La nómina criminal
Los maleantes de hoy son interdependientes y multifuncionales. Trata, piratería, extorsión, narcotráfico o secuestro no son sino diversos departamentos de una misma corporación
En otro tiempo, había que meterse a un escondrijo para dar con la mercancía pirata; hoy lo difícil es encontrar la legítima
Los criminales ya no son los de antes. Poco, si acaso algo, queda de aquella aura romántica que la gente solía otorgar al forajido. Eso de que “hace falta ser honesto para vivir del otro lado de la ley” ya no funciona ni siquiera de este lado, y eso si es que “este lado” aún existe. Pues los malandros de hoy suelen andar tan cerca de nosotros que a menudo nos hacen sus clientes, y en el primer descuido sus colaboradores.
No hace falta buscarlos, están en todas partes. Quiere la fantasía que los veamos fuertes, ambiciosos y libertarios, pero la mayoría son unos pobres diablos acorralados. Están ahí por miedo, más que por avidez. Forman parte callada de una empresa fantasma sin rostro ni fronteras, encarnación bandida del infierno kafkiano donde los altos mandos son inalcanzables y el destino depende de un engranaje incierto contra el que no es factible rebelarse.
Hay todavía bobos que suspiran por cuanto el crimen tiene de utopía. Creen, con candor de niño vestido de vaquero, que detrás del maleante se esconde un inconforme que en su momento no tuvo elección. Hablan de Robin Hood o Chucho el Roto, como si en estas épocas quedase aún lugar para Se dejan conmover por las leyendas de los grandes capos y de pronto los tienen por filántropos. Algunos inclusive se preguntan, sin el menor rastro de raciocinio, si no sería mejor un mundo gobernado por ellos y no por los políticos, con la fama que tienen.
Se equivoca quien piensa que entrar al narcotráfico es hacerse rico. Tal vez hace unos años fuese más factible, pero hoy la maquinaria todo lo controla. Nadie trabaja solo, ni para su provecho. Los sueldos que se pagan suelen ser miserables, y en cambio los castigos no conocen medida. A falta de mejores tribunales, el empleado del hampa sabe que su familia pagará con la vida por lo que él haga mal. Si mañana le recortan el sueldo, o si se lo retiran por completo, seguirá trabajando de cualquier manera. ¿Qué reparo tendría en hacerte su esclavo quien cercena cabezas para ganarse el pan?
Se dice con frecuencia que quien compra la droga se salpica de sangre, sólo que ya hemos visto que no sólo de drogas vive el traficante. A la vista de sus incontables oportunidades de negocio, se le encuentra asimismo secuestrando, robando, chantajeando, padroteando o vendiendo mercancía pirata, todo bajo el cobijo de su organización y al amparo de alguna autoridad, entre tantas que hoy día hay a la venta. Verdad es que la mierda no la vemos, pero la peste es espectacular.
Los sicarios, se sabe, son baratos. ¿Por qué pagar sobornos estratosféricos, si se obtiene lo mismo con un par de amenazas subterráneas? El asunto es que de una u otra forma el poder va cambiando de manos y de repente ya ninguno sabemos para quién trabajamos, o cuáles son las órdenes que habrá de obedecer la autoridad a cargo de imponer el orden. Entre tanto antifaz, dos cosas están claras: todos son sospechosos y ninguno inocente. No podemos confiar sino en la desconfianza.
En otro tiempo, había que meterse a un escondrijo para dar con la mercancía pirata; hoy lo difícil es encontrar la legítima. Suena un poco a autoengaño hablar de leyes y seguridad ahí donde las calles han sido invadidas por esas baratijas que no son, como quieren cínicos y cándidos, un apoyo a la economía familiar, sino un nuevo tropiezo en la miseria. ¿Por qué entonces no actúa la policía contra los vendedores de mercancía pirata, si ninguno se esconde para hacer lo suyo? Porque son demasiados, y encima poderosos, y sus padrinos son aún más poderosos. Las leyes que nosotros respetamos suelen venirles guangas, si bien las suyas tienen la bien ganada fama de inexorables. Encarnan, a su modo, un estado policial: nada chueco les será nunca ajeno, ni deberá quedar más allá de su alcance.
Por lo común, son rústicos, torpes y perezosos, pero vale insistir: no suelen estar solos. Hasta cuando nos llaman para extorsionarnos se refieren a alguna mafia conocida, de modo que nos veamos a merced de un monstruo de mil cabezas que sabe de memoria nuestro nombre, domicilio y teléfono. Y si así se siente uno, que es apenas un punto perdido en ese mapa, ¿cuál será la presión que habrá de resistir el policía resuelto a no dejarse corromper? ¿En quién podrá confiar, en adelante?
Los maleantes de hoy son interdependientes y multifuncionales. Trata, piratería, extorsión, narcotráfico o secuestro no son sino diversos departamentos de una misma corporación, ramificada en lo hondo de la entraña social. Valga decir, todo en nuestras narices. Kafkiano, lovecraftiano, escalofriante, pero ya no romántico, ni honesto, ni rebelde. Bienvenidos a la industria del mal.