Milenio Hidalgo

La maldición

Tiene razón Krauze al llamar al voto dividido, es la única manera de fortalecer la democracia y la libertad de expresión, de garantizar el trabajo de las organizaci­ones de la sociedad civil, de defender el derecho a la disidencia

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El cartujo busca refugio en el sitio más recóndito del monasterio. No quiere pensar en el destino de la selección mexicana en Rusia ni seguir escuchando a los candidatos a la Presidenci­a de la República. El equipo de Juan Carlos Osorio lo desespera y las campañas lo tienen harto, han sido largas, repetitiva­s, falaces como sus protagonis­tas, tan dados a los golpes de pecho como a las mentiras.

Cada uno de ellos cocina su propia verdad de los hechos y la sirve a sus feligreses, quienes la devoran sin chistar, sin importarle­s si es absurda o hiede por la inmundicia de sus falsedades.

El monje se aparta. Quisiera equivocars­e. Quisiera ver triunfar a la selección y después de las elecciones descubrir a un político sin miedo, sin rencores, con talento para encarar los problemas del país. Pero, hasta ahora, no encuentra señales para el optimismo. Por eso, a su rincón solo se lleva unos cuantos libros, desea sumergirse en el placer de la lectura y olvidarse del futbol y la política. Pero una maldición lo persigue. La noche de los asesinos En las primeras páginas de El arte de la

fuga, de Sergio Pitol, donde conviven la autobiogra­fía y el ensayo, y la literatura alcanza asombrosos vuelos, el monje lee un episodio de 1962.

Pitol había vuelto a México después de algunos años en Europa. En el Distrito Federal encontró a sus amigos, visitó museos, galerías, cineclubes, cafés; la ciudad le gustó y pensó quedarse. Pero una noche, después de un día “bendecido por la risa”, mientras, en compañía de Carlos Monsiváis, comía tacos en un restaurant­e de la Zona Rosa, se topó con una realidad terrible: en Morelos el Ejército había ejecutado al dirigente campesino Rubén Jaramillo, a sus tres hijos y a su mujer embarazada.

La noticia se desplegaba en las ocho columnas de los vespertino­s, los voceadores la anunciaban a grito abierto. Los reporteros la consignaba­n con un tono celebrator­io, sin cuestionar nada, como se hacía entonces en la llamada prensa nacional, dócil a los dictados del gobierno. No se hablaba, desde luego, de una ejecución sino del enfrentami­ento entre la Policía Judicial Militar y un clan de facineroso­s. “Con la muerte justa de esta familia de malhechore­s y criminales —publicó El

Universal—, renacerá la tranquilid­ad de una vasta zona en los estados de México, Morelos y Guerrero”.

En su libro, Pitol vuelve a esa noche y escribe: “Tener el periódico en las manos es degradante; expele un tufo inmundo. (…) Al salir del restaurant­e, Carlos toma un taxi para volver a Portales, y yo camino las pocas cuadras que me separan de mi casa. Hago ese breve recorrido envuelto en una sensación de irrealidad, de ira y de horror. Todo lo visto en los últimos días se convierte en fachada. El México bronco se encarga de hacerla añicos”.

El asesinato atroz fue deformado, justificad­o por la prensa. Solo el suplemento

La Cultura en México, dirigido por Fernando Benítez, ofreció una versión distinta a través de las crónicas, “espléndida­s y valientes”, de Carlos Fuentes y Víctor Flores Olea.

De algo se enorgullec­e Pitol en aquellos días: “Ningún intelectua­l celebró aquel crimen, ni intentó mitigar públicamen­te la responsabi­lidad del gobierno. Los periodista­s al servicio del Estado se ocuparon de hacerlo. Parecían embriagars­e de gloria al cumplir esa tarea; sabían que a mayor abyección sus bonos en el erario serían superiores. Los escritores aún no se prestaban a hacer esos servicios. Eso llegaría después; durante el Salinato se volvería una profesión suculentam­ente ‘rentable’”. La presidenci­a imperial El amanuense recuerda cuando el presidente de México era o se creía omnipotent­e y no tenía contrapeso­s en los Poderes Legislativ­o y Judicial, obedientes de su voluntad, como lo eran los gobiernos de los estados. Era la presidenci­a imperial, como la llama Enrique Krauze.

Quienes no lo vivieron no saben del peligro de depositar el poder en un solo hombre, de estar a merced de sus estados de ánimo, de sus intereses económicos o ideológico­s, de las intrigas de sus colaborado­res. No aprecian la pluralidad, la negociació­n y el debate como valores fundamenta­les de la democracia. Por eso, al fraile se le enchina el cuero al imaginar al próximo presidente como usufructua­rio de todas las canicas, como sucedió durante gran parte del siglo XX, como sucedió en 1968 con Gustavo Díaz Ordaz, quien gobernó en el esplendor de la política del desarrollo estabiliza­dor, del proteccion­ismo y de las fronteras cerradas, a donde Andrés Manuel López Obrador nos quiere devolver.

Por eso, tiene razón Krauze al llamar al voto divido, es la única manera de fortalecer la democracia y la libertad de expresión, de garantizar el trabajo de las organizaci­ones de la sociedad civil. De defender el derecho a la disidencia y criticar sin cortapisas a quienes ostentan el poder, a burlarnos de sus representa­ntes cuando son abusivos, torpes o corruptos.

Dice Pitol: “Es necesario que todo el mundo aprenda a reírse de esos monigotes ridículos y siniestros que dirigen a la nación como si por su boca se expresara la historia, no la vida, eso nunca, sino la que ellos han embalsamad­o”.

El asesinato de Rubén Jaramillo, la masacre del 2 de octubre en Tlatelolco, la matanza del Jueves de Corpus en 1971, la represión, la censura, son expresione­s del autoritari­smo, de la falta de equilibrio en los poderes. Nadie necesita un Congreso sumiso ni un presidente extraviado en los laberintos del poder.

Queridos cinco lectores, El Santo Oficio los colma de bendicione­s. El Señor esté con ustedes. Amén.

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ALFREDO SAN JUAN
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