Sergio Pitol
“Una constante en mis libros y en mi pensamiento es la creencia de que vivimos en un mundo que está dislocado. Que vivimos en un mundo malhecho, francamente bestial, donde sobrevivimos y encontramos las maneras de no hundirlo”
Gil cerraba la puerta de la semana hecho polvo cuando se enteró de la muerte de Sergio Pitol (19332018). Gamés recordó que no siempre le gustaron los libros de Pitol, por ejemplo, su primer ciclo narrativo le parecía oscuro y más bien impenetrable. Gil piensa en Tiempo cercado (1959), Infierno de todos (1965), Los climas (1966), No hay tal lugar (1967), El tañido de una flauta (1972). Pitol era un escritor culto, pesimista, creyente en el monólogo sombrío y las atmósferas en penumbra. Entonces cumplía con distintas misiones diplomáticas.
Gil hace memoria y recuerda que estos libros los leyó más bien llevado por las sugerencias de Carlos Monsiváis. Pero el alma literaria de Gil estaba más cerca de José Agustín. La generación de escritores nacidos en los años 30 del siglo XX no le entraba a Gilga ni con calzador. Aún hoy los libros de Elizondo, García Ponce, Melo, López Páez se empolvan en sus libreros. Le gustaba más a Gamés José de la Colina, gran cuentista de fuste y fusta que nunca se animó a escribir más y más. ¿Cómo ven a Gil en papel de crítico de las letras?
Los lectores sabían que nada cambiaría el estilo, los temas, los personajes de Sergio Pitol, pero los años 80, su regreso a México, un libro de cuentos, Asimetría (1980), y una novela, Juegos florales (1982), le dieron un vuelco a su obra. Con estos títulos se inicia el segundo ciclo de una obra que ofrecía filtros desconocidos.
El desfile
Gamés lo recuerda como si fuera ayer. En el año de 1984, la editorial española Anagrama publicó El desfile del amor. Fue un escándalo. La novela hechizó la vida cultural y literaria de México. Se trata de una novela de contexto mexicano: los extraños crímenes del año de 1942 en una vieja casa de departamentos de la colonia Roma, en Ciudad de México, alrededor del cual ocurría un thriller cuyos personajes fueron los nuevos ricos, picarescos, grotescos habitantes del México posrevolucionario. Unos años después, Pitol escribió dos novelas más: Domar a la divina
garza (1988) y La vida conyugal (1991), que con El desfile del amor formaron un tríptico: El carnaval. Gil leyó una tras otra estas novelas y quedó encantado.
En los años 90, Pitol ofreció al menos una novedad sorprendente. El arte de la fuga (1996). En su entramado autobiográfico y su carácter anfibio, las páginas de ese libro entregan un largo regreso. Un regreso al ensayo más viejo y más clásico, aquel que combina con tanta libertad como poder lingüístico la búsqueda interior, la confesión, el diario, el libro de viajes, las memorias. El arte de la fuga no es un libro circunstancial, al contrario, se trata de un libro de más de 40 años de estudio, exploración. Un libro anfibio: domina por igual las maravillas terrestres de la lectura, que los misterios marinos de la autobiografía. Se traslada de un medio al otro y de ahí al aire, el lugar de la memoria.
El mundo dislocado
Mientras Gilga buscaba reacciones, frases, insignias de Pitol, encontró una entrevista inédita que apareció en Aristeguinoticias. Decía Pitol: “Una constante en mis libros y en mi pensamiento es la creencia de que vivimos en un mundo que está dislocado. Que vivimos en un mundo malhecho, francamente bestial, donde sobrevivimos y encontramos las maneras de no hundirlo. Por ejemplo, desde niño me ha fastidiado la desigualdad, la conciencia de que un grupo o familias se sientan superiores. Ese tipo de cosas me producen una cólera inmensa y que seguramente es uno de los motores que me incitan a escribir, aunque muchas veces esa cólera no se vea”.
Gamés leyó y releyó y, ciertamente, esa cólera no se nota en sus libros, ni en su larga vida de diplomático. Antes al contrario, se nota más bien un escritor fársico, muchas veces extraordinario, pero nunca social. Hay una probabilidad de que su amigo Carlos Monsiváis lo haya persuadido de que en el fondo, muy en el fondo de su alma, había un escritor a quien la desigualdad lo incitaba a escribir. Gil cree que esto es una patraña que nada tiene que ver con su obra. En fon.
Todo es muy raro, caracho, como diría el grandísimo Groucho Marx: ¿Por qué habría de preocuparme por la posteridad? ¿Qué ha hecho la posteridad por mí?