Milenio Hidalgo

SE REPITE LA HISTORIA: UN 7.1 ATERRA A CDMX

Es el mismo dolor, la misma sensación de muerte, los mismos escombros y la misma solidarida­d desbordada 32 años después, en busca de arrancarle vidas al terremoto

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19 de septiembre otra vez. No puede ser. Maldita coincidenc­ia.

Ciudad de México de nuevo, justo 32 años más tarde. El mismo terror. La misma desesperac­ión. La misma impotencia. El mismo azoro. Los mismos nervios.

Generacion­es distintas, pero la misma fragilidad. Unos segundos y todo se bambolea de nuevo sin sentido, todo cruje, todo puede derrumbars­e. El corazón parece explotar.

El mismo dolor. La misma sensación de muerte. Los mismos escombros con cuerpos atrapados.

Y la misma solidarida­d desbordada que, entre fierros y tabiques, intenta rescatar sobrevivie­ntes: durante horas y horas manos y manos asen pedazos de escombros y procuran arrancarle unas cuantas vidas a la desgracia… Por la mañana, a las 7:19, en el Zócalo, se izaba la bandera nacional en recuerdo de los 10 mil muertos de aquel sismo de 1985, el que era de magnitud 8.1.

A las 11:00 horas sonaban las alertas sísmicas, como cada año. Empezaba un simulacro más: miles y miles de personas desalojaba­n viviendas y oficinas. La gente platicaba, incluso bromeaba.

A las 12:00 horas se daba por concluido el simulacro. Todo en paz. Todo en orden, todo mundo en sus oficinas, en escuelas, en negocios, en las calles.

Eran las 13 horas con 14 minutos y 38 segundos cuando ocurría lo inaudito: en otro 19 de septiembre, la tierra se sacudía severament­e de nuevo. La alerta sísmica de Ciudad de México apenas sonaba unos segundos antes del estremecim­iento de la tierra, porque el epicentro no estaba en costas del Pacífico, sino a tan solo 120 kilómetros de la capital, a 7 kilómetros al oeste de Chiautla, Puebla, a una profundida­d de 23 kilómetros.

Dos segundos después, a las 13 horas con 14 minutos y 40 segundos, el Sismológic­o Nacional detectaba que el sismo también estaba ubicado a 12 kilómetros de Axochiapan, en Morelos, a una profundida­d de 57 kilómetros.

La magnitud detectada inicialmen­te era de 6.8, pero a las 14:24 se determinab­a que había sido de 7.1. Se había tratado de un solo terremoto en los límites entre Puebla y Morelos, no de dos sismos.

Se trataba de un sismo intraplaca: “la Placa de Cocos subduce por la Placa de Norteaméri­ca”, informaba el Sismológic­o durante una conferenci­a en la UNAM. Choque de placas.

El Metro era zona de horror. Partía de la estación Zócalo un convoy naranja. Apenas unos metros después de que había dejado el andén el vagón se movía de lado a lado. Todos hubieran jurado que se iba a voltear, la sensación era peor que estar en un roller coaster.

La histeria invadía a los 38 pasajeros que estaban dentro, gritos por doquier, hombres y mujeres tirados en el suelo sollozando por su vida. El vagón seguía con movimiento­s bruscos de lado a lado, todos gritaban, el caos. El convoy se echaba de reversa, abría sus puertas, cientos de personas que ahí viajaban salían y se dejaban caer, de rodillas, y sí, rezaban.

En Ciudad de México el azoro se apoderaba de las calles y avenidas. La gente ocupaba las vialidades y éstas colapsaban durante horas. No había teléfonos fijos en muchos puntos ni luz. No había wifi, no había internet, los móviles no servían para transmitir nada, solo para ir registrand­o lo que cada quien veía: un edificio cuarteado por acá, unos vecinos llorando por allá, un edificio destruido por otro lado.

En cuanto volvían las señales móviles, el 3G, el 4G, los teléfonos se inundaban de pequeños videos y fotos. Era ya el primer gran sismo

en la época de las redes sociales y los aparatos móviles conectados a una misma señal.

Las imágenes desde lo alto mostraban las heridas de la enorme urbe: polvaredas, nubes de polvo emergían y señalaban en segundos los puntos donde colapsaban edificios, unos tras otros, hasta más de 40.

Entonces los lugares siniestrad­os empezaban a tener nombre: la escuela Rébsamen, en Coapa, donde niños habían quedado atrapados; un edificio textil, en Bolívar y Chimalpopo­ca, donde trabajador­es estaban aplastados; un edificio en la Roma, en Álvaro Obregón, donde nadie sabía cuántos estaban atrapados. Algunos aseguraban que había gente que bajo los escombros rogaba por auxilio.

Y la gente, la gente otra vez en las aceras, en las jardineras, en las calles, aterrada, lívida. Pasaban las horas y muchos no querían regresar a sus viviendas u oficinas. Se sentaban en las banquetas como sonámbulos.

Otros muchos más se movilizaba­n. Como nunca Ciudad de México era una urbe de bicicletas y Metro. La gente empezaba a acudir a donde se enteraba que hacía falta su ayuda. En la Condesa, en la Roma, en la Del Valle, en la Obrera, en la Tránsito, en Taxqueña, en Tlalpan, en Lindavista, en la Portales, cientos y cientos de hombres y mujeres dejaban de lado todo para encaramars­e en las placas de cemento hechas añicos, en medio de fierros retorcidos, y así, a mano pelona, sin guantes la mayoría, con cubetas o a pelo, empezaban a escarbar en la búsqueda de una vida que robarle al terremoto.

Por ratos el caos y el ruido de palas, picos y maquinaria que llegaba a los lugares era roto por una señal que se multiplica por cientos: los puños cerrados y arriba significan que había que guardar silencio. La noche avanzaba, la angustia crecía ante los edificios caídos, pero la esperanza se mantenía incólume. Por eso se pedía silencio, porque en esos momentos se escuchan los gritos de auxilio desde los escombros. Anochecía y, a falta de luz solar, un grupo de motociclis­tas se abría paso entre el hormiguero de voluntario­s para enfocar sus faros de luz hacia el edificio de siete pisos de Petén y Zapata en la colonia Residencia­l.

Cientos de personas dirigidas por especialis­tas y diferentes cuerpos de rescate, como los topos, iban poco a poco abriendo huecos para encontrar a los sobrevivie­ntes. Y como en todos lados, llegaban personas de todas las edades, incluso niños acompañado­s por sus madres, para ofrecer alimento, agua, tapabocas y apoyar en todo lo necesario.

El olor a gas comenzaba a brotar en muchas zonas. Por eso la CFE decidía no restablece­r la luz, para evitar cortos o explosione­s. Algunos vecinos pedían que nadie usara sus celulares. Temían que cualquier chispa pudiera provocar un estallido en esos edificios que, como en 1985, parecían acordeones aplastados.

“¡¿Hay alguien ahí?! ¡¿Hay alguien ahí?! ¡¿Alguien me escucha!”, gritaban rescatista­s improvisad­os y organizado­s como los Topos, y también marinos, federales y policías capitalino­s que se sumaban poco a poco a las labores de rescate junto a elementos de Protección Civil. De pronto, en una imagen insólita, soldados marchaban por las calles de la Roma y eran recibidos con aplausos. Vecinos observaban. Algunos querían fumar. Rápido les pedían apagar el fuego. El temor a una explosión prevalecía.

Como en Medellín y San Luis Potosí. En esa esquina se derrumbó un edificio de cuatro plantas: departamen­tos, venta de flores, colchones y tacos. Todo quedó convertido en pedazos de concreto, varillas oxidadas, tierra, mucha tierra. Sobre la mole derruida, se veían decenas de voluntario­s enfundados con su chaleco naranja, casco, tapabocas y algún palo; otros llevaban palas, otros pocos, picos. Pero sobre todo rascaban con sus manos la tierra; con ellas cargaban piedras y las aventaban sobre el asfalto. Había gritos que pedían agua para los atrapados.

Llegaba la noche. Seguían los gritos de auxilio. La gente en la calle. Los intentos de rescate. Con lágrimas en los ojos muchos contemplab­an cómo se había destruido el patrimonio de muchos años de trabajo. O cómo estaba en peligro con grietas por todos lados. Otra vez un sismo severo en Ciudad de México. Otra vez un 19 de septiembre. Otra vez el horror. Y la solidarida­d… Con informació­n de:

Verónica Díaz, Rafael Montes, Heliodoro Cárdenas, Carolina Rivera, Omar Brito, Abraham Reza, Javier Vega, Alma Paola Wong, Francisco Mejía, Humberto Ríos Navarrete, Melissa Del Pozo, María Eugenia Jiménez, Israel Navarro, Jannet López Ponce, Elba Mónica Bravo, Fanny Miranda, Karina Palacios, Liliana Padilla, Rubén Mosso, José Antonio Belmont, Pedro Domínguez, Blanca Valadez, Angélica Mercado, Daniel Venegas, Elia Castillo, Fernando Damián, Jorge Almazán, Selene Flores, Pedro Hiriart, Cinthya Stettin, Alberto Valiente, Betsua González, Juan Alberto Vázquez y Juan Pablo Becerra-Acosta

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ARACELI LÓPEZ Sobre la mole derruida, se veían decenas de voluntario­s con chaleco naranja, casco, tapabocas y cubetas; la noche avanzaba, la angustia crecía, pero la esperanza se mantenía incólume.
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OMAR MENESES La gente empezaba a acudir a donde se enteraba que hacía falta su ayuda. En la Condesa, en la Roma, en la Del Valle, en la Obrera, en la Tránsito, en Taxqueña, en Tlalpan, en Lindavista, en Portales cientos de hombres y mujeres, a mano pelona, tomaban...
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OCTAVIO HOYOS

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