El selectivo capitalismo de la 4T
Superado el silencio obligado que impone el proceso electoral y ya protegido con la segunda dosis de la vacuna anticovid, el presidente Andrés Manuel López Obrador acudió a un mitin en Veracruz, el primero en tiempos de pandemia. Rodeado de sus seguidores y con un tono de voz agudo, característico de su vida en los templetes, atacó a los conservadores encorajados porque quieren regresar al gobierno, amenazó con aplicar manicure a los gobernantes electos que sean ladrones y prometió no reelegirse porque hay relevo generacional en Morena. Apenas la suburban negra en la que viaja el Presidente tomó el camino de terracería que lo conducía al acto oficial en Martínez de la Torre, cientos de simpatizantes se arremolinaron alrededor para entregarle documentos, regalos o saludos. Y en medio de los empujones, los políticos de la región que intentaban tomarse la selfie con él. López Obrador se acercó a las vallas, saludó con la mano a algunos, agradeció con la mano en el pecho a otros y prometió resolver el conflicto de la carretera Poza Rica-Gardel.
La batalla emprendida por la 4T para que el Estado tenga el monopolio absoluto en la generación de energía eléctrica se alimenta de una visión tribal del mundo y del impulso, muy arcaico también, de ejercer dominación y poderío sobre todos los sectores sociales.
La economía capitalista contiene un elemento esencialmente libertario al que son alérgicos los adeptos del estatismo: se sustenta en el espíritu emprendedor de los individuos soberanos. Eso es lo que lleva a que los pobres alcancen a ser parte de la clase media. Eso, también, hace que una buena mujer se ponga a vender tacos en la calle, que el vecino vaya de puerta en puerta ofreciendo los pastelillos que horneó en casa, que el artesano coloque un puesto en la acera para exhibir sus figuras de madera tallada o que la costurera deje el taller para dedicarse a revender accesorios fabricados en China.
El comercio callejero es desaforadamente capitalista, señoras y señores: de no ser por la perniciosa extorsión de los líderes podríamos considerarlo la expresión más acabada del anarquismo de libre mercado en tanto que los vendedores no pagan impuestos, no registran sus mercaderías ante las autoridades hacendarias, no realizan las fastidiosas diligencias a las que obliga la estorbosa burocracia y no acatan siquiera las reglamentaciones urbanas dispuestas para facilitar el movimiento y la circulación de los demás habitantes.
Curiosamente, un régimen que declara su tenaz oposición al neoliberalismo tolera perfectamente la existencia de estas prácticas comerciales. Sabemos, desde luego, que los llamados comerciantes ambulantes (que no ambulan ni tampoco deambulan sino que tienen puestos fijos, por lo que el calificativo es inexacto) recompensan con sus votos la benévola indulgencia de las autoridades –vivimos en un país de sempiternos usos clientelares— e imaginamos, de la misma manera, que sería muy costoso, en términos políticos y por la violenta agitación que se desataría, el más tibio intento de recuperar los espacios públicos para que volvieren a ser un bien común de los ciudadanos en lugar de servir de establecimientos para ventas privadas.
La gran paradoja es que la complacencia de los adalides de la 4T se esfuma en cuanto el capitalismo deja de ser, digamos, popular y lo pretenden ejercer inversores de más altos vuelos (hablo meramente de los recursos que están dispuestos a invertir, no se trata de una prejuiciosa categorización). No sólo se acaban ahí los apoyos y las tolerancias sino que se levanta, a las primeras de cambio e invocando el sacrosanto emblema de la soberanía nacional, un infranqueable muro de prohibiciones y contratos invalidados: la electricidad que consumen los mexicanos la debe producir el Estado mexicano y sanseacabó. En las calles, eso sí, se pueden seguir vendiendo baratijas chinas.
Un régimen que declara su oposición al neoliberalismo, tolera el comercio callejero capitalista