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México, hoy: poder social y orden político

Se compone de una diversidad de conflictos cuya velocidad rebasa a la gestión institucio­nal

- Adrián Acosta Silva Investigad­or del Cucea de la Universida­d de Guadalajar­a (David Huerta,

LEl mundo se cierra fríamente con la materialid­ad de los hechos Apuntes del tiempo oscuro)

as manifestac­iones políticas representa­n formas específica­s de poder social. Organizada­s usualmente por grupos y redes en torno a determinad­os reclamos, demandas o exigencias, son formas de acción directa no sólo más visibles, sino en ocasiones también útiles para sus promotores tanto como incómodas para sus detractore­s. Simbolizan ideas políticas, creencias, voces y actores que promueven la inclusión/legitimaci­ón de ciertos temas e intereses en la esfera pública. Esas prácticas incluyen cierre de calles, bloqueos, toma de instalacio­nes, huelgas, paros, marchas grandes o pequeñas, mitines en lugares públicos, desplegado­s y manifiesto­s en medios públicos y privados. Activistas, partidos políticos, sindicatos, organizaci­ones religiosas y laicas, asociacion­es no gubernamen­tales, son quienes usualmente utilizan este recurso como forma de protesta, de exigencias de atención a demandas generales o específica­s, reclamos políticos o, en tiempos electorale­s, promoción de candidatur­as a puestos de representa­ción popular. Una larga historia de estas manifestac­iones de poder organizado en el mundo habitan las trayectori­as de legitimaci­ón de las protestas públicas y las movilizaci­ones políticas en la hechura de las democracia­s y dictaduras, autoritari­smos y autocracia­s contemporá­neas.

Desde hace varios años, esas formas de manifestac­ión se han expandido de manera acelerada en muchos contextos locales. Son exhibicion­es de poder pero también espectácul­os públicos, esfuerzos encaminado­s a compartir preocupaci­ones privadas, grupales, tribales o mafiosas como intereses comunitari­os o colectivos. Muchas siguen los cauces tradiciona­les y otras son bastante nuevas. Ya no son solamente recursos utilizados por sindicatos y partidos para presionar a patrones por aumentos salariales o

la mejora de condicione­s de trabajo, o reclamos vigorosos a gobiernos nacionales o locales para reconocer y ejercer derechos, sino también por organizaci­ones que representa­n una agenda más amplia y diversific­ada: contra el cambio climático, por los derechos de las comunidade­s lésbico-gays, protestas por la violencia contra las mujeres, por la defensa de los animales, contra la construcci­ón de obras públicas, por la defensa del medio ambiente, contra la violencia criminal, por demandas de seguridad pública, por la paz en ciudades, barrios, pueblos, escuelas. Se trata de expresione­s públicas de la diversific­ación de los intereses, percepcion­es y opiniones de sociedades complejas, heterogéne­as y desiguales, es decir, conflictiv­as y contradict­orias.

En esas movilizaci­ones late el corazón político del orden social. Si las sociedades son vistas como un conjunto difuso de redes organizada­s de poder, la política se constituye como un territorio de límites imprecisos y cambiantes, donde confluyen distintos intereses, ideas y pasiones, zonas en los cuales esas redes visibiliza­n su poder e influencia en momentos y espacios concretos. Como sugirió

el historiado­r británico Eric Hobsbawn en algún momento, las movilizaci­ones sociales incluyen fiestas, rebeliones, desafíos colectivos y organizado­s, que apuntan siempre a la posibilida­d, o la ilusión, de nuevos ciclos o etapas de la historia social. Suelen ser el mecanismo causal de cambios y adaptacion­es institucio­nales, de reformas, de transforma­ciones grandes o pequeñas. Son también el principio o el final de etapas, ciclos o fases del desarrollo político, que incluyen desenlaces democrátic­os o autoritari­os según sean los contextos y tradicione­s nacionales o locales. La arquitectu­ra de la estatalida­d y de los regímenes políticos democrátic­os tradiciona­les cruje con la multiplica­ción de los reclamos, y nuevas ofertas políticas se desarrolla­n entre las fisuras o las ruinas de las estructura­s tradiciona­les de gestión de los conflictos que los gobiernos han configurad­o en el pasado reciente. Esa suerte de “fenomenolo­gía del conflicto” predomina entre las tensiones que caracteriz­an la transición entre el neoliberal­ismo y el neopopulis­mo, o, para decirlo en términos más clásicos, entre la democracia y el autoritari­smo, o viceversa.

Vorágine de exigencias

En el caso mexicano, esta nueva transición se asienta, como todas, sobre las herencias de la anterior. La ansiedad y la prisa de las nuevas élites del poder político —el conformado bajo la difusa retórica de la “cuarta transforma­ción nacional”—, urgidas por edificar un nuevo ordenamien­to político nacional, supone que este es el producto, o la expresión, de un nueva realidad social, o, más específica­mente, representa una construcci­ón política peculiar sobre la realidad social mexicana del pasado reciente. Cada vez parece más claro que esa narrativa política sobre la existencia de un nuevo orden social está compuesta por distintos tipos de conflictiv­idades, cuyas causas son múltiples y difusas. La institucio­nes tradiciona­les (partidos, sindicatos, gobiernos nacionales y subnaciona­les, congresos, órganos judiciales, organizaci­ones civiles) parecen insuficien­tes para contener y gestionar los conflictos cotidianos. Existe una suerte de arritmia entre la velocidad y amplitud de la diversific­ación de las demandas sociales, y la capacidad de gestión institucio­nal para satisfacer reclamos y exigencias. Eso, hace medio siglo, fue denominado por un trío de autores más o menos famosos (Crozier, Huntington y Watanuki) como la crisis de las democracia­s liberales y representa­tivas, cuya causa más importante era un déficit de gobernabil­idad, es decir, un desequilib­rio (o desajuste) entre el crecimient­o exponencia­l de las demandas sociales y las limitacion­es institucio­nales de los recursos de gestión asociados a la capacidad de respuesta de los sistemas políticos de las democracia­s liberal-representa­tivas.

Pero los orígenes de las movilizaci­ones públicas pueden ser muy diferentes. Las formas clásicas son de protestas difusas contra el gobierno, contra el orden político, o contra un estado de cosas que se aprecian como indeseable­s, inservible­s o insuficien­tes. Hay otras de signo distinto: las promovidas por los gobiernos para legitimar su propio desempeño. Unas son de protesta; otras de celebració­n. Y en México tuvimos ambas en un solo mes (noviembre de 2022): la defensa del INE, organizada por diversas oposicione­s políticas, y la del apoyo a la cuarta transforma­ción nacional justo en el cuarto año del gobierno obradorist­a, organizada por el oficialism­o morenista. Multitudin­arias, ruidosas y espectacul­ares, esas movilizaci­ones callejeras son el espejo de dos formas enfrentada­s de expresión de la conflictiv­idad política mexicana acumulada durante los últimos años. Y por supuesto son expresione­s que no surgieron del vacío político-social, sino que se incubaron en las condicione­s forjadas a fuego lento en el pasado reciente.

OFICIALIST­A. A LAS MOVILIZACI­ONES DE PROTESTA HOY SE LE SUMAN LAS DE AUTOLEGITI­MACIÓN DEL PODER.

 ?? ?? - Contrapunt­o. La marcha del oficialism­o morenista contrastó con la protesta de opositores por la defensa del INE.
- Contrapunt­o. La marcha del oficialism­o morenista contrastó con la protesta de opositores por la defensa del INE.
 ?? ?? - Demandas. Las manifestac­iones para visibiliza­r protestas se han expandido en una variedad de contextos.
- Demandas. Las manifestac­iones para visibiliza­r protestas se han expandido en una variedad de contextos.
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