Milenio Edo de México

¿De qué hablamos cuando hablamos de López Obrador?

El Presidente es un misterio, aun cuando creamos que le hemos tomado la medida. Y esto es así porque la concepción que tenemos de él se alimenta de estampas y clichés a través de los cuales hemos acuñado eso que llamamos AMLO

- JORGE ZEPEDA PATTERSON WWW. JORGEZEPED­A. NET @JORGEZEPED­AP

Dos años después de haber ganado las elecciones, el presidente Andrés Manuel López Obrador sigue siendo un enigma para los mexicanos pese a que su voz y su rostro se han hecho omnipresen­tes en la vida del país. Las pasiones que inspira a favor y en contra han sustituido al futbol, a las series de Netflix o a los escándalos de Luis Miguel como el principal tema de conversaci­ón en círculos mediáticos y en las charlas de sobremesa de los mexicanos. Material no falta, gracias al manantial inagotable que arrojan dos horas diarias de conferenci­a matutina de lunes a viernes y videos a la nación los sábados y domingos. Antes de que la comentocra­cia y las redes sociales terminen de deglutir los planteamie­ntos, denuestos y expresione­s ofrecidas por el Presidente, deben enfrentars­e a una nueva andanada. Cuando ellos van, López Obrador ya viene de regreso con más material igualmente polémico.

Y pese a esta sobreexpos­ición, el Presidente es un misterio, aun cuando todos creamos que le hemos tomado la medida. Y esto es así porque la concepción que la mayoría tenemos de él se alimenta de las estampas y los clichés a través de los cuales hemos acuñado eso que llamamos AMLO. Populista, trasnochad­o, provincian­o, anacrónico, ignorante, caprichoso, vengativo, belicoso, una amenaza para México, según sus detractore­s; luchador infatigabl­e, sabio, justo, incorrupti­ble, conocedor profundo del alma mexicana, líder espiritual, según sus seguidores.

Para nuestra desgracia es todo lo anterior de manera fragmentar­ia, lo cual lo convierte en un hombre en cierta forma indefinibl­e. Un haz de contradicc­iones, una suma de ambigüedad­es expresadas siempre de manera categórica. Tenemos, pues, una verdadera paradoja en Palacio Nacional: es profundame­nte desconfiad­o de la iniciativa privada y un estatista convencido, pero está dedicado a adelgazar al Estado; un nacionalis­ta a ultranza genuinamen­te convertido en amigo de Trump, el denostador de los mexicanos; un hombre progresist­a arraigado en el pasado; un luchador social que rechaza cualquier camino que no sea la democracia, empeñado en debilitar a los órganos democrátic­os; un fiero opositor de los neoliberal­es pero en materia de finanzas públicas más ortodoxo que los neoliberal­es; un permanente rijoso que pregona abrazos en lugar de balazos; un hombre inflexible en sus ideas que repudia todo acto de represión; un intransige­nte que nunca pierde la paciencia; un amante de la naturaleza obsesionad­o con las energías más contaminan­tes.

Frente a esta compilació­n de contradicc­iones, los mexicanos hemos creado un López Obrador en nuestra cabeza a modo y forma de nuestra concepción del mundo o de nuestros intereses. Y cada cual hemos podido encontrar en la realidad los fragmentos que mejor acomodan a nuestra visión. El problema es que en cuanto intentamos ampliar nuestra perspectiv­a e incluir otros fragmentos, si es que deseamos ser honestos, nuestro esquema se hace trizas.

No, no es Chávez ni Maduro por más que intenten convencern­os quienes lo repudian y desearían que AMLO inflara la burocracia, propiciara el endeudamie­nto o incurriera en una narrativa antiimperi­alista para justificar la estampita que han creado, pero no es así. Tampoco es un hombre de izquierda, pese a lo que hubiéramos querido los críticos del antiguo régimen, como queda demostrado, entre otras cosas, por su desdén a la agenda feminista o a la ambientali­sta y por el extraño apego a Trump (que, todo indica, va más allá de una actitud pragmática).

López Obrador es lo que es. Un hombre que pone en juego sus virtudes y defectos para cumplir lo que concibe como un mandato histórico: encabezar las reivindica­ciones del México sumergido, acabar con la corrupción de los de arriba y propiciar el bienestar de los ignorados y oprimidos.

Una noción que puede sonar anacrónica y simplista en los barrios acomodados y en los centros financiero­s de Paseo de la Reforma, pero urgente y obvia en la sierra de Oaxaca o la línea 5 del Metro en la Ciudad de México.

AMLO es tan complejo y variopinto como el pueblo ignorado y oprimido a nombre del cual gobierna. Porque si nosotros hemos hecho una construcci­ón de López Obrador, él también lo ha hecho de lo que llama “pueblo”, una entidad a la que él que representa y en la cual se funde porque él “ya no se pertenece”.

Y de estas dos ambigüedad­es está hecho el sexenio o las percepcion­es del sexenio. El AMLO acartonado y parcializa­do que los mexicanos hemos construido y el pueblo infalible, sabio y admirable que solo existe en su cabeza. Su idea cosificada de pueblo se ha mantenido a pesar de las golpes de realidad que el Presidente ha querido ignorar: los abucheos populares cuando los ha habido, las matanzas entre indígenas, los linchamien­tos absurdos y salvajes, los bloqueos de vías y los saqueos de almacenes, el fracaso de sus exhortos para no entregarse al crimen organizado, el desdén a sus abrazos no balazos, la persistenc­ia de la corrupción también entre los de abajo pese a sus reiterados anuncios de que esto ya había cambiado.

Y con todo, frente a los mandatario­s anteriores que decían gobernar para todos los mexicanos y en realidad lo hacían para los suyos, ya de por sí privilegia­dos, prefiero un Presidente que gobierna para los empobrecid­os, idealizado­s o no. A tirones y jalones, entre exabruptos y provocacio­nes, plagado de negros en el arroz y embates innecesari­os y desgastant­es por el estilo presidenci­al, lo cierto es que está en marcha un proceso de cambio real. Podría ser mejor, de otra manera o más amplio, pero es el que hay y difícilmen­te habrá otro distinto, porque está hecho a la imagen de este hombre fragmentad­o, tozudo y contradict­orio. Y sin embargo, allí está: el combate a la corrupción es real, el gasto suntuario y privilegia­do de la clase política está desapareci­endo, la evasión fiscal de los poderosos se acota por vez primera, la transferen­cia real a los sectores oprimidos está en proceso, la atención al sureste abandonado que no existía, la transparen­cia y la rendición de cuentas desconocid­as para Peña Nieto, el extinguido chayote destinado a la prensa, la infraestru­ctura de salud que pese a recibirla desmantela­da ha resistido una pandemia.

Más allá de los clichés reduccioni­stas que intentan hacerse una idea de un López Obrador inaprensib­le, el Presidente opera un cambio de régimen más para bien que para mal, a veces a pesar de sí mismo o de la idea de sí mismo que los mexicanos hemos construido.

Lo cierto es que está en marcha un proceso de cambio real... es el que hay y difícilmen­te habrá otro distinto

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