Ho, Ho, Ho Chih Minh, Díaz Ordaz, chin chin chin
Algunos, sobre todo aquellos que ni locos hubieran ido a la Plaza de las Tres Culturas el 2 de octubre de 1968, extrañaron el espíritu crítico, desmitificador y mamón de Luis González de Alba, un personajazo con el que siempre tuve grandes diferencias, pero también cierto aprecio. Y no lo extrañé porque en su afán desmitificador acabó mitificando aquel movimiento al que ya quería enterrar para siempre. Hoy, se los puedo jurar, habría ido a apersonarse adonde fuera para rescatar las placas conmemorativas de Gustavo Díaz Ordaz para cargarlas en la espalda como Narciso Mendoza e ir a dinamitar la puerta de la Alhóndiga de los
morenistas, a los que veía con asco y desdén, no necesariamente en ese orden. Le reprochaba la ingenuidad al movimiento, cuando era su parte más chida.
Lo único reprochable al desmontar esas placas es que los trabajadores empleados para tal cosa no gritaran aquello de “¡Ho, Ho, Ho Chi Minh, Díaz Ordaz, chin chin chin”. O la consigna que más le dolía al viejo que alegaba que eran los estudiantes quienes le dispararon al Ejército (sí, claro; y luego se autotorturaron, mientras usurpaban funciones del Batallón Olimpia, para luego suicidarse y desprestigiar a los uniformados que son buenos, santos y puros): “¡No queremos olimpiadas, queremos revolución!”.
Consignas que me recordaron mis padres, Gloria y Jairo, que estuvieron en aquel 2 de octubre de lucha combativa y que por azares del destino salvaron el pellejo en aquella matanza. Ellos saben lo que pasó; no olvidan lo que vieron y no tiene nada que ver con esa edulcorada versión díazordacista. Ahí se encontraron con los viejos camaradas del Partido Comunista y la lucha social, con sus diferencias políticas, como cada año. Cuando en la plancha del Zócalo sonó “Yesterday”, interpretada por la Banda de Tlayacapan para luego cerrar con “La internacional”, fue intenso y emocionante.
Como quiera que sea, al que yo sí extrañé fue a Marcelino Perelló, el más delirante de los líderes del 68, quien en la gran cantidad de conversaciones que tuvimos tanto en la cabina de Radio Universidad, como en mesas redondas y cenas interminables, aseguraba que el movimiento estudiantil era muchas cosas: tragedia, represión, muerte, traición, persecución, autoritarismo, crueldad, cinismo y dolor. Pero también fue —y era su mejor parte— una fiesta. Un panchagón de la rebeldía, la ingenuidad, el rompimiento de esquemas y atavismos medievales tricolores.
¡Ho, Ho, Ho Chih Minh, Díaz Ordaz, chin chin chin!