¿Datos, cifras, hechos? Eso ya no importa…
La mentira, de tal manera, adquiere cartas de nobleza: es la materia prima del programa de un gobierno como el de Donald Trump y sirve de herramienta imprescindible a lo largo de las campañas electorales
Es verdaderamente asombrosa la disposición de la gente a creerse cosas que no son ciertas
Toda existencia humana se ve inevitablemente implicada en un encuentro con la realidad de la mentira. De pequeños comenzamos a mentir por cuenta propia, desde luego, para disfrazar travesuras, pillerías y jugarretas. Luego, se aparece en nuestro entorno el compañerito tramposo del colegio, debidamente acompañado del acusica de turno, ese soplón que trata de ganarse los favores de los grandes, en un primer momento, a punta de denuncias fundamentadas y que, visto el éxito de su empresa, comienza a fabricar posteriormente acusaciones falsas y calumnias descaradas. Más tarde, luego de tramitar el paso por los distintos escalones educativos y ya en el mundo laboral, el encontronazo con los mentirosos de la casa resulta mucho más dañino: estando en juego beneficios reales y ventajas claramente codiciables, la mentira se vuelve una auténtica arma de guerra para el individuo que pretende lograr ascensos, aumentos de sueldo o la mera eliminación de un competidor molesto. En fin, en otros ámbitos, aceptamos la mentira como una suerte de herramienta, muy necesaria, para mitigar la dureza de las cosas u ocultar designios que no queremos que sean revelados a los demás. O sea, que, según el caso, el impulso de mentir puede resultar de siniestros propósitos pero, también, de la mera intención de dibujar un universo más amable o de la necesidad, puramente estratégica, de no desvelar planes personales.
Ahora bien, estos simples apuntes sobre los diferentes rostros de la mentira no se refieren a otro fenómeno, absolutamente inquietante, que se manifiesta en la masiva proliferación de falsedades, imposturas, falacias, engaños y falsificaciones que estamos viendo no sólo en unas redes sociales en las que los usuarios cuentan con la facultad de propalar lo que les venga en gana sino en los espacios de la política. Es ahí, en la propagación de todas esas supercherías, donde el uso de la mentira se vuelve excepcionalmente perturbador en tanto que los miles de seguidores de un partido político —ciudadanos a parte entera, o sea— o los meros consumidores de noticias falsas se trasmutan, de pronto, en una fuerza social perfectamente capaz de inclinar la balanza en unas elecciones presidenciales o de determinar el desenlace parlamentario de una ley importantísima.
La mentira, de tal manera, adquiere cartas de nobleza: es la materia prima del programa de un Gobierno como el de Donald Trump y sirve de herramienta imprescindible a lo largo de las campañas electorales. Los datos duros y los hechos objetivos ya no cuentan: ¿había contenidos comprometedores en los correos de Hillary Clinton? ¿El Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica era lesivo para los intereses comerciales de los Estados Unidos? ¿Se puede caracterizar al inmigrante ilegal mexicano como un violador? ¿Barack Obama dejó a la primera potencia económica mundial en una situación desastrosa? ¿Se puede obligar a un país vecino a que pague la edificación de un muro en un territorio que no le pertenece? Pues, miren ustedes, sin siquiera cotejar con la realidad las promesas electorales y las estremecedoras advertencias de un sujeto que se dio el lujo de aparecer, él mismo, como un descarado infractor, sus partidarios no sólo lo llevaron a la presidencia sino que, ahora que las cosas se están descomponiendo a un ritmo acelerado, le siguen brindando su apoyo incondicional.
Es verdaderamente asombrosa la disposición de la gente a creerse cosas que no
son ciertas. Inclusive delante de la comprobación de un acaecimiento —para mayores señas, la menor cantidad de personas que asistieron a la toma de posesión de The
Donald, exhibida en unas tomas fotográficas aéreas que mostraban palmariamente la diferencia con la multitud que estuvo al llegar Obama—, la fe de los simpatizantes no disminuye. Ni qué decir del papelón que escenificó luego el Secretario de Prensa de la Casa Blanca al bramar “Ha sido la asistencia más numerosa que haya jamás estado en cualquier toma de posesión. ¡Punto final!”. El propio Trump no reconoce cifras ni testimonios: para él, la ventaja de Hillary de casi tres millones de votos en las pasadas elecciones resultó de que fueron sufragios “ilegales” y, naturalmente, avisó de que la Casa Blanca iba a emprender una “investigación”. No ha habido la más mínima prueba de que eso haya ocurrido y… ¡sus votantes tan tranquilos y contentos!
La lista de las mentiras es tan grande que podemos ya hablar de una práctica consustancial a la actual Casa Blanca. Curiosamente, es Trump quien denuncia la difusión de fake news en esos medios que no le son afines y que se limitan a cumplir con el propósito fundamental de la prensa libre: informar. El hombre no hace más que proyectar al exterior sus propias fijaciones (que revivan a Freud, por favor, para que se ocupe del caso) pero, al lanzar aviesamente esas acusaciones, consagra públicamente una de las más inquietantes tendencias de nuestros tiempos: la de otorgar un valor cada vez más decreciente a los hechos.