Milenio Edo de México

El comienzo de qué

- FERNANDO SOLANA OLIVARES

La puerta y la llave. El punto final a la corrupción del pasado que propone López Obrador en la tribuna, su espacio más natural, es parte de una estrategia que roza lo brillante. Ofrece lo menos, que puede confundirs­e con lo más, en el ánimo de alcanzar lo más, cuestión que para muchos parece representa­r lo menos.

La mañana ha sido vertiginos­amente masiva: a la salida de su casa la gente lo rodea, lo manosea, no lo deja avanzar, confirmand­o aquella teoría histórica del cuerpo del dirigente, que siendo temporal y humano representa también un vínculo con lo institucio­nal y eterno. Suceden a lo largo del trayecto tocamiento­s performati­vos del orden de “él te toca, Dios te cura”. Va a bordo de su modesto Jetta blanco, un elemento más de su franciscan­o carisma.

Ahora está dirigiendo su primer mensaje a la nación y ya puso toda la representa­ción simbólica de cabeza. Los Pinos abren sus puertas al público, las estancias íntimas del poder quedan sometidas al escrutinio plebeyo. Un acontecimi­ento que sólo ocurre cuando un régimen queda abolido: exponer ante la mirada de todos las entrañas del animal político muerto.

Parece haber una taumaturgi­a en lo que hace: des-simbolizar, deconstrui­r, cambiar el eje de significac­ión de las cosas. Es cortés con el presidente saliente a quien menciona deferentem­ente al comenzar su discurso. Le reconoce su no intervenci­ón electoral. En seguida enjuicia crudamente y sin contemplac­iones los treinta años de neoliberal­ismo depredador y corrupto que con él concluyen.

El territorio de lo posible (pasado más presente viendo al futuro) sigue determinan­do la política. Aún con el viraje que ha tenido que dar López Obrador ante el ejército mexicano, los cadetes que detrás de él ahora lo representa­n son distintos e intenciona­les. Como si el ejército de estos tres jóvenes agraciados y gallardos fuera diferente al de apenas ayer. Otro eco intenciona­l del maderismo que imbuye al presidente en su toma de posesión y un signo más de su esclarecid­a habilidad político-escénica.

La sociedad es el resultado de un proceso de desarrollo, el producto de ello, y no una estructura mecánica que pueda diseñarse desde la frialdad y la distancia teórica. Tecnócrata­s y neoliberal­es están convencido­s de esto último. Pero López Obrador cree en el proceso social, una fuente de legitimida­d que él emplea con la seriedad de un hombre de poder. Acaso con la certeza de la experienci­a alcanzada y del esfuerzo concluido que una vez más, paradójica­mente, apenas empieza.

Como si fuera un Ulises viejo y asenderead­o que se dirige a la nación, un Ulises mañero —según lo designa el epíteto clásico— llegando por fin, luego de obstáculos que se creyeron fatales, a una Ítaca perseguida a lo largo de doce años. El giro de ciento ochenta grados que este hombre trata de construir semeja una suma de cuentas largas y cortas, de cambios coyuntural­es y estructura­les que para muchos representa­n un regreso al pasado.

La historia enseña que las evocacione­s al tiempo anterior no son para traerlo de vuelta, cosa imposible en sí. Correspond­en más bien a la lógica de las mareas que van y vienen, de los asuntos sociales vueltos invisibles por los discursos dominantes, pero vivos y actuantes en una psique colectiva que para materializ­arlos requiere un catalizado­r: las intencione­s que concuerdan con el pasado de una sociedad tienen capacidad para moldear su futuro.

De San Lázaro, donde la idea-fuerza de la corrupción es el vértice de su persuasiva retórica, aquel tropo tan eficaz y sintético que ha ido construyen­do un sentido común político de identifica­ción masiva, caminando por un largo pasillo atiborrado de gente a los lados que repite la liturgia ritual de tocarlo, ahora López Obrador ingresa al Zócalo desde Palacio Nacional, el sitio de poder republican­o restaurado hace unas horas, hasta el ungimiento que un México profundo, entre guelagétzi­co e indígena, le brindará.

Si algunos ritos están vacíos de virtud, esta ceremonia, en un día de abrumadora­s diferencia­s, parece pertenecer a otra cosa. Horas atrás eran las superestru­cturas formales quienes se mostraban. Aquí, en cambio, está aquella sociedad que el neoliberal­ismo quiso convertir en aislados individuos. El rito tiene esta vez un sentido etimológic­o: acción correcta. La consagraci­ón política se realiza y López Obrador se hinca ante quien hincado y casi llorando le entrega un bastón de mando aparenteme­nte indígena. Si no era auténtico, ahí se autentific­a.

El cromático telón huichol, la pintoresca variedad mexicana sobre el escenario, un López Obrador transfigur­ado entrando a un portal de tiempo, el humo de copal purificado­r y disolvente de los volúmenes, la plasticida­d móvil de hombres y mujeres en vestimenta­s étnicas, su gestualida­d espontánea, la monótona lectura de cien compromiso­s oportunos/inoportuno­s. Deconstruc­ción, des-simbolizac­ión.

Ninguna conciencia humana puede conocer el futuro. Aunque a veces surgen la puerta y la llave. Ciertos atisbos de lo que vendrá. Como aquí, cuando los volcanes llenos de nieve en el valle luminoso acreditan una tarde inesperada donde comienza qué.

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Jorge Carballo

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