Más sobre el suicidio
Quizá no exista mayor misterio en su muerte, solo esa insondable capacidad para ser libres hasta el final
Por un momento, habida cuenta de las reacciones que obtuvo mi artículo pasado (“Del suicidio”), estuve a punto de concluir que escribirlo fue como un autosacrificio editorial. Vaya tema: para unos demasiado complaciente mi tratamiento del asunto (más bien, mi no-tratamiento); para otros, poco convincente por no citar ni siquiera las fuentes
obligatorias del tema (por ejemplo, al gran Emil Durkheim con su clásico El suicidio).
En un correo, una amable lectora, Sandra Soria, me lo hace notar. Pero ¿qué debí decir de Durkheim en el apretado espacio de mi artículo? ¿Que en su brillante obra exploró concienzudamente las causas directas e indirectas, formales y reales, morales y sociales del fenómeno?
Seguramente, porque se trata de un libro que no ha perdido actualidad en muchos sentidos, si bien algunas de sus conclusiones son discutibles desde la perspectiva de la individualidad humana, a veces inclasificable.
De cualquier modo, para complacer a nuestra lectora, cito algo de las palabras finales de Durkheim en la obra mencionada: “Si la gente se mata hoy más que en otro tiempo, no es porque precisemos, para mantenernos, de esfuerzos más dolorosos ni porque nuestras necesidades legitimas estén menos satisfechas; pero es que no sabemos ya donde se detienen las necesidades legítimas y no percibimos el sentido de nuestros esfuerzos (…) El malestar que sufrimos no procede de que las causas objetivas de los sufrimientos hayan aumentado en número o en intensidad; atestigua no sólo una miseria económica crecida, sino una alarmante miseria moral”.
El gran Durkheim da en el clavo cuando señala que la vida material y sus notables progresos no han detenido el avance del suicidio. Sin embargo, reconoce que algo anda mal en la “estructura social”, tan mal que ha producido una “alteración del temperamento moral”. Y eso que el brillante sociólogo no vivió para observar fenómenos como la abrumadora soledad que despiden las redes sociales, el estrés productivo de nuestra época o la ansiedad e inmediatez del mundo virtual que nos rodea…
Me dice también la señora Soria (a cuento de la cita “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio”) que “Camus apantalla con su famosa frase pero creo que tendría que ser revisada, el sentido de la vida si bien no existe, no significa que no pueda ser construido por cada sujeto que ciertamente eso es parte de nuestra condición de seres humanos de una sociedad moderna donde el sentido ya no viene dado por una tradición del tipo que sea, todo lo contrario, cierto, pero Camus se azota y muchos lo siguen como si fuera la palabra del señor”.
A lo mejor me azoto junto con Camus, pero no creo que sea descabellado poner en el centro si queremos vivir o no. Por lo demás, ¿a qué podría referirse la filosofía sino a este tema crucial? ¿No es esencial saberlo? ¿No está al principio de todo?
Ahora bien, también recibí la reflexión (muy informada) del señor Hilario Sánchez García, quien me comentó: “Nadie podría disentir con usted que la fatalidad del suicidio es una tragedia por un montón de aspectos, pero eso de que ‘sobre todo, es un misterio’ y un problema que recorre ‘el centro mismo de la reflexión filosófica’ lo estimo poético y dulce pero también impreciso y acaso inexacto, aunque las frases las haya sostenido en hombros de gigantes luminosos.
“Disculpe mi atrevimiento pero intentaré con (discutible) claridad plantear el hecho: para que ocurra un suicidio, debe tener la persona impulsos suicidas poderosos, y el impulso suicida es un problema psiquiátrico y una urgencia médica conocida por los médicos alienistas; éste aparece en quienes padecen síndrome depresivo severo no atendido —con medicamentos antidepresivos, no con psicología— o en aquellos que aún siendo tratados con fármacos antidepresivos eficaces, éstos les llegan a producir como reacción secundaria indeseable el impulso suicida, lo cuál es asaz común, según la literatura médica.
“El centro del asunto, estimo, es que aun al ser problema de salud pública —así dicen la OMS y la SSA—, no hay detección temprana de los diversos trastornos de ansiedad que, sin tratamiento, muchos evolucionan a síndromes depresivos suficientes para desencadenar un impulso suicida. Puede una persona estar en profunda depresión y sin ganas de vivir y ello no le conduce al suicidio, pero lo intentará si en un momento de profunda depresión se le presenta el impulso”.
En su mensaje, don Hilario cita también que “el 49 por ciento de la población padece trastornos (psiquiátricos) de ansiedad y, por ejemplo, en la región Guaymas-Empalme incluidos sus amplios valles, solo existe un Psiquiatra —Dr. Ariel Francisco Fierro Ramírez— que ni trabajando 24 horas los siete días de la semana podría con la décima parte de la población enferma; luego, tenemos el alto costo de las medicinas psiquiátricas que impide a la población promedio gozar con ellas, lo cuál convierte a muchos males psiquiátricos en verdaderas enfermedades catastróficas… En resumen, ni misterio ni reflexiones exóticas. Recursos y dinero, mucho dinero, punto”.
Comparto con mi estimado lector su diagnóstico general (cuyo panorama, por cierto, es muy deprimente), pero creo que justamente las excepciones nos confirman como especie. Si aludí al misterio no es porque le quiera poner al tema un ingrediente esotérico, sino porque algunos suicidios, de personajes cuya lucidez resultaba incuestionable, hacen pensar en algo más que la falta de medicación o la depresión profunda. Supongo que con algunas sustancias bien dosificadas, Zweig, Maiakovski y otros no se habrían matado, pero justamente no era eso (vivir más) lo que querían. Son casos aparte, don Hilario, ¿no lo cree? Y quizás no exista mayor misterio en su muerte, solo esa insondable capacidad para ser libres hasta el final.