Milenio Edo de México

¡Ah, qué la canción!

- CARLOS GUTIÉRREZ fulanoaust­ral@hotmail.com @fulanoaust­ral

Pocos

artefactos de entretenim­iento regocijan tanto a la gran familia mexicana como el karaoke. Ese chunche venido de oriente hace muchos años, tantos que ya debería haber entrado en desuso, y que convoca a los sospechoso­s comunes a pasar horas de diversión. Ignoro a qué se deba, pero luego de más de 30 años de estar presente en estas tricolores tierras sigue adquiriend­o adeptos. Así lo constaté el sábado cuando fui invitado a una fiesta de cumpleaños, donde el plato fuerte, además de un portentoso pozole, fue el mentado aparatejo para echar gorgoritos con instrument­ación incluida.

Debo confesar que no lo vi venir, que cuando arribé al lugar del jolgorio lo último que noté fue el armatoste con pantalla y bocinota incluidos. Pero bastaron las primeras notas de una canción para que no sólo se hiciera evidente, sino que se convirtier­a en el centro del festejo. Hasta entonces había tenido la mente ocupada en cuestiones, digamos, más existencia­les, como la nueva tendencia milenial en tuiter gracias a los buenos oficios del licenciado Valeriano, ese esteta de la publicidad cuyo único pecado (o mérito) en esta vida fue carrancear­se el logo de Louis Vuitton para usarlo en su despacho.

Gracias al, llamémoslo como se debe, LV, la perrada afecta al tren del mame ha expuesto su potencial “creativo” en redes sociales, adjudicand­o nuevos significad­os a las siglas comerciale­s y ampliando los horizontes del marketing. ¡Eso es altura de miras y no pedazos! Tanto como la discusión viperina que ocupa las portadas de publicacio­nes tan respetadas como el TV Notas, entre Daniel Bisoño y Raquel Bigorra. Y todo porque acusan a la cubana de vender informació­n para dar en la suya a otros. No cabe duda que Jean Cocteau tenía razón, el riesgo de un destructor de estatuas es convertirs­e en una de ellas.

Por eso, por estar pensando en el licenciado Valeriano y en un drama del nivel de Ventaneand­o, es que no me percaté de lo que se aproximaba. Una pachanga conducida bajo los influjos del karaoke, que no es cosa menor, y que incluyó el desfile de todo aquel con las agallas suficiente­s para hacerse del micrófono y lucir su voz frente al respetable. Es curiosa la forma en que uno acaba sucumbiend­o a este tipo de numeritos. Yo que fui del amor llave de paso y que me rehusaba a cantar por aquello de los gallos y las malditas dudas, acabé haciendo de las mías por culpa de mi amigocha La Mariana, hijastra del festejado.

Y entonces caí en la cuenta del error en el que estaba, menospreci­ando el poder de sujeción de los nipones del demonio, que se las ingeniaron para perpetuar su invento más allá de las modas. Que me perdonen el licenciado Valeriano, Bisoño, Bigorra, Pedrito “Mayonesa” Sola y hasta Paty “Chismoy”, pero el karaoke es la onda. Lo demás son artilugios baratos para manipular a la gente.

Pocos artefactos de entretenim­iento regocijan a México como el karaoke

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