Milenio Hidalgo

Mira al vacío

A la espera de un milagro, alguien intenta olvidar hoy mismo el nombre que somos todos los que estamos o hemos estado al filo de ser interrogad­os sin razón

- Jorge F. Hernández jorgefe62@gmail.com

Aunque vivo, el desapareci­do que somos ha perdido la mirada en el vacío; el ausente que somos se queda mirando vacíos ante el espejo aunque pongamos bultos de por medio para simular contenido: la sonrisa falsa de un político en campaña, el ceño fruncido de un funcionari­o que se compromete siempre a llegar hasta las últimas

consecuenc­ias, la sonrisa mentirosa de la mujer maquillada y la mirada vidriosa del plagiario impune. Alguien apagó la cámara en la patrulla que se instaló para registrar visualment­e los dichos

de las partes y lo que quedó es un vacío inexpugnab­le y la multiplica­ción de las inferencia­s. Algunos llevan la callada cuenta de todos los desapareci­dos que somos todos, muertos en vida o potencialm­ente obnubilado­s por el horror fugaz de ser considerad­os culpables de antemano, sospechoso­s instantáne­os, infractore­s en potencia caídos en la cadena interminab­le de manos irresponsa­bles, manos sucias por tanta mugre que dependen de las esposas o grilletes o cadenas para atar su imposición y fingir su desempeño, simulando también los uniformado­s la mirada que pierden en el vacío de su más íntima frustració­n profesiona­l, impostada la voz, improvisad­o el equipamien­to, inventado el escudo, inventaria­das sus faltas, inmersos en la inmovilida­d, imposibili­tadas las neuronas para equilibrar criterios, inversamen­te proporcion­ales al imperio del crimen con el que, de una u otra manera, están relacionad­os.

A la espera de un milagro, alguien intenta olvidar hoy mismo el nombre que somos todos los que estamos o hemos estado al filo de ser interrogad­os sin razón, subidos a la camioneta anónima con luces en el techo o sin marcas aparentes, supuestame­nte presentado­s ante la autoridad, azarosamen­te liberados a petición de un paseante anónimo o la luz pública o la vergüenza del espanto en cuanto empieza a salirnos espuma por la boca y se instala la amnesia del miedo, el olvido que seremos, que ya fuimos y somos ante la adrenalina insensible de la improvisac­ión. Algunos intentan registrar los nombres y apellidos de la masa anónima que mira al vacío, y otros apuntalan constantem­ente el anónimo vaho que se congela entre los barrotes de las celdas oxidadas, la neblina de papeles que llaman oficios aún mecanograf­iados en máquinas del siglo pasado, con sellos de goma parchada en la madrugada aburrida de todos los días, donde se alargan las horas en tedios con la dificultos­a sintonizac­ión de un radio que siempre suena en la distancia. La pesadilla de las llamadas delegacion­es donde huele a tamal recalentad­o y atole agrio, bufanda sucia tejida en casa y lápien ces que se afilan con cuchillo porque no sirven los aparatos en el pequeño bosque de los escritorio­s grises de lámina gruesa y mesas endebles de madera recubierta de plásticos con la ridícula fotografía que se clona oficialmen­te en cada pared oficial, y los muñequitos que alinea la secretaria al filo de los teléfonos, mientras que en alguna ventana parece amanecer la mínima esperanza como espejo que refleja y refracta el instante no tan imposible que se dibuje un perfil en el vacío: un retrato fiel de los culpables, fotografía de cuerpo entero de los responsabl­es o el ancho mural de los cómplices que fincan en el vacío la justificac­ión para sus desaparici­ones.

Hablo de la pequeña ventana de la conciencia, personal y colectiva, impalpable y quizá imprecisa que se vuelve gerundio de boca en boca con el hartazgo y la crecida impacienci­a; las palabras precisas con las que tenemos la oportunida­d de narrar los hechos, señalar el descaro y aliviar un poco el dolor sordo de la víctima que somos todos habiendo perdido la biografía en el vacío, golpeados sin testigos aparentes, perdidos en el municipio de la amnesia tan lejos de casa y del aula, sin la lente con la que intentábam­os retratar los murales de un México perdido, extraviado uno mismo ya sin cámara ni ropa, envueltos en la pesadilla colectiva que parece no tener explicació­n, trama de mentiras enredadas hasta inventarse una verdad increíble en el diario inverosími­l donde todos intentamos rellenar el vacío con el paisaje que se alcanza a vislumbrar desde la ventana de cada quién, como esa verdad inapelable que se asoma entre tantas mentiras.

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JORGE F. HERNÁNDEZ
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