Mejor justicia… ¿más criminales en las calles?
México afronta una interminable y desalentadora lista de problemas. Simplemente, el tema de la inseguridad pública es absolutamente escalofriante (y, por favor, no son los “muertos de Calderón”)
En cuanto a las responsabilidades de Peña, ¿habrá acaso heredado un país ejemplarmente organizado, sin el flagelo de la corrupción y con un aparato de justicia eficiente, entre otras posibles bondades?
Una y otra vez, cotidiana y fatalmente envueltos en una realidad nacional inaceptable, los mexicanos terminamos por enfrentarnos a la gran pregunta: ¿cómo se podrían cambiar las cosas en este país?
México afronta una interminable y desalentadora lista de problemas. Simplemente, el tema de la inseguridad pública es absolutamente escalofriante (y, por favor, no son los “muertos de Calderón”, digo, hay una diferencia abismal entre el tirano que extermina deliberadamente a sus opositores —o que manda ejecutar sumariamente a los presuntos criminales— y el presidente de una nación que, por las razones que fueren, emprende una ofensiva para combatir a los cárteles de las drogas).
En fin, la guerra ha sido costosísima bajo cualquier punto de vista pero, lo repito, no estamos hablando de una estrategia planificada para matar a los ciudadanos. En cuanto a las responsabilidades de Enrique Peña, ¿habrá acaso heredado el hombre un país ejemplarmente organizado, sin el flagelo de la corrupción y con un aparato de justicia eficiente, entre otras posibles bondades? De pronto, resulta el gran culpable de todo y los consumidores no podemos siquiera advertir que ya no pagamos por el roaming del celular, que las llamadas a los paisanos que cosechan los sembradíos de California son ilimitadas y que, por 300 pesitos al mes, tienes tres gigabits de navegación.
Los muertos siguen estando ahí, sin embargo, aunque la paternidad no le sea directamente atribuible a un maligno sujeto sino que resulte de una diversidad de factores y, en todo caso, de una torpe política pública. Se tendría que haber comenzado, desde luego, por reforzar los cimientos del edificio de la justicia nacional, antes de lanzarse al combate en campo abierto (es una simple metáfora, amables lectores: si algo tiene de complicada esta batalla es que no existe un enemigo visible y, peor aún, que el adversario no respeta siquiera las reglas más elementales de la lucha armada).
Ahora bien —y hablando, precisamente, del propósito de cambiar y transformar a México—, ¿por dónde comienzas esa gran tarea de depurar los Ministerio Públicos, de garantizar que los jueces dicten sentencias con total probidad, de que exista una policía científica altamente capacitada, de que los juicios se sustenten en escrupulosas y metódicas pesquisas en lugar de que se finiquiten debido a muy dudosas “confesiones”, de que las comparecencias de los testigos no se aplacen interminablemente porque el acusado no ha repartido sobornos, de que el poder del dinero no incline la balanza y, en este siniestro universo de podredumbres, de que los más pobres, en su irremediable desamparo, no sean quienes reciban descomunales e inmerecidos castigos?
La mera enunciación de lo que debiera ser reparado en ese ámbito particular nos muestra, en toda su dimensión, lo imposible de la tarea: ¿alguien imagina que se puedan apenas desmontar algunos componentes de esta gigantesca trama de intereses? ¿No hay dinero allí, en el despiadado tráfico de víctimas, de inocentes encarcelados, de abusadores impunes y asesinos sueltos?
Alguna esperanza tenemos, a pesar de todo, porque comenzamos ahora con la paulatina instauración de un nuevo Sistema Penal Acusatorio derivado de la reforma del aparato de la justicia iniciada en 2008. Pero, ¿qué pasa? Entre muchas otras cosas, que el jefe del Gobierno de la Ciudad de México denuncia que, por el cambio de los procedimientos, hay ahora más delincuentes en las calles de la capital y, por lo tanto, que se perpetran más delitos. Es decir, hay más inseguridad, más robos, más asaltos, más extorsiones, más secuestros… O sea, que las cosas no mejoraron sino que ahora es peor el asunto: todos esos presuntos infractores que poblaban los “centros de readaptación social” —en los cuales, justamente, iban a ser “readaptados”, “rehabilitados”, “rescatados” y “redimidos” (porque, caramba, de eso iba el asunto, ¿no?, de eso se trataba)— pues resulta que no, que no sólo siguieron siendo los mismísimos que eran antes de comenzar el mentado proceso de “readaptación” sino que, ya liberados ahora, tampoco han mostrado el debido agradecimiento esperable en los directísimos beneficiarios de un sistema penal más justo, más humano y menos arbitrario.
Ustedes dirán, señoras y señores, qué tan factible es cambiar a México.