2024: ¿enojados o esperanzados?
Cuánto conflicto soporta la democracia? La pregunta es pertinente, sin duda, porque una sociedad plurales inevitable mente conflictiva y porque la confrontación cotidiana es normal y hasta cierto punto saludable. ¿Cuál es la frontera? La no violencia. La disputa democrática termina donde empieza la riña violenta. Hablo de violencia física y de violencia verbal, porque esta es la antesala de aquella.
El enojo es el combustible que mueve al populismo. En la era de la ira hay mucha gente enojada —ya lo he dicho: los muchos que tienen y deciden poco saben lo suficiente para indignarse ante los pocos que tienen y deciden mucho— y el discurso populista crispa a los indignados y cosecha votos. Ahora bien, los líderes adoptan la prédica iracunda por una mezcla de cálculo y temperamento. Veamos dos casos, separados por la geometría política y unidos por una infamante amistad.
Donald Trump ha hecho políticamente rentable su personalidad. Es un hombre impulsivamente rijoso y narcisista que alberga más inseguridades que agravios. Sus insultos han emanado siempre de su bravuconería y de sus entrañas tóxicas, pero ahora se dirigen tácticamente al establishment del que proviene, el que lo colmó de privilegios. Andrés Manuel López Obrador, encambio,tieneambascaracterísticas:espendenciero por naturaleza y carga un rencor acumulado primordialmente a partir de 2006. No tiene que fingir: abriga encono y busca venganza contra las élites. De hecho, aunque su inquina ha aumentado, su arenga es esencialmente la misma desde que inició su carrera por la Presidencia, cuando el electorado enojado era minoritarioenMéxico.Poresoyosostengoqueélnoadaptósu estrategia electoral al humor social, sino que el humor social se adaptó a su estrategia electoral.
Quedémonos en el populismo mexicano. El problema de AMLO es que su talante lo lleva a agudizar el conflicto, con una violencia verbal que socava nuestra precaria democracia. La injuria le sale del alma y, al mismo tiempo, le sirve para alimentar el enojo del núcleo duro de sus seguidores. No deja de hablar de la corrupción y la injusticia en gobiernos pasados ni cesa de vilipendiar a sus opositores y evita así que merme la beligerancia que lo sostiene. Nada lo hace rectificar. Ahí está su reacción a la marcha en defensa del INE, que le propinó cuatro reveses: frustró su reforma electoral, refrendó su pérdida de la capital del país, rompió su monopolio de la plaza pública y le arrebató la narrativa. Un estadista habría aguzado el oído para discernir el clamor de esos ciudadanos; AMLO reforzó la garganta para insultarlos y convocó a una contramarcha para atizar la polarización —cada vez es más diáfano su discurso de lucha de clases, por cierto— y para restañar su ego. Una marcha que, si ha de calibrar su popularidad y no su poder, deberá cotejarse con la que protestó contra su desafuero y no con la del 13N. Que la oposición tome nota del dictum de Nixon,
of all people: quien te odia solo triunfará si tú lo odias también. AMLO quiere que le respondan con virulencia para justificar la suya. Lo que teme es que lo encaren con la idea-fuerza de la reconciliación nacional que —lo dije hace un año— le es cara a los mexicanos y puede hacer que en 2024 sean más los esperanzados que los enojados.