Milenio Hidalgo

TODOS SOMOS CROACIA

En un domingo por la mañana, en plena colonia Roma, hay espacio para los sueños y las esperanzas de algunos aficionado­s croatas

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Parecía descabella­do poder encontrar a una persona de nacionalid­ad croata en Ciudad de México. Sobre todo alguien que hubiera vivido durante su niñez y adolescenc­ia en la Yugoslavia del mariscal Tito. Pero de pronto respondió la llamada. Y además le apasionaba el futbol.

En la búsqueda me enteraría que incluso hay más suecos que croatas viviendo en México, y que son tan pocos que en lugar de embajada lo que existe en nuestro país es un consulado. También aprendí otras cosas gracias a la hazaña conseguida por Luka Modric y sus incansable­s compañeros de selección.

En 1967, Vladimir Tanfara Curavic escapó de Yugoslavia por la frontera italiana. Le acompañaba­n tres amigos que al igual que él, tal vez debido a su juventud, no se percataban del peligro. Huyeron de aquella república comunista gobernada con puño de hierro por el dictador Tito. Hoy domingo, está sentado junto a mí, visiblemen­te emocionado y vestido con la camiseta de Croacia, la misma que utilizó Modric en el Mundial Brasil 2014.

En la víspera del duelo definitivo contra Francia, me había dicho por teléfono que nos podíamos ver en la calle de Coahuila, a unos pasos de Manzanillo, en la colonia Roma. “¡Es muy fácil! Afuera de cafecito vas a ver colgada una bandera de Croacia”.

El estandarte que defienden con orgullo los niños de la guerra en el Mundial de Rusia, cuelga casi de piso a techo en la entrada de la Cosecha Verde, un cafecito en cuyo interior se pueden ver más camisetas con cuadros rojos y blancos que en ningún otro lugar de la república mexicana. “Si te digo que somos 100 los ciudadanos croatas que vivimos en todo México, son muchos…”, dice Vladimir, un ingeniero electromec­ánico, nacido hace 72 años en la localidad de Sibenik.

Poco antes de comenzar el partido se escuchan las primeras notas del himno de la nación balcánica. Vladimir se pone de pie, guarda silencio, mira respetuosa­mente la pantalla del televisor en la que aparecen los rostros uno a uno de los futbolista­s croatas y se lleva la palma de la mano derecha al corazón. “¿Sabes? Lo que ha hecho este equipo es una historia al revés. ¡De mucha felicidad! Para que te des una idea, todavía hay pueblos croatas donde las señoras se visten de negro por los hijos o maridos que perdieron en la guerra”.

Los jugadores balcánicos comienzan dominando el partido, con esa misma ambición y hambre con la que le pasaron por encima a Messi y Mascherano. Vladimir aplaude un toque de balón de Rakitic, cruza los brazos con alivio al ver que la pelota es conducida por el capitán Modric, pero se mece los blancos cabellos en un gesto de angustia e impotencia al descubrir que Mandzukic, ese hosco delantero que se rige en la cancha bajo el lema de “lo que no me mata me hace más fuerte”, ha anotado un autogol con la testa.

En la pequeña y espontánea Croacia que se ha hecho realidad debido a la final de la Copa del Mundo de Rusia 2018, y situada a unas cuantas calles de la avenida Insurgente­s, el miedo desaparece poco antes de la media hora de juego con el potente e inesperado zurdazo de Perisic que sacude las redes de la portería francesa.

Una explosión, un grito de júbilo, un relámpago que sale de las gargantas de los aquí presentes y que parece viajar hasta la capital de Zagreb y las más de 100 islas que conforman la joven Croacia.

¿Cuántos de los cuatro millones de croatas que viven fuera de su país estarán festejando el poderoso disparo con el botín izquierdo de uno de sus compatriot­as en el estadio de Moscú? ¿Cuántos de los croatas que hace décadas hicieron la diáspora se abrazaron tras el gol?

El ingeniero Tanfara, padre de dos hijos, Natasha y Vladimir, había confesado que el duelo ante los franceses ya era para él como un regalo de Dios. Con el regalo de Perisic, salta y grita como un niño, se toca con las yemas de los dedos las mejillas como queriendo imaginar que es posible un milagro.

“En los tiempos de Tito, sólo porque interpreta­bas la biblia diferente, te podían matar. Los serbios, que son cristianos ortodoxos, se persignan con tres dedos, por eso, a los croatas que llegaban a agarrar, les cortaban dos dedos para que se persignara­n igual que ellos”, recuerda Vladimir, ya con un café en la mano y segundos después de terminar el primer tiempo. “Sabían dónde nos dolía, destruyero­n hasta 500 de nuestras iglesias”.

Los seguidores de la escuadra balcánica coinciden en que la capacidad de resistenci­a y adaptación en situacione­s adversas de los hijos de la guerra los sacará adelante. Depositan su fe en Modric, ese futbolista que más kilómetros ha recorrido, el jugador que más pelotas ha recuperado, tantas veces menospreci­ado por su apariencia frágil y su baja estatura.

Parece que no hay motivos para alarmarse, sobre todo si se toma en cuenta que en los primeros 45 minutos ni siquiera Mbappe ha podido pegar sus tremendas galopadas en la cancha.

“Mi padre era un buzo que se sumergía en el mar con escafandra. Buscaba corales y esponjas a 100 metros de profundida­d, pero no era suficiente para vivir”, sigue en su relato el ingeniero Vladimir, que decidió quedarse con su esposa costarrice­nse luego de pasar en México su luna de miel.

La Croacia que nunca ha sido conquistad­a por nadie, la Croacia llena de historia, por la que pasó Napoleón, se encuentra a unos minutos de remar a contracorr­iente con el de penal bien ejecutado por Griezmann. La ventaja crece con los goles de Pogba y Mbappe, y entonces el ánimo empieza a decaer en éste cafecito de la colonia Roma.

Pero de pronto, un error del guardameta Lloris ante el acoso de Mandzukic, devuelve la fe en la pequeña Croacia de la colonia Roma. El marcador anuncia 4-2. “Es cardiaco esto”, sonríe optimista el ingeniero Vladimir. “Sería fabuloso que empataran”.

No sucede el milagro. Se corona esa Francia multicultu­ral y la premiación está acompañada de una fuerte lluvia. Puttin, el hombre poderoso de Rusia no se moja la calva, protegido por la sombrilla que sostiene uno de sus guardaespa­ldas, mientras que la presidenta croata, Kolinda Grabar- Kitarovic y Emmanuel Macron, el mandatario francés, lucen empapados por el agua.

Vladimir Tanfara, quien llegó para quedarse en 1979, carga en su cartera una imagen de la Virgen de la Paz. Comenta que en cada pueblo de Croacia hay una cancha de futbol y una canasta de baloncesto. Incluso recuerda la presencia de Drazen Petrovic y de Toni Kukoc en la NBA.

Entonces mira fijamente en la tele esa escena cómica donde unos mandatario­s se mojan al colgar las medallas a los futbolista­s y dice convencido: “Está lloviendo fuerte, y es que Dios llora porque perdió Croacia”.

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ESPECIAL
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OSCAR JIMÉNEZ MANRÍQUEZ

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