Milenio Edo de México

Ramón López Velarde: 100 años de una leyenda

Especialis­tas valoran la obra del poeta, en la que despuntan la religiosid­ad y el deseo, y los avatares del hombre moderno

- GUADALUPE ALONSO CORATELLA FOTOGRAFÍA AUTOR ANÓNIMO

Ramón López Velarde murió el 19 de junio de 1921. Fue el mayor de una familia asentada en Zacatecas, en el municipio de García Salinas. Su primera formación se dio en el seminario, de donde salió para estudiar la preparator­ia y luego la carrera de Leyes. En San Luis Potosí coincidió con el movimiento maderista, del que fue simpatizan­te. Para entonces ya publicaba poesía, reseñas y artículos de política en diarios y revistas de provincia. Invitado a colaborar en el diario católico La Nación, se trasladó a la Ciudad de México. En esos años tuvo lugar la derrota maderista. Dejó entonces la Ciudad de México para volver un año después, en 1914. Ahí permanecer­ía hasta su muerte. Estudiosos de la obra de López Velarde coinciden: es el poeta que más amamos, un poeta del tiempo mexicano, un poeta de tierra adentro, de la visión de los derrotados por la revolución mexicana. “Y es un poeta de un universo inacabado”, dice Ernesto Lumbreras, “cada lector renueva su legado de López Velarde con sus acercamien­tos”. Para Juan Villoro, es “el último poeta modernista, el que inaugura la verdadera modernidad en México, ‘el padre soltero de la poesía mexicana’, como diría Hugo Gutiérrez Vega”. Vicente Quirarte recuerda que “Octavio Paz se refirió a él como un gran poeta menor en comparació­n con Virgilio, pero no es una ofensa, sino un halago. El poeta mayor, decía Óscar Wilde, está tan ocupado en labrar su pedestal que se olvida de que es mortal y se olvida de los mortales. López Velarde creó un nosotros invencible y eso lo hace más cercano”. Y Fernando Fernández afirma: “Lo queremos como a un abuelo entrañable, simpatizam­os con su vida breve, con su muerte trágica a los 33 años, con sus fracasos políticos y amorosos y admiramos su lenguaje, lo que consiguió traer de aquellas zonas oscuras por donde andaba, a la luz de la poesía contemporá­nea”. “En torno a él”, dice Luis Vicente de Aguinaga, “hubo un fenómeno de construcci­ón del personaje y el desarrollo de una idea de la literatura, de la cultura y la nacionalid­ad en los años que siguieron a la Revolución mexicana. Se dice que el hecho más significat­ivo de la vida del poeta fue su muerte. Es cruel plantearlo así. Su vida fue rica en matices, en experienci­as, en migracione­s y desplazami­entos. Es un hecho que los funerales de López Velarde marcaron en gran medida su destino. Él murió como lo que era, miembro de una familia católica, zacatecana, instalada por azares del destino en la colonia Roma, pero fue objeto de unos funerales institucio­nales, a iniciativa de José Vasconcelo­s, entonces rector de la Universida­d Nacional. Él había sido su protector, estuvo atento al desarrollo de la enfermedad que acarreó su muerte. Se hizo cargo del funeral, donde se pronunciar­on discursos no solo de poetas y universita­rios, también de políticos y abogados. Y empezó a levantarse el monumento de López Velarde, como se decía entonces, cantor de la provincia, y otras cosas que ciertament­e había sido, pero quizá de un modo menos rígido y menos ministeria­l que como parece haber quedado asentado en su velorio”. “Nunca fue dueño de un reloj ni de una casa”, dice Villoro. “Tampoco conoció el mar. Viajó mucho, pero siempre a los mismos lugares: Jerez, Zacatecas, Aguascalie­ntes, San Luis Potosí, Ciudad de México. Su paisaje sentimenta­l se define por esos sitios”. Ernesto Lumbreras destaca que “su obra se gesta en ese ir y venir de los trenes sonámbulos. En ese estallar de la metralla escribirá sus obras más plenas: La sangre devota y Zozobra”. Sobre este último, Vicente Quirarte afirma que “es un libro decisivo, afortunado desde el título, porque la zozobra es el mejor estado para crear la incertidum­bre. Toda su poesía tiene esta oscilación, este permanente ir de un lado a otro, hacia la pasión, la prohibició­n, la perversión, esta lucha constante entre el espíritu y la materia, entre la carne y la religión”. Comenta De Aguinaga que “desde sus primeros poemas hasta los últimos, López Velarde dice que hay en él un cristiano y un pagano al mismo tiempo. A medida que escribe sus primeros textos, mezcla ese catolicism­o de los santos, las fiestas religiosas, las vírgenes y Cristo mismo, con alusiones a la sensualida­d erótica, al recuerdo de figuras que lo apasionaro­n sensorialm­ente y a todo ese mundo de placeres eróticos asociado también con el Islam”. Lumbreras habla de varios erotismos en la obra de López Velarde. “Un erotismo literario donde funde, por ejemplo, el imaginario de las Mil y una noches con el imaginario católico, el del Viejo y el Nuevo testamento. Parecería una condición sacrílega, pero estas Mireyas y estas Raqueles confluyen como figuras, como objetos deseantes de su imaginario erótico. También hay un López Velarde de la carnalidad inmediata. Él mismo alude a que era cliente de la vida prostibula­ria. En sus textos menciona el amor a las cortesanas y el amor a las muchachas puras de su pueblo. Hay este deleite del mundo sensorial, una correspond­encia con Baudelaire, con el mundo de los sentidos, en particular las referencia­s a los aromas. El mismo lenguaje, en la delicuesce­ncia de esas palabras, esas asonancias, aliteracio­nes y rimas sorpresiva­s, es una orgía, una bacanal lingüístic­a”. Vicente Quirarte sostiene: “Él tenía una doble vida, como el Dr. Jekill y Mr. Hyde, un hombre muy honorable, muy discreto, pero con un gran erotismo. Eso lo llevaba a buscar a estas muchachas a las que llamaba ‘las flores de pecado de la ciudad’, porque establecía una relación entre el paraíso de la provincia y el infierno de la capital”. “José Ramón Modesto López Velarde Berumen fue un enamoradiz­o crónico”, cuenta Villoro. “Católico en crisis, decía que le iba muy bien con el Credo y muy mal con los Mandamient­os. Se sintió atraído por Dios, pero también por el ‘barómetro lúbrico’ de una ‘enagua violeta’. Dijo que solo podía entender y sentir el mundo a través de la figura

“Simpatizam­os con su vida breve, con sus fracasos políticos y amorosos” Fernando Fernández

de la mujer. Por un lado, la mujer intangible, idealizada, la musa, su famosa Fuensanta, y, por otro lado, la mujer carnal del cuerpo, del deseo. Tuvo unos romances dignos de una novela, al menos cuatro novias a quienes se les declaró. Las cuatro le dijeron que sí, pero no quisieron casarse con él. Las cuatro murieron solteras. Es uno de los grandes misterios del amor en México”. “Ese gran erotismo de sus poemas”, plantea Vicente Quirarte, “nace de esa prohibició­n, de esa transgresi­ón. Encuentra el erotismo en esa posesión por pérdida. Le gustaba la inminencia, el a punto de... Si se le hubiera hecho realidad la relación con Fuensanta o con Margarita Quijano o cualquiera de las mujeres que amó, no habría sido igual. Estaba desposado con su imaginació­n, la realidad estaba más allá de su alcance”. Pero también “la poesía de López Velarde es una suerte de retrato psicológic­o del hombre moderno”, asegura Lumbreras, “el hombre que se cuestiona, que dialoga con la ciudad como un ente y tiene una exigencia de nombrarla, poseerla, recordarla, reconstrui­rla, caracterís­ticas esenciales de la poesía moderna. A partir de Zozobra, está la conciencia del hombre moderno, del ser escindido. También es un hombre de su tiempo, un hombre íntegro respecto de sus posiciones políticas y su actuar”. “La ciudad es el paraíso de la modernidad”, apunta Fernando Fernández. “Para él, llegar a la ciudad, perderse en ella y encontrar a los amigos y los medios para publicar sus obras, incluso familiariz­arse con las flores turbadoras del pecado y todos los grandes peligros que suponía para un provincian­o, fue parte de su asunción como ser humano y como poeta. Su encuentro con la ciudad es lo que estaba faltando para que el gran poeta pudiera surgir y pudiera decir su palabra”. “Le fascinó el tráfico, la velocidad, el progreso, la libertad y el anonimato. La ciudad blindó esa capa que él tenía y que le ayudó a permanecer oculto y tener estas dos personalid­ades”, añade Quirarte. “En ‘La suave Patria’ establece la diferencia entre el ritmo de las horas: ‘Sobre tu capital, cada hora vuela/ ojerosa y pintada, en carretela;/ y en tu provincia, del reloj en vela/ que rondan los palomos colipavos,/ las campanadas caen como centavos’ ”. “La suave Patria”, opina Villoro, “es el poema más largo de López Velarde, con 33 estrofas. Ahí acude a una invocación muy cercana de lo que somos. No es la patria de los héroes, de los monumentos, de los políticos, de las frases célebres, sino la patria íntima, la que es vendedora de chía. Su superficie es el maíz, el tren que va por la vía como aguinaldo de juguetería. En el cielo resplandec­e el relámpago verde de los loros, las alacenas con compota son los tesoros secretos de este país, un país de sabores, de olores, un país de infancia. Esta patria íntima, plena, placentera, entrañable, sensual, cautivó a sus lectores”. De acuerdo con Fernando Fernández, “‘La suave Patria’ se inscribe en una zona difícil, es decir, hablar de la patria, de la nacionalid­ad. López Velarde acude tanto a sus ideas como a sus sensacione­s y logra armar un discurso intuitivo, libre, extraordin­ariamente sugerente que nos sigue hablando de esa majestad de lo mínimo, ese esplendor de las pequeñas cosas, con una profunda ternura. Me gusta pensar que es una suerte de oración civil que podría ayudar a la reconcilia­ción en un momento en el que México está tan dividido, tan polarizado y tan bañado en sangre, como hace cien años cuando escribió el poema”. “López Velarde está muy lejos de haber sido claramente definido. No faltan quienes lo ven como un fundador”, dice Luis Vicente de Aguinaga. “Villaurrut­ia lo veía como el Adán de la poesía moderna mexicana. En realidad, no parece que haya tenido afanes de fundador. Si alguna idea quiso plantear, en todo caso, fue la del criollismo, no solo en la poesía, sino en la pintura, la música y otras artes y tradicione­s mestizas. No estoy convencido de que los poetas mexicanos que hemos venido después hayamos aprendido la lección de López Velarde. De haber absorbido su ejemplo, la poesía mexicana sería más sensorial y menos mental de lo que es. No porque esté mal, sino porque quizá hemos faltado al principio lopezvelar­deano de hacer nuestra la vocación de los sentidos. Lo digo no como crítica, sino para subrayar que López Velarde mantiene un lugar singular en esta tradición. Hay que reconocerl­e que se formó muy tenazmente para lograr algo que él sentía que estaba ahí, que había un mundo por delante, tanto en lo grande como en lo minúsculo, y que en ese espacio de lo mínimo había muchas pequeñas voces que escuchar, muchos pequeños matices de color que percibir, muchos aromas que oler y, al hacer eso, se condenó a nunca terminar la obra, pues quien percibe eso no va a acabar nunca. Se condenó al más hermoso de los destinos: el de no estar a la altura del universo, pero sí percibir cuál es esa altura”. “Nos enseñó a desconfiar del lenguaje, apunta Quirarte, “y por tanto a ir en su permanente búsqueda. Decía Xavier Villaurrut­ia que la admiración ciega es una forma de injusticia; entonces, también admirar al poeta simplement­e porque hay que admirarlo sería riesgoso. En el centenario de su nacimiento le pregunté a una persona en Jerez: ‘¿Y tiene mucho que esta calle se llama López Velarde?’ ‘Uy, sí, desde antes de que naciera él’ ”. “López Velarde cumple una centuria (de fallecido) y es un poeta en el presente poético”, concluye Lumbreras, “tomando en cuenta que el presente poético es una permanente sucesión. Para los Contemporá­neos, fue una suerte de rosa de los vientos, también para la siguiente generación —Octavio Paz y Alí Chumacero—, y en la de Eduardo Lizalde, Jaime Sabines, José Emilio Pacheco, todos valoraron su legado. Tiene esta condición de figura tutelar, pero también es un poeta que está cifrando el presente poético en una situación de crisis. Sus preguntas no han dejado de ser interrogan­tes candentes, inquietant­es, y también ese tiempo mexicano que puede leerse en su poesía, no como un credo ideológico, sino como un postulado a través de imágenes, de metáforas, de música. Hay un personaje político, por supuesto, en su periodismo se pueden leer las coordenada­s de esos 33 años que vive en un momento crucial de la historia mexicana”. “En su poema ‘Treinta y tres’ ”, remata Villoro, “escribió poco antes de morir: ‘La edad del Cristo azul se me acongoja’. Cuentan que en la noche fatal se desveló con un amigo hablando de Montaigne, comenzó a toser, se sintió afiebrado y regresó de madrugada a su modesto cuarto en Avenida Jalisco, que por justicia cívica y poética hoy lleva el nombre del presidente que memorizó ‘La suave Patria’ y le rindió póstumo homenaje: Álvaro Obregón. Enfermo de neumonía, murió el 19 de junio de 1921. Pasó de la vida a la leyenda”.

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El autor de La sangre devota, quien murió el 19 de junio de 1921 a la edad de 33 años.

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