Milenio Edo de México

Sonó la chicharra

- EMILIANO PÉREZ CRUZ* *ESCRITOR. CRONISTA DE NEZA

Bajo el puente vehicular el tamalero espera a su clientela, que por ahí cruza rumbo al paradero de autobuses y taxis. Ahora no lo acompaña su “domadora”, quien le auxilia abriendo los bolillos con el cuchillo y embutiendo en ellos el tamal de mole rojo o de salsa verde. Clientela le sobra al hombre.

Las vecinas acuden con un pocillo para llevar atole a casa (champurrad­o, de masa o arroz con leche). Vaporiza el bote que contiene el variado producto, envuelto en hojas de maíz.

Quienes caminan para abordar el vehículo que los deje cerca de su trabajo, hacen una tregua, rodean el triciclo del tamalero y aguardan a que les despachen su torta de tamal. Trigo y maíz en feliz coexistenc­ia.

Bajo el puente las autoridade­s municipale­s colocaron varios juegos: volantines, mecedoras, columpios que al salir de la escuela los chiquillos invaden en parvada mientras los más grandes se ejercitan en el picorete salivón y sus variadas presentaci­ones.

–Ándele, don, despácheme porque ya mero cierran la escuela, apúrese.

–Enseguidit­a está su pedido, señito, enseguida.

–Preste el cuchillo y voy abriendo los panes. Para ver si valora a su esposa, ahora que no vino: ya ve que sí le hace falta.

–Sí, bien que me ayuda: ahora tiene otros quehaceres, pero mañana por aquí andará… De cuáles y cuántos va a querer, marchantit­a.

–Póngame dos de mole y dos de verde. Y aquí dos vasos de arroz con leche. –Enseguidit­a está su pedido, señito.

Por diversos puntos de la ciudad circula una camioneta pickup. El conductor hace alto en sitios preestable­cidos; sus ayudantes bajan los botes con tamales y los entregan a los vendedores. El aroma atrae a la clientela y el fresco matutino amerita que algo calientito baje y caliente al estómago.

Hay quienes ahí mismo engullen su pedido y otros devoran su torta sobre la marcha, porque el tiempo apremia y el reloj checador no perdona. Y aún hay que hacer fila para abordar el camión guajoloter­o.

El hombre de los tamales mantiene la calma, que contrasta con la prisa de la clientela, la mayoría amas de casa que llevan a los chiquillos a la escuela y temen el sonido de la chicharra que anuncia el cierre del portón.

–Ahí tiene ya bastantes bolillos abiertos; y despácheme, que se hace tarde.

–Enseguidit­a, señito, enseguidit­a está su tortita. No se desespere.

–Si por mí fuera aquí me quedaba toda la mañana, ayudándole, pero este demonio tiene que entrar a la escuela: apúrese.

–En eso estoy, doñita, aquí tiene lo suyo y córrale que ya sonó la chicharra.

–Có-rra-le, córrale usted y cóbrese o me voy.

–Vaya y luego me paga, señito. Córrale.

–Voy y vuelvo, y ya prepare mi pedido porque mi domador se va sin almorzar…

Los hábiles dedos del tamalero desenvuelv­en las hojas de maíz, cogen el bolillo y ahí retacan el tamal vaporizant­e, aromático. Se hace agua la boca. Mete un cucharón al bote lechero y llena con atole los albos vasos de unicel, que ya desbordan el contenedor de la basura.

–Tamaleees, hay tamales de salsa verde, mole rojo y de dulce, cuántos tamaleeess­s…

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–Me da dos tortas, una de verde y una de rojo, y de postre uno de dulce. Pero apúrese, hombre, que me cierran la escuela.

–Aquí tiene y córrale, que ya sonó la chicharra, señito: córrale.

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