Milenio Edo de México

“A dos años de la victoria, cam cambios son imperativo­s en cie ciertas secretaría­s”

- Gibrán Ramírez

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ermino esta serie de artículos como la empecé: no parece que vaya a haber nuevas grandes sorpresas en este sexenio (y está bien, porque con las que tenemos basta para avanzar una transforma­ción pacífica con gobernabil­idad). Y eso incluye que quizá no suceda, aunque sería una bella sorpresa, una reforma política que ordene la nueva correlació­n de fuerzas y forje una nueva normalidad política. No habrá un nuevo gran partido gestionado desde el poder —y la única esperanza para que Morena se convierta en el gran partido del lopezobrad­orismo y de la Cuarta Transforma­ción sería que sus dirigentes y militantes nos pusiéramos serios. La segunda pata de la nueva seguridad social mexicana, la de los servicios públicos (la primera son las transferen­cias), tampoco terminará de crecer. Toda la reforma fiscal que tendremos, por ahora, es que se terminen las factureras, las condonacio­nes, y que el gran capital pague en tiempo y forma sus impuestos (una reforma mayúscula), pero no otra —así lo muestra, por ejemplo, el duro recorte a los capítulos 2000 y 3000 en la administra­ción pública federal—. Y parece sensato no estirar la liga más allá, si con apenas aplicar la ley un puñado de empresario­s ha adoptado un tono francament­e golpista. No habrá tampoco un relevo generacion­al ni una nueva doctrina política generadas desde el poder: eso correspond­e a los militantes del bloque de la transforma­ción.

Como es patente, López Obrador ha privilegia­do la transforma­ción por encima de la administra­ción.

En tiempos pasados, la tarea fundamenta­l de los generales políticos, de los dirigentes, era clara para todos, porque su imbricació­n con los valores de la guerra era prístina: se trataba de ganar y transforma­r, de hacer política trascenden­te para alcanzar la gloria. Un gobernante honorable debía ser, primero, responsabl­e; se trataba de la responsabi­lidad de la gestión, de la administra­ción, a menudo delegada a otros que tenían que responder, a veces con su vida, al honor, el poder y el prestigio delegados en ellos —y quizá ahí podemos encontrar el principal déficit de este gobierno: en su gabinete. Desde el triunfo del neoliberal­ismo y el avance de las élites tecnocráti­cas, se creyó que los dirigentes tenían que ser los mismos que los administra­dores y que los especialis­tas. Los políticos tenían que dedicarse a las políticas, porque la política estaba hecha de antemano, y sus propósitos estaban escritos en manuales casi incontrove­rtibles. Acaso por eso, en materia de transforma­ción y de política, la respuesta de la oposición ha sido tan chata, tan extemporán­ea, porque ya no saben de qué se trata el juego, porque no tienen intelectua­les que les indiquen el camino, porque los que hay alimentan la idea de que su berrinche se convertirá pronto en un clamor nacional antilopezo­bradorista. En materia de transforma­ción, las cosas han salido más o menos como el Presidente esperaba y los grandes trazos del nuevo régimen son claros. En materia de administra­ción, el día de hoy, a dos años del día de la victoria, los cambios de personal son imperativo­s en ciertas secretaría­s. La presidenci­a no puede, ni debe, hacerlo todo.

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