DE MALABARES LITERARIOS
Esta semana fui invitado a participar en el primer Krithi International Book Festival, celebrado en la ciudad de Kochi, provincia de Kerala, en India. En total, el trayecto de ida desde y hacia México incluye tres viajes de avión, y el tiempo total se aproxima a las 36 horas. A la ida, la conexión en Jeddha tuvo lugar entre diez y media de la noche y tres de la madrugada, y conforme pasaba el tiempo la espaciosa sala de espera se fue atiborrando de gente, hasta que al final no había un solo sitio donde sentarse, y al parecer cada familia iba acompañada por uno o más niños que no paraban de llorar.
La feria tiene lugar en el Bolgatty Palace, un hotel con campo de golf, de belleza decadente, y la asistencia del público es bastante escasa. La mayoría de los eventos se llevan a cabo en la lengua local, el malabar, por lo que los pocos invitados extranjeros no entendemos nada. Para mi gran sorpresa, los organizadores me han conseguido cuatro entrevistas con medios locales: los periodistas tienen un estilo bastante directo, y exigen, por ejemplo, que me pronuncie sobre las estrategias que deberían seguir los editores contemporáneos de India. A mi charla sobre literatura mexicana contemporánea acude poca gente, y es claro, por los semblantes, que la mayoría está ahí por cortesía, pero probablemente no tanto por genuino interés. Al final un hombre me dirige en inglés un discurso del cual no entiendo nada por su acento, y una chica de la organización me traduce como puede. A ella tampoco le entiendo gran cosa, contesto lo que sea y dan por concluido el evento, no sin antes pedir a un autor local que pase a entregarme una placa conmemorativa.
Kerala es una provincia de mayoría cristiana, muy conservadora, así que leo en un periódico que Tinder no ha terminado de funcionar, pues la gente desearía utilizarlo para encontrar matrimonio. Al parecer, los turistas son menos pudorosos en cuanto al tema del sexo, pues el hotel donde me hospedo está plagado de advertencias contra el turismo sexual, particularmente con menores de edad.
El amigo que me invitó me cuenta que, como sucede en Kochi, la mayoría de las avenidas importantes de India se llaman Mahatma Gandhi. También aprendo en por lo menos tres hoteles que la clave del internet se guarda celosamente, incluso si uno es cliente de un restaurant o bar del hotel. Los organizadores nos llevan a una iglesia increíblemente austera, donde hay una especie de rectángulo de madera hueco, que alguna vez contuvo los restos de Vasco da Gama, ahora repatriados a Portugal. La ciudad antigua, Fort Kochi, es de una belleza impactante, y hay una sinagoga de comienzos del siglo XVI. Las antigüedades, estatuas y pinturas alusivas a la mitología hindú, en particular unos murales que cuentan la historia del
Ramayana, exhibidos en el Mattanchery Palace, se alojan en la mente con un énfasis particular. A la entrada del recinto no me permiten pagar con tarjeta las cinco rupias que cuesta la entrada: un chico local me las regala espontáneamente. Durante los seis días de estancia, concluyo que quizá sea el lugar donde con mayor amabilidad generalizada me hayan tratado, a pesar de que los conductores no dejan de tocar repetidamente el claxon sin ninguna razón aparente en particular.