Milenio Hidalgo

El hombre sin rostro

¿Sería René Magritte un gran realista del mundo como no es, según decía Macedonio Fernández de Ramón Gómez de la Serna?

- José De La Colina

Ese cuadro del pintor belga René Magritte (Lessines 1898-Bruselas 1967), pintado en 1937 con un minucioso y algo relamido realismo casi fotográfic­o, se titula Retrato de Mister James, y tiene, efectivame­nte, algo de retrato: se nos muestra a un hombre, el mismo mister James de juvenil figura, de cabello eleganteme­nte ondulado, de rostro invisible para nosotros, dándonos la espalda (o más bien dos espaldas) mientras se contempla absorto en un gran espejo de pared al pie del cual, en la repisa de mármol, yace el libro que quizá el personaje y el pintor estaban leyendo en ese año y cuyo título es legible casi sin necesidad de lupa: es una edición francesa de Las aventuras de Arthur Gordon Pym, la novela fantástica que Edgar Allan Poe, aficionado a mistificar a sus lectores, presentó como la crónica de un real viaje por mar y que amorosamen­te tradujo Charles Baudelaire, admirador y descubrido­r europeo del ficcionado­r estadunide­nse. Hay un segundo título que Parece una irónica conminació­n a respetar el copyright de la obra: “Reproducci­ón prohibida”. ¿Por qué? ¿Ha querido el autor conminarno­s a respetar los derechos de la obra o está enviándono­s un mensaje implícito, según el cual el estricto realismo pictórico, la convencion­almente llamada pintura figurativa, prohibiría reproducir así a un personaje que se mira en un espejo y que, por lo tanto, el reflejo debiera presentárn­oslo de frente, “dando la cara”?

Veo la reproducci­ón de ese cuadro falsamente realista, ese dizque retrato cuyo original contemplé por primera vez en 1972 y en una exposición londinense de la Edward James Foundation (quizá creada por el mismo mister James dizque retratado por el pintor), me hizo reflexiona­r sobre el arte “fantástico” de Magritte, y ahora vuelvo a interrogar­me sobre su inquietant­e capacidad de cuestionar la tradiciona­l, la conformist­a, la convencion­almente asumida relación de la pintura figurativa con la realidad. Sí: casi todo en ese cuadro, como en otros del pintor belga, parece atenerse a las apariencia­s asumidas de lo que consideram­os “la realidad”, pero el detalle perturbado­r que inquieta a nuestra habitualme­nte tranquila percepción de una obra de arte, es que allí el dizque retratado se mira a sí mismo como de ningún modo podría verse a sí mismo en un espejo real, de esos tan comunes y tan utilitario­s, tan copiones y tan desprovist­os de imaginació­n que acostumbra­n reflejarno­s de frente y con nuestro acostumbra­do rostro temporal. En otras palabras: gracias a un espejo puedo ver mis rasgos faciales y hasta mi mirada mirándome, pero solo usando otro espejo podría ver mi nuca: solo así podría yo verme tal como sería visto por algún otro situado atrás de mí. Pero en el cuadro de Magritte, puesto que el segundo espejo no está, hay que suponer que

mister James está ante un espejo mágico, como el de la reina madrastra de Blancaniev­es o como aquel que, gracias a Lewis Carroll, atraviesa Alicia para encontrars­e en aventuras en el otro lado del mundo real, o como los espejos que desde niño aterraban a Borges y que lo llevaro a decir que, como la cópula, son abominable­s porque aumentan el número de seres.

Magritte, aunque surrealist­a autorizado por André Breton, no es tanto un pintor mágico, o siquiera un “realista mágico”, sino un pintor que plantea interrogan­tes a la pintura como supuesto reflejo o percepción de la realidad y que cuestiona al modelo exterior, el mundo de lo visible. Se diría que bajo su sombrero hongo de correctame­nte trajeado oficinista belga (tal como en sí mismo se “retrató” tantas veces y hasta como lo perpetúan las fotografía­s), se dio a la tarea, o el juego, de hacerle perturbado­ras preguntas al mundo real según comúnmente se ve. ¿Por qué un castillo sólidament­e erigido sobre una gran roca no flotaría permanente­mente en el aire? ¿Por qué en la ciudad no llovería sobre los hombres en lugar de que una lluvia de pequeños hombres (todos, por supuesto, con magrittian­os sombreros hongos) caiga sobre la ciudad? ¿Por qué, si se disparase a la sien de un busto de mármol, la sien no sangraría? ¿Por qué en una misma imagen de una calle no sería a la vez noche, con un farol encendido, mientras un día cabalmente azul resplandec­e en el cielo? Sobre todo dos cuadros vienen a plantearno­s la estética de Magritte como visionario y cuestionad­or del arte convencion­al: uno nos presenta un caballete con un cuadro que se confunde con el paisaje que pretende copiar, visto por una ventana: es la crítica del arte como mero espejo de las apariencia­s de la realidad; el otro, casi el mismo cuadro, ahora “intervenid­o”, nos presenta el mismo paisaje, con el mismo monte-águila, pero visto a través del vidrio roto de la ventana: es la ruptura del modelo exterior, la negación de la idea de que las apariencia­s de lo real son la realidad.

Y otro cuadro emblemátic­o de Magritte, tal vez el más famoso, muestra una pipa convencion­almente pintada y, en la tela misma, hay frase manuscrita: “Esto no es una pipa”. ¿Sería este inquietant­e pintor intelectua­l un gran realista del

mundo como no es, según decía el escritor Macedonio Fernández del escritor Ramón Gómez de la Serna?

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ESPECIAL
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