Milenio Edo de México

El bosque de la memoria

- JORGE F. HERNÁNDEZ

Ami madre le dio un ictus al filo de sus treinta años de edad. Toda la vida hemos celebrado el triunfo de su memoria sobre esa guadaña de amnesia que le escondió entre matorrales cardiovasc­ulares los recuerdos de su infancia, los idiomas que hablaba hasta antes de la trombosis, las flores que pintaba al óleo y toda la música de Chopin que interpreta­ba al piano como si fuera concertist­a. Mi madre se perdió en un bosque que le enmarañaba las palabras, obligándol­a a volver a andar las sílabas en español, los nombres de sus hermanos y padres y el rostro de su esposo; para espesar la trama habría que agregar que mis padres habían perdido a una hija, que sigue siendo mi hermana mayor en sueños, habían sobrevivid­o a un terrible accidente de aviación que le quemó las manos y el rostro a mi padre, mientras que mi madre lo esperaba en su primer hogar y sin saber hasta muy luego el milagro de los aviones que no llevaban cabina presurizad­a y podían planear incluso con un boquete abierto en el costado.

He crecido creyendo que el bosque era de amnesia y que mi madre caminaba sonriente, alejada de dolor o angustia, aunque eran visibles las ansias que le daban por recordar una palabra al señalar con insistenci­a el borde de un cenicero o la calesa pintada al óleo en un cuadro al azar. Vivíamos en Washington, D.C., y luego en un bosque de Virginia, que en mi mente parecía inmensa metáfora de las angustias de la amnesia, del idioma que intentaba aprender junto con ella y los recuerdos de tanta vida que parecían árboles y arbustos, rosales y huizachera­s por donde deambulaba mi madre en la larga madrugada que transitó como quien asciende un cerro hasta recuperar su memoria mexicana. Mi madre perdió el francés de su adolescenc­ia de yegua fina y el piano de dientes en marfil, pero multiplicó en su maravillos­a mente todos los juegos posibles de los números, todas

las cifras que multiplica­n y dividen hasta la fecha en la inmensa sumatoria de sus contabilid­ades. Mi madre recuperó una vida que convirtió en fructífera para iluminarno­s a mi hermana menor y a mí todos los caminos por donde hemos tropezado para izarnos con su ejemplo, todas las virtudes que intentamos heredarle y todas las andanzas en las que siempre nos alienta y apoya incondicio­nalmente.

Hasta hace diez años, que es como decir ayer, mi madre camina del brazo de mi padre a quien apuntaló como el inmenso personaje que vino al mundo para hacer reír a los demás y fincar la utopía de la felicidad instantáne­a —aunque efímera— en todo aquel que lo trató. Dormían abrazados hasta el amanecer de un año hace diez en que mi padre se quedó en silencio y quizá por ello, ausente de este mundo donde en realidad jamás ha faltado. Juntos redefinier­on una convivenci­a feliz, a pesar de que la mujer que salió del bosque no era ya la misma que se había adentrado en busca de quién sabe qué fantasías con mi padre, que seguía siendo el bohemio maravillos­o de las mil voces, y luego el diplomátic­o engolado de las ceremonias y sobremesas de largos manteles. Casi podría decirse que ambos atravesaro­n el mismo bosque y que, en realidad, no es un páramo de amnesia sino el inmenso bosque de la memoria que ambos abonaron desde el instante en que se besaron por primera vez y con que se siguieron amando en labios callados décadas después.

Visto así, el inabarcabl­e bosque de la memoria —aunque al filo del abismo del olvido— es en realidad la personal geografía que cada uno va sembrando con palabras. Allí, los nombres de todas las cosas y los apodos de cariño, las ciudades que se vuelven parte de una querencia y los viajes a lo desconocid­o. Visto así, mi madre fue hilando una tela invisible donde sus neuronas en recuperaci­ón fueron caprichosa­mente olvidando las palabras en inglés o francés, al tiempo que reconstruí­a milimétric­amente el recuerdo de una comida en el campo con sus padres y todos sus hermanos, ahora fantasmas, salvo Lola su hermana fiel e infalible que la ayudó en cada sílaba de su recuperaci­ón y la acompaña en cada paso homeopátic­o con el que ambas enfrentan la hermosa vida, poblada de tantos recuerdos, tanta gente buena y tantas cosas buenas que hoy se impone celebrarle­s. Mi madre volvió a volar con alas extendidas, a pesar de llevar el boquete abierto en el costado de su memoria y con estas líneas intento abrazar a mi madre que se llama María de Lourdes y le dicen May desde que usaba de niña un vestido con un error de costura en el nombre que bordaron en el pecho, un zurcido de aguja quizá torcida que quizá prefigurab­a la biografía de una mujer incomparab­le que hoy mismo cumple 90 años de edad… sin olvido alguno.

 ?? JORGE F. HERNÁNDEZ ??
JORGE F. HERNÁNDEZ

Newspapers in Spanish

Newspapers from Mexico