El virus y nuestro temerario optimismo
Alguna
gente vive aterrorizada por el nuevo coronavirus. Ustedes sabrán ya de esas personas que se enclaustran, literalmente, y que salen a la calle, cuando no les queda más remedio, ataviadas casi de escafandras de buzo. Otras, las más, se toman las cosas con cierta calma y siguen simplemente las medidas recomendadas por las autoridades sanitarias. Están igualmente quienes no se pueden permitir prácticamente ninguna forma de aislamiento y salen porque afuera es donde se ganan la vida. Y, bueno, te encuentras también con individuos que no sólo exhiben una absoluta despreocupación, sino que niegan de tajo la existencia misma del virus, señalando la existencia de una morrocotuda conspiración mundial e inculpando a los Gobiernos.
Lo interesante de la situación es que cada quien responde, después de todo, de una manera personal y cada quien decide, por su cuenta, cuál va a ser su reacción particular a la amenaza, más allá de que la epidemia nos afecte colectivamente. Es cierto que hay algunas historias espeluznantes: un hombre joven y atlético cuenta, en el reportaje publicado por un gran diario, que comenzó a tener síntomas cada vez más severos hasta que un buen día se despertó luego de un mes entero de haber sobrellevado un coma inducido por los médicos (parece ser que la intubación es tan incómoda para los pacientes que en algunos casos les provocan ese profundísimo letargo y les evitan así sufrimientos innecesarios). Este hombre volvió a la vida sin la masa muscular de antes y sin poderse siquiera mover por cuenta propia. La primera advertencia que lanza, mientras intenta recuperarse, es que tomemos todas las precauciones posibles. Pues sí, su caso es bastante estremecedor. Pero, al mismo tiempo, hay gente que se ha contagiado del virus y a la que no le pasa absolutamente nada. ¿Qué tendríamos que hacer, entonces? ¿Sujetarnos a unas draconianas disposiciones de aislamiento? ¿No caer en la tentación de volver a un restaurante o de tomarnos un café en el local de la esquina luego de larguísimos meses de encierro?
Lo posible no es lo probable. Es decir, nos puede caer encima casi cualquier desgracia por el mero hecho de encontrarnos aquí, en el mundo real. Pero, al mismo tiempo, no es forzoso que muramos en un accidente de carretera o que nos asesine un desconocido o que nos degüelle una turba revolucionaria. Y, en lo que toca a las bienaventuranzas de la vida, es ciertamente posible ganar el premio mayor de la lotería pero, al mismo tiempo, muy poco probable.
La mayoría de la gente, por lo que parece, se ha guiado por este principio de aleatoriedad, así sea de manera instintiva. Estaríamos hablando, entonces, de que la expectativa de no ser contagiado se ha sobrepuesto a la eventualidad de terminar un día intubado en una cama de hospital.
Así es nuestro optimismo de humanos temerarios.
La expectativa de no ser contagiado se ha sobrepuesto a la eventualidad de terminar intubado