LA SOLEMNIDAD DELIBERADA
En su libro Killing Yourself To Live, Chuck Klostermann cuenta cómo tras el apabullante éxito del OK Computer, Thom Yorke experimentaba una crisis creativa, así que se sentó a escribir frases aleatorias e inconexas, que a la postre se convertirían en Kid A, otro enorme disco radioheadiano (también afirma que el disco predijo casi un año antes los ataques del 11 de septiembre). Así como este ejemplo, existen varios otros de músicos consagrados que no tienen ningún empacho en reconocer lo azaroso de sus composiciones, o narrar cómo determinado disco legendario se gestó y grabó en unas pocas semanas, incluso conteniendo elementos creados ya en el estudio, como en el caso de las vocales de Clare Torry en “The Great Gig In The Sky”, de Pink Floyd, que fueron improvisadas sin que nadie tuviera un plan de antemano de cómo deberían sonar.
Es curioso contrastar esto con las reflexiones de los y las escritoras sobre el proceso creativo, que comúnmente (con claras excepciones) hacen referencia tanto a la descomunal cantidad de lecturas necesarias para poder escribir, como a los tormentos de la creación, el dictado de las musas, la obsesión con corregir y reescribir los textos tantas veces como sea posible o el énfasis en que una frase o una coma pueden constituir una obsesión que dure, literalmente, meses. Por las razones que sea, parecería que —a diferencia de la música, o incluso del cine— en general la literatura pretende ser asociada con la erudición y con una especie de vocación científico-gramatical que aunque pueda ser loable en tanto el lenguaje es la materia con la que el escritor trabaja, una cosa es la herramienta como tal y otra la necesidad de exhibirla en público. Quizá sería interesante estudiar la relación entre la proliferación de programas de escritura creativa y la cada vez mayor ausencia de imaginación literaria, que claramente ha cedido terreno (en términos generales) a la narrativa del yo y a su infinita subjetividad egomaniaca, que en ocasiones literalmente colapsa el universo entero ante los pies del yo que escribe.
Es evidente que cada quien es dueño de su proceso creativo, por lo que puede realizarlo como le dé la gana, y no es tampoco mi intención hacer una apología de la falta de preparación, del hacer las cosas a la carrera o de la pereza literaria, pero es solo que habría que preguntarse cuál es la aportación de la solemnidad a la literatura, en ocasiones tanto en términos de una deliberada impenetrabilidad en las obras, como en términos de la figura pública del escritor y de sus reflexiones sobre el oficio en sí. Posiblemente una explicación parcial se encuentre en el hecho de que la literatura —para bien o para mal— es una disciplina más minoritaria que la música o el cine, y quizá inconscientemente se sienta la necesidad de compensar la falta de popularidad relativa con un aire de mayor sofisticación o inteligencia. Y lo curioso es que, por ejemplo, Norman Mailer pone un gran énfasis en que la verdadera materia prima de la escritura es el inconsciente que, como sabemos, poco tiene de pomposo o de deliberado.