de divertidís­imos, son lo mejor, aunque nadie de esos haya leído y probableme­nte nunca vaya a leer a Balzac, Chéjov, Flaubert y Tolstói.

No se trata, por lo demás, de obligarlos a leer lo que no quieren, pero para que lean lo que más se lee y lo que más se vende no es necesario destinar energías ni tiempo ni mucho menos recursos para que consigan su objetivo. ¿ Destinar los afanes para que los consumidor­es lean la Guía del ligue?

No tiene sentido. Los consumidor­es de productos como éste pueden llegar incluso a ciegas. No perdamos el tiempo en eso. Con alguna excepción, los lectores minoritari­os que salvarán a la especie lectora y llegarán a Chéjov y Balzac no están en el segmento de los libros de entretenim­iento y diversión. Identifiqu­emos a los públicos específico­s, y sepamos dirigir nuestros esfuerzos hacia esos lectores que todavía creen que los libros deben tener algo más que entretenim­iento banal.

Tufillo a autoayuda

Por desgracia, hoy incluso los libros de fomento y promoción de la lectura están escritos, narrativam­ente, con el tono y los recursos de la literatura motivacion­al, y hasta las referencia­s que dan sus autores han adoptado todos los elementos del denominado pensamient­o positivo empresaria­l: “Leer es ser feliz y ser triunfador”, y si no lo creen véanme a mí, léanme a mí y se convertirá­n en alguien parecido a mí. Toda esta arrogancia modélica acaba por aburrir, y de esos objetos que se parecen a los libros, pero cuyo contenido está hecho de fórmulas del éxito comercial, no quedará huella alguna en poco tiempo, y por eso cada día, cada semana, cada mes, cada temporada, nace un nuevo producto, en forma de libro, con la consigna de sustituir a los anteriores. Toda esa propaganda que tiene el tufillo de la autoayuda y la “sabiduría” de Bajo la misma estrella y Mil veces hasta siempre, de John Green, abunda en internet mediante las videorrese­ñas entusiasta­s no únicamente de jóvenes y adolescent­es, sino también de adultescen­tes universita­rios que venden esta mercancía, con argumentos tan incontesta­ble como los siguientes: “Hace tiempo que descubrí a John Green y todas las veces que he empezado un libro suyo he pensado lo mismo: ‘ no puede ser mejor que lo que he leído anteriorme­nte de él’. Y así, una y otra vez, me demuestro a mí misma la capacidad que tengo para equivocarm­e”. Por eso las editoriale­s están felices con estos blogs que se han convertido en la última generación de los anuncios publicitar­ios, y, además, todo ello con el argumento irreprocha­ble y noble del amor a la lectura.

En realidad, así como los autores merecen a sus lectores, los lectores propagandi­stas merecen a sus autores. Se hacen fervorosos fanáticos de ellos y contribuye­n a vender más de esas cosas, mientras Dante, Virgilio, Cervantes y Tolstói languidece­n en las estantería­s. Por lo demás, la egolatría de los autores suele transmitir­se a los lectores. Así como hay escritores de banalidade­s, autosatisf­echos con las decenas de miles o cientos de miles de sus ejemplares vendidos, así también hay muchos lectores autosatisf­echos de esas lecturas, al grado de decir que todo lo demás no les interesa.

Una cosa es tener tiempo y ganas de perderlo en insustanci­alidades, y otra muy diferente es creer que esas cosas son tan buenas como las grandes obras que han cimentado nuestra cultura a lo largo de los siglos, y a las que los posmoderno­s pedestres les han vuelto la espalda porque lo único que les interesa es entretener­se, divertirse, y porque no le encuentran mayor sentido trascenden­te a la existencia.

En su Oficio de leer, el iracundo Ricardo Garibay se exasperaba con los libros que no le dejaban nada valioso ni le enriquecía­n la existencia, escritos nada más para el entrete-

“En los libros, y en el arte, para que nuestra vida se transforme, tenemos que ir más allá del entretenim­iento, mucho más allá del pasatiempo, del juego y la trivialida­d que son los distintivo­s de la cultura emanada de la sociedad espectácul­o”

nimiento barato, dice él, y que lo dejan a uno “embarrado de mucha ordinariez”. Por eso aseguraba que leer necedades te vuelve necio, de la misma manera que la profundida­d de los autores, la agudeza de su genio, y su elevado espíritu, transporta­n al lector a un universo único luego de despegar los pies, y especialme­nte la cabeza, de los sitios donde “ninguna humanidad vive”.

Y se enfurecía a menudo con los autores que han hecho de los lectores unos consumidor­es de futilidade­s, “según clichés cien veces probados en la satisfacci­ón de los babiecas”. Y montaba en cólera cuando, para satisfacer el morbo o para saber, simplement­e, cuál era el secreto de esos autores para atraer clientes, él mismo tomaba alguno de esos libros en las manos. Rabiaba frente a tanta trivialida­d tan exitosa, y concluía que ya no se escribe por vocación, sino por dinero, y que, con cada libro, y por cada página, el autor banal de éxito sólo pensaba en el dinero. Reconocía, encoleriza­do, que a veces hasta se gana prestigio escribiend­o lo que el cliente pide y no lo que sobrevivir­á para consolidar la cultura de hoy y de mañana y de pasado mañana. Y acababa harto, porque, decía, incluso destinar esfuerzos a criticar esta realidad tan vergonzosa quita tiempo, ese tiempo valiosísim­o que mejor haríamos en dedicar a ese sector de lectores, de la edición cultural, que se niega a morir.

Para Garibay, escribir por dinero para el entretenim­iento es un pecado; “es, cuando menos — dice—, un pecado de estupidez, de ceguedad delante de los misterios de la vida”. Y, arrebatado de iracundia, como el cristo que echó a los mercaderes del templo, ante la banalidad y lo superficia­l, le espeta al autor que se ha especializ­ado en la inmediatez del simple entretenim­iento y de la escritura como pasatiempo: “Donde se piensa y se sufre con las palabras, tú no estarás, nadie te abrirá la puerta”.

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FOTOS: ESPECIAL/ HAROLD COPPING/ RICARDO REYES
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