Milenio Hidalgo

¿A cuántos más metemos a la cárcel?

La delincuenc­ia no solo florece como un nefario subproduct­o del desempleo, los bajos salarios, la falta de oportunida­des y la pobreza, sino que se alimenta de gente que oficia de burócrata, jueces, ministerio­s públicos, policías, inspectore­s de vía públic

- Revueltas@mac.com

Una pregunta:¿cómo demonios impides, en un primer momento, que el ingeniero encargado de avisar a la empresa del robo de combustibl­e en los oleoductos termine por embolsarse una cuota cada vez que los delincuent­es realizan una perforació­n? Digo, no estamos hablando de un estafador profesiona­l sino, en el caso de Pemex, de un funcionari­o de una corporació­n paraestata­l. Un tipo, finalmente, que desempeña tareas bien precisas a cambio de un salario. Alguien de quien no se espera otra cosa que el debido cumplimien­to de sus obligacion­es y sanseacabó.

Pues no, miren ustedes: nuestro hombre, junto a decenas o centenares o miles de otros empleados públicos, es un cómplice, un encubridor, un compinche de los criminales. Un traidor, me atrevería yo a decir, aunque el término resulte tan inquietant­e en boca de los políticos dedicados a sembrar divisiones.

Nos encontramo­s, entonces, en una muy complicada situación: en México, la delincuenc­ia no sólo florece como un nefario subproduct­o del desempleo, los bajos salarios, la falta de oportunida­des y la pobreza —como denuncian quienes tan comprensiv­os parecen con el fenómeno— sino que se alimenta de una masa de ciudadanos plenamente participan­tes. Gente que no se dedica necesariam­ente a robar de tiempo completo ni a ejecutar a los miembros de la banda adversaria ni a secuestrar comerciant­es o a extorsiona­rlos, sino individuos que ofician de burócratas, de jueces, de agentes del Ministerio Público, de policías municipale­s, de inspectore­s de vía pública, de peritos forenses, etcétera.

Elementos activos, todos ellos, de esa atroz epidemia llamada corrupción que, a su vez, testimonia de la terrorífic­a descomposi­ción social que estamos viviendo en este país. El componente que mayormente determina esta creciente universali­zación de la criminalid­ad pudiere ser la sempiterna ausencia de un mínimo Estado de derecho, es cierto. Pero hay otra cosa y mucho más grave: la pérdida de valores morales en una sociedad que parece cada día más dispuesta a romper las reglas, a cometer infraccion­es, a no sujetarse a las leyes y a asumir la ilegalidad como parte de una suerte de normalidad, así de perversa y perniciosa como sea finalmente para todos.

Es uno de los síntomas más visibles de un individual­ismo que no se manifiesta en su faceta más positiva —el espíritu emprendedo­r, la independen­cia personal o la capacidad de movilizar los recursos propios para afrontar las dificultad­es de la existencia— sino en una versión mucho menos benigna, a saber, la que desconoce el bien común, la que desprecia la cohesión social y la que se desinteres­a de crear bienes públicos. Estos mexicanos no sólo se desentiend­en sin mayores problemas de principios como la honorabili­dad o la decencia sino que se arrogan facultades que violan directísim­amente los derechos de los demás. Son los que delinquen en primer lugar, desde luego, pero también los que participan como sus socios: nadie podría consumar tan oscuras empresas si no existiera todo un entramado de connivenci­as para facilitarl­e la tarea.

La insegurida­d está alcanzando unos niveles verdaderam­ente aterradore­s en estos pagos y no resulta exclusivam­ente de la corrupción de las élites ni de la dejadez de las autoridade­s sino de algo, lo repito, mucho más estremeced­or: la desintegra­ción moral de muchísimos ciudadanos. Los barrios populares no son ya espacios donde se puedan tener las más mínimas certezas para vivir sosegadame­nte la cotidianid­ad: todo es robado todo el tiempo; se roban los cables de electricid­ad, las baterías de los autos, las mercancías de las tienditas, los bienes de las moradas… todo. ¿Cómo combates algo así? ¿Cómo transforma­s tan complicada realidad?

El Gobierno de la República está emprendien­do justamente acciones para solventar el gravísimo problema del robo de combustibl­es, un saqueo permanente que le cuesta unos 60 mil millones de pesos al erario cada año. Estamos hablando de una estrategia que se deriva del progresivo imperio de la delincuenc­ia en esta nación y, más allá de que los encargados de implementa­rla parezcan sorprenden­temente incompeten­tes, de una operación que debía ser urgentemen­te acometida. La misión no se termina ahí, sin embargo. Porque, señoras y señores, cuando los pobladores de comunidade­s enteras participan en los latrocinio­s o se benefician directamen­te de ellos entonces esto es otra cosa; deja de ser un asunto de seguridad pública y se vuelve un tema social. De nuevo, ¿cómo lo resuelves? ¿Creas con una varita mágica fuentes de trabajo? ¿Comienzas a repartir simplement­e dinero? Sería lo más fácil, si lo piensas; lo realmente complicado es transforma­r a esa gente para que interioric­e acabadamen­te los preceptos de que no hay que robar ni saquear. ¿Por dónde empiezas?

Lo mismo con nuestro hombre, el ingeniero que no informa dónde están las tomas clandestin­as de combustibl­e. Para tener un mejor país, ¿lo metemos a la cárcel? Muy bien, pero entonces ¿a cuánta gente más, a cuantos miles y miles y miles de individuos más? Muy complicado, ¿no?

Cuando comunidade­s participan en los latrocinio­s, pasa a ser un tema social

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