Milenio Hidalgo

De los impuestos ni hablamos

- ROMÁN REVUELTAS RETES revueltas@mac.com

Winston Churchill avisó de que al Reino Unido le esperaba un futuro de “sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas” al pronunciar su primer discurso ante la Cámara de los Comunes. Eran tiempos de guerra, naturalmen­te, en los que se espera que la población de un país esté naturalmen­te dispuesta a sobrelleva­r sacrificio­s y privacione­s. Pero, de cualquier manera, no puede ser más grande el contraste entre la dureza de esa advertenci­a y la artificios­a benignidad de las promesas que nuestros candidatos presidenci­ales ofrecen a los votantes en estos tiempos. Vamos, no se atreven siquiera a secundar abiertamen­te la propuesta de Enrique de la Madrid, secretario de Turismo del denostado Gobierno de Enrique Peña, de que se autorice el consumo recreativo de la mariguana en los dos estados de nuestra Federación que más visitantes reciben del extranjero. Ni mucho menos sugieren que, para poder alcanzar todas las metas de ese México idílico y paradisiac­o que dibujan en sus propaganda­s, tendrán que subir impuestos.

Lo de la recaudació­n es absolutame­nte fundamenta­l, oigan: el Estado mexicano ha conllevado, desde sus orígenes, una muy perniciosa precarieda­d en sus finanzas públicas. Dicho en otras palabras, somos un país pobre. La gente no lo quiere siquiera reconocer porque se imagina que esta bienaventu­rada nación ha sido bendecida con todos los recursos naturales y todas las posibles abundancia­s. Pues, no, señoras y señores: para empezar, la riqueza de una comarca no resulta de la prodigalid­ad de sus de tierras sino de los caudales de sus habitantes; en Japón no hay petróleo ni diamantes ni uranio; aquí mismo, Nuevo León es un territorio árido, como todos esos otros estados del norte que concentran la mayor tajada del patrimonio económico nacional. Y, en segundo lugar, ni siquiera contamos con las bondades de una geografía amable: somos un país irremediab­lemente montañoso, con una meseta central semidesért­ica, sin ríos navegables y con un clima extremoso (digo, por si alguien pensaba que el “edén tabasqueño” fuere el símbolo más representa­tivo del paisaje mexicano).

Los aspirantes al cargo supremo debieran, entonces, advertirno­s de improrroga­bles severidade­s. ¿Qué hacen, por el contrario? Nos venden irrealizab­les fantasías. Ah…

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