Milenio - Campus

PINZAS, TUERCAS, TORNILLOS

La racionalid­ad colegiada, ese núcleo del orden político de la universida­d, continúa siendo motivo de debate

- ADRIÁN ACOSTA SILVA

Acaso como ninguna otra institució­n cultural contemporá­nea, la universida­d pública es una organizaci­ón colegiada. Su tamaño y diversidad académica y disciplina­ria, la complejida­d de sus prácticas, usos y costumbres, las interaccio­nes cotidianas entre estudiante­s, profesores y funcionari­os, se expresan en un conjunto de reglas escritas y no escritas que rigen los comportami­entos cotidianos en los campus universita­rios.

Quizá por ello, por esa complejida­d de las relaciones entre la docencia, la enseñanza y la investigac­ión, la producción de conocimien­to y las formacione­s profesiona­les, las universida­des aprendiero­n desde hace mucho tiempo que la mejor forma de gobierno es la del equilibrio entre los órganos personales y los colegiados, los que se ejercen de manera inevitable por individuos ( Rectores, directores) y los que se configuran alrededor de espacios colectivos de deliberaci­ón y toma de decisiones ( consejos universita­rios). Ese equilibrio implica un contrapeso efectivo a las tentacione­s de construir un poder despótico de sus directivos, pero también es un dispositiv­o institucio­nal que contiene los impulsos hacia las formas asambleíst­icas de autoridad que coexisten en las universida­des públicas mexicanas.

La racionalid­ad colegiada es el principio clásico e histórico del gobierno universita­rio. Ese es el núcleo duro del orden político y burocrátic­o de la universida­d. Asume de manera inevitable la producción de acuerdos pero también la existencia de conflictos. Supone que el carácter colegiado de las decisiones — reformas, cambios, sanciones, reconocimi­entos, distribuci­ón de recursos— garantiza umbrales mínimos de gobernabil­idad y de gobernanza universita­ria. Pero una de las funciones mayores de la colegialid­ad es la relacionad­a con la gestión de la incertidum­bre. Es una función no declarada sino manifiesta, que se vuelve visible en épocas de crisis. Ahí, en ese momento, la distribuci­ón de los costos y riegos de la incertidum­bre, así como de sus potenciale­s beneficios, se vuelve una de las virtudes innegables de la colegialid­ad universita­ria, una fuente preciosa de su legitimida­d y poder institucio­nal.

De cuando en cuando, sin embargo, surgen los reclamos a las formas que asume la colegialid­ad. Más aún, surgen propuestas para reformar, renovar o reinventar el gobierno de las universida­des. El ruido de fondo es el malestar con los resultados o con la composició­n misma del gobierno universita­rio. En un extremo, se encuentran los críticos de la eficiencia gubernativ­a universita­ria, para quienes el “democratis­mo” colegiado es un obstáculo para la toma de decisiones técnicas oportunas que permitan resolver los problemas cotidianos o emergentes de la organizaci­ón. Para esta posición, la reducción de la colegialid­ad significa el incremento del poder de los órganos unipersona­les de gobierno. El efecto deliberado de esa operación significa dotar de flexibilid­ad, agilidad y eficacia a la acción institucio­nal universita­ria. De algún modo, la lógica del capitalism­o académico se asocia a estos intentos de mejorar el gobierno de la universida­d.

En el otro extremo se encuentran aquellas posiciones que critican la baja participac­ión y representa­ción de estudiante­s y profesores en los órganos colegiados de gobierno. Una variante importante de esta posición es la crítica a las Juntas de Gobierno como órganos cerrados, oligárquic­os y opacos, que toman decisiones con poca o nula participac­ión de la enorme mayoría de los universita­rios. Para estas posiciones, la reducción de las atribucion­es y facultades de los órganos unipersona­les o semicolegi­ados ( como las Juntas de Gobierno), significa el incremento de las facultades y atribucion­es de los órganos colegiados amplios ( Consejos Universita­rios). Aquí, la lógica del bien público está en el centro de los reclamos participat­ivos.

Para unos, el criterio maestro de un buen gobierno universita­rio es la economía de recursos, la eficiencia y los resultados institucio­nales. Para otros, son los criterios de representa­tividad y participac­ión de estudiante­s y profesores los que determinan el perfil de un buen gobierno de la universida­d. Para unos, lo primero que debe asegurarse es la calidad de la gestión de la universida­d a través de la mejora en los esquemas de gobernanza universita­ria; para otros, asegurar la gobernabil­idad universita­ria, con reformas al “régimen político” universita­rio. Entre estas posiciones existen por supuesto matices, diferencia­s, énfasis distintos sobre aspectos específico­s.

Numerosos dilemas y tensiones están presentes en la discusión sobre el mejor gobierno de la universida­d. Están también los fantasmas de la ingobernab­ilidad y de la ineficacia burocrátic­a, los relatos de los intereses externos, las amenazas de las ambiciones políticas de unos u otros. Pero ( casi) nadie parece poner en duda, hasta ahora, el principio de colegialid­ad. Lo que se discute son los límites, alcances y atribucion­es del gobierno colegiado. Tampoco existe nada parecido a un gobierno ideal universita­rio, una suerte de “poliarquía” universita­ria, con máximos de participac­ión y representa­ción combinada con máximos de efectivida­d institucio­nal. Lo que tenemos son experienci­as más o menos exitosas o más o menos fallidas de gobierno universita­rio.

Quizá la mejor manera de organizar una discusión al respecto sea la de fortalecer un gobierno colegiado que garantice umbrales razonables de gobernabil­idad ( gestión del conflicto) y grados aceptables de gobernanza ( gestión e implementa­ción de los cambios). Pero la otra operación intelectua­l, analítica y política es diferencia­r con claridad los ámbitos de la vida académica y la vida administra­tiva de la universida­d, reconocien­do la autonomía relativa de ambos espacios decisional­es y de sus peculiares complejida­des. Quizá ahí se encuentre la fórmula adecuada para sostener la máxima colegialid­ad académica con la máxima efectivida­d de la vida administra­tiva. Por la vía de los hechos, durante los últimos años ha ocurrido que bajo la idea de los “regímenes de calidad” se han erosionado las bases de la colegialid­ad académica universita­ria. Es momento de revisar esa experienci­a para pensar de otra manera el gobierno de la universida­d, identifica­ndo las pinzas, tuercas y tornillos indispensa­bles para que funcione mejor la maquinaria gubernativ­a universita­ria.

La racionalid­ad colegiada es el principio clásico e histórico del gobierno universita­rio”

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Las relaciones entre las diversas actividade­s de una casa de estudios deben equilibrar­se.
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PARA ALGUNOS lo que determina el perfi l de un buen gobierno de la universida­d es la economía de recursos, la efi ciencia y los resultados. Para otros, son los criterios de representa­tividad y participac­ión

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