Liébano Sáenz, Xavier Velasco, Hugo García Michel
Los partidos se han vuelto parte del poder y por ello han tergiversado u obstruido la autorregulación del modelo democrático. La realidad es que continúan en la aspiración por aumentar el financiamiento público
El gasto electoral es uno de los temas más polémicos en la opinión pública. El INE planea solicitar 25 mil millones de pesos para la organización de las elecciones de 2018. Un 73 por ciento del total de esos recursos será para el gasto operativo del INE y el resto, para financiar a partidos y candidatos independientes. Siendo considerable, este gasto no es todo: falta incluir el del Tribunal Electoral y el de los órganos electorales locales. A lo anterior debería sumarse el valor de las prerrogativas de radio y televisión a cuenta de los tiempos de Estado. En suma, el gasto electoral es desproporcionadamente elevado y no existe país alguno que invierta tanto en sus comicios.
Por lo general, se piensa que esos recursos representan lo que los partidos cuestan al erario; sin embargo, considerados los números, la mayor parte es para financiar tanto la burocracia electoral como la organización de las elecciones. A cuenta del INE, descansan tareas de Estado de la mayor importancia; por ejemplo, para efectos prácticos, la autoridad electoral hace el registro ciudadano. Se han hecho diversos intentos para que sea el gobierno y no la autoridad electoral la que se responsabilice de tal tarea. La confiabilidad y las buenas cuentas de lo que ha hecho el órgano electoral han llevado a que sea éste el que realice el registro ciudadano, con un muy elevado costo, por todo lo que implica.
De modo que la democracia cuesta y, en México, cuesta mucho, pero más cuesta el déficit de confianza. El problema es que los partidos y los legisladores dicen que van a reducir el costo electoral y éste cada vez aumenta más. El incremento de 2012 a 2018 sería del orden de 24%. En medio de todo esto, se han reducido los tiempos de campaña y también se han unificado las elecciones locales con la federal bajo la tesis de que, con ello, se disminuye el gasto, cosa que no se ha cumplido. Lo mismo ocurre con la decisión de haber empleado los tiempos del Estado para publicidad de radio y tv. Los partidos y los órganos electorales se han apropiado de éstos, bajo la tesis de que era el principal rubro de gasto; sin embargo, el gasto va al alza.
El problema no acaba ahí. El gasto de campaña no oficial o no fiscalizable está presente y va en aumento. Los bajos topes de campaña han provocado un gasto subrepticio con efectos perniciosos en perjuicio del interés público, a pesar del esfuerzo institucional para mejorar la fiscalización del gasto de campaña y de las obligaciones de partidos y candidatos de presentar informes pormenorizados de lo que reciben y gastan. Claro, se reporta en ingreso y gasto lo fiscalizable, lo
El incremento del costo de la democracia de 2012 a 2018 sería del orden de 24 por ciento
demás —que no es poco— simplemente es parte de una realidad que se impone por la lógica misma de la competencia por el poder.
La calidad de los órganos e instrumentos electorales de corte federal son de excelencia; en los locales, la situación es variada. En realidad, sí hay una relación entre gasto y calidad, argumento que fortalece la tesis de la necesidad de invertir cada vez más en elecciones, pero la situación no es del todo aceptable. Por ejemplo, que los integrantes del Consejo General del INE tengan una remuneración análoga a la de un ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, disposición constitucional, y que los hace los funcionarios más costosos de la Federación, no es un elemento esencial para un perfil de calidad de los consejeros del INE, toda vez que es 10 veces mayor a la remuneración de un académico de excelencia.
El financiamiento de los partidos, de acuerdo con la reforma de 1996, tuvo un origen polémico. El cambio se inspiró en dos objetivos: eliminar el financiamiento ilegal del partido en el gobierno y establecer bases de equidad bajo la tesis de un financiamiento sustantivo, repartido con la fórmula de 70% del monto de conformidad al porcentaje de los votos y 30% de manera igualitaria. En aquel entonces, el PAN regresó las asignaciones y el PRD dijo que lo aportaría a un fideicomiso para las familias de los perseguidos políticos y a un fondo para libros. La realidad es que los partidos, todos, continúan en la aspiración por aumentar el financiamiento público. Las aportaciones de los militantes son prácticamente insignificantes respecto al monto total del gasto.
Los partidos son indispensables en la democracia representativa; sin embargo, aquí y en el mundo viven la mayor crisis de su historia. Su origen como articuladores en la representación de intereses bajo un posicionamiento ideológico o doctrinario específico ha ido cediendo terreno a su transformación en maquinarias electorales pragmáticas, en las que el oportunismo político gana cada día más espacio. Hay una severa crisis de representatividad, su rol actual se ha vuelto contra ellos mismos y contra su principal razón de ser: dar representatividad a la sociedad.
La solución frente a esta crisis no es sencilla. La gravedad del problema por la disfuncionalidad de los partidos apunta a fórmulas de intervención o auditoría social inéditas que permitan que estos entes de interés público sean objeto de un mayor escrutinio social y que no sean, como ocurre ahora, una ficha suelta en los pasillos de poder inaccesibles a los ciudadanos. Los partidos, incluso los de oposición, se han vuelto parte del poder y por ello han tergiversado u obstruido la autorregulación del modelo democrático.
Quizá el problema se ha agravado por la verticalidad y el carácter cupular de los partidos. En México los partidos pudieron transitar a la democracia, pero la democracia no ha transitado en los partidos. Ha habido una involución y, ahora, prácticamente todos eluden procesos democráticos internos para la selección de sus candidatos. En el afán de ganar cohesión, los partidos se han alejado de la sociedad.
Es preciso debatir el gasto electoral. El esfuerzo de la sociedad para financiar elecciones e instituciones electorales es considerable. Más que en los números, hay que centrar la vista en la calidad de nuestra democracia y en cómo mejorar la representación social.